El desafío que hoy enfrentan los líderes de la mayoría política gobernante es asumir que sus identidades partidarias se van diluyendo en una identidad mayor, que se traduce en una Coalición liberal y republicana con vocación de permanencia. ¿Estarán a la altura?
La gran repercusión que han tenido los artículos anteriores sobre el futuro camino electoral de la Coalición de gobierno, obliga a profundizar el tema, en la medida en que una estrategia equivocada en este campo puede frustrar a la mayoría de la población que apostó por un cambio político en el Uruguay en las pasadas elecciones.
Estado, gobierno y partido son entidades separadas, pero todas forman parte de la estructura de un país republicano basado en la democracia representativa. La responsabilidad de la conducción del Estado reposa en el gobierno elegido democráticamente, para lo cual la sociedad utiliza el instrumento de los partidos políticos. A su vez, para que las «correas de transmisión» entre sociedad y Estado funcionen adecuadamente, los países se dotan de sistemas electorales que traduzcan en rumbos políticos claros las preferencias electorales de los ciudadanos.
Y es en este punto donde se bifurcan los caminos en los países democráticos. Algunos han optado por sistemas de gobierno presidencialistas, en busca de estabilidad, y otros por sistemas parlamentaristas, que priorizan la mayor participación antes que la estabilidad de los gobiernos. En el primer caso, se da preeminencia al Poder Ejecutivo y al Presidente de la República, que, habiendo sido electo en un sistema electoral mayoritario, inclina la balanza a su favor en caso de conflicto o choque con el Parlamento. Sería el caso del sistema francés. En el segundo caso, los sistemas parlamentaristas forman gobiernos en base a acuerdos de múltiples partidos en el Parlamento, lo cual trae consigo la inestabilidad crónica. Ejemplo típico, el italiano.
El Uruguay tiene un sistema mixto, aunque con un carácter presidencialista marcado, en el que la remoción de un ministro es un mecanismo muy complejo, que raramente trae consigo la caída del gobierno. De hecho, nunca ha ocurrido en la historia política del país.
La reforma constitucional de 1996, al introducir el balotaje, otorga una legitimidad muy grande al Presidente de la República, que requiere para ser electo la mitad más uno de los votos. La estabilidad de su gobierno se basa en el control del Parlamento, como lo prueban los tres gobiernos del frente Amplio con mayoría absoluta en el Poder Legislativo. Pero cuando el partido del Presidente no cuenta con mayoría propia, la estabilidad de su gobierno necesita acuerdos políticos que le aseguren el control del Parlamento.
En este punto se encuentra hoy el Uruguay. Pero a diferencia del pasado, cuando esos acuerdos generalmente se daban entre la mayoría de un partido y la minoría del otro (cuando los partidos fundacionales reunían el 80% del total de votos), hoy se requiere acuerdos integrales con varios partidos para poder gobernar.
Existe, además una relación muy estrecha entre sistemas electorales y sistemas de partidos. La doble vuelta presidencial lleva necesariamente a la formación de dos grandes bloques electorales, mientras que el sistema de votación proporcional integral es más amigable con el parlamentarismo puro. Con el balotaje es claro que los espacios políticos se van vertebrando en dos grandes columnas, ya que al requerir mayoría absoluta para acceder al gobierno, los terceros quedan sin chance alguna.
Esta es la realidad política de hoy en el Uruguay. No se trata de gustos o predileccciones, sino del imperio de los hechos. El desafío que tienen hoy los líderes políticos es asumir esa realidad para no traicionar a sus votantes. ¿Estarán a la altura?