Por Claudia De Castro
Quienes nos criamos en el campo, antes de la electrificación rural con molinos (de viento) para sacar el agua de las perforaciones, aprendimos qué significa su uso racional.
En los veranos secos y sin viento los molinos no se movían y el agua no salía. Había tanques, bebederos, reservas varias… para humanos, animales y para regar. Estaba difícil explicar a los cuadrúpedos (y algunos bípedos) el concepto de sequía o seca como se dice en campaña; así que los humanos aplicábamos la razón (que, según dicen, nos caracteriza) y recortábamos su uso: los jardines languidecían, fregábamos dentro de una palangana y en orden de suciedad (otro tanto para lavar la ropa), juntábamos pichicitos antes de tirar la cisterna, cerrábamos la canilla mientras nos cepillábamos los dientes (ídem en la ducha a la hora de enjabonarse)…
¿Es necesario ser doctor en física cuántica para descubrir que el agua es un bien finito y que debe usarse con cuidado, como la plata, porque si se tira se acaba? No, no es como La Moneda Volvedora de Constancio C. Vigil.
Hasta ahora, nuestras ciudades se habían salvado de esa experiencia. Aunque sí habían sufrido aguas de colores y sabores diversos. Y los humanos no habían hecho uso racional: barrer veredas con manguera, lavaderos de autos clandestinos, pérdidas de agua que formaban lagos, canillas goteando y un largo etcétera de vergonzosos ejemplos de despilfarro.
¿Sabían las autoridades que debía mejorarse el suministro de agua potable a las ciudades? Sí, sabían. ¿Obraron en consecuencia? No, cambiaron el orden de prioridades. ¿Sabía la población que el agua es un bien finito? No sé porque, históricamente, lo han despilfarrado.
Y acá estamos, uruguayitos como siempre: quejándonos por la salinidad del agua de la canilla, la escasez de bidones en el súper y esperando el chaparrón.
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Foto: A. Bergaza (1958)