Por Jorge Martinez Jorge
Puedo y quiero escribir las líneas más tristes esta noche, porque duele demasiado y lo que me resta de humanidad no puede permanecer indiferente.
Once años tenía la niña de Santa Clara, muerta a manos de la alevosa pareja de autores de la incalificable infamia de la que nos enteramos apenas hace un rato.
Once años tiene mi nieta, a la que mañana he de ir a buscar a la Escuela y querré mirar a los ojos, temiendo ver en los suyos -todavía inocentes- los de esa niña a quien no conocí.
Diez años tenía Dionisio Díaz cuando, hace 94 años murió una primera vez como víctima de la insana violencia que se abatió sobre el mísero rancho donde vivía su infortunada vida, y una segunda vez cuando se lo dejó morir en un no menos miserable catre olvidado de los mayores.
Un año y medio tenía Marina, la hermana de Dionisio, cuando -cuenta la leyenda- éste la salvó de la demencia asesina de su abuelo, o de quien haya empuñado el arma asesina.
La niña de Santa Clara, a diferencia de Marina, no tuvo un Dionisio que la salvara. Tampoco tuvo nadie que la quisiera, aunque fuera un poco. Aunque solo fuera para darle una oportunidad de vivir.
Cuando nos internamos en aquella historia, la del Arroyo de Oro de hace casi un siglo, solemos decirnos que esas cosas pasaban en un mundo distinto, todavía primitivo, aislado, sin educación, propenso a relaciones de violencia y poder. Que esas cosas pasaban, o solamente pasaban, en un medio rural, pobre e ignorante, donde la violencia intrafamiliar estaba enraizada en las propias costumbres de tiempos aún más oscuros.
Mentira. Es igual que ahora. Nada ha cambiado. El ser humano sigue siendo tan humano como lo fue siempre, tanto como para que quepa dentro suyo toda la inhumanidad más animal, propia de la bestia primitiva que nos precedió en la noche de los tiempos.
Sin carretas ni mulas transitando por caminos de barro, ni cartas demoradas semanas o meses, con energía eléctrica que le pelea la noche a la noche más oscura, con señales que comunican a unos con otros al momento allí donde la imaginación te lleve, el mundo sigue siendo lo que siempre ha sido: hostil, violento, profundamente injusto.
Un mundo tan cruel que, pleno Siglo XXI, a unos pocos kilómetros de tu cómodo estar con calefacción y televisión XXL, escuchas y miras con indiferencia que aún hay esclavitud. Y de la peor, la practicada contra niños, por monstruos que fungen de familia y con la aquiescencia -cuando no la complicidad, lisa y llana- del Estado, ciego entregador de la víctima a sus futuros victimarios.
En sus apenas 3300 días de calvario, la niña de Santa Clara, sin ojos ni nombre para mí, no tuvo quien la quisiera. Nadie.
Todo en esta historia es un horror puro, sin atenuantes. Sin embargo, lo que me indigna, me llena de rabia, me duele como propio, ofende mi conciencia de padre, abuelo y ciudadano de un país que se dice una República de iguales, es la consagración de la impunidad.
Esta comienza con lo único rescatable de la tragedia: la negativa de la Policía a creerse la historia de los homicidas sobre una muerte súbita. Los indicios eran demasiados como para hacer la vista gorda, imagino.
Con la investigación realizada, las pruebas y testimonios recogidos, se recurrió al Poder previsto en la Sección XV de la Constitución de la República, bautizado con el pomposo nombre de “Poder Judicial” encargado de impartir Justicia a los ciudadanos que allí acuden.
Hoy día, en esta república con erre minúscula, deshilachada, presa de intereses corporativos y donde el individuo como tal no existe en su individualidad, la justicia con jota minúscula, se ha convertido en una mercado persa donde el mercachifle de turno trapichea con el delincuente una “condena” rápida, que cierre expedientes, ahorre trabajo, mejore estadísticas, pero donde la Justicia (con mayúsculas, en esencia la cualidad de justo, no aplica el principio moral que inclina a obrar y juzgar respetando la verdad y dando a cada uno lo que le corresponde.
Precisamente lo que el Mercado Persa fiscal, no hace. Todo dentro de la Ley, como es lógico. Tan lógico como injusto.
Demostrada que fue, la autoría penalmente responsable de la tía (el-violador-eres-tú) y su “hombre” de la muerte violenta de la desgraciada niña -porque dejar morir a un niño esclavo tras todos los suplicios imaginables es la más abyecta violencia-, sobrina entregada a ella por el Estado (ausente, una vez más) para sustraerla de la violencia de la que era víctima por parte de la madre (hermana-yo-te-creo), se llegó a un acuerdo por el que se les impuso a los homicidas las penas.
Es de suponer que, para ello, se habrá tenido en cuenta los agravantes como la vinculación parental, el intento de ocultamiento del crimen, el sometimiento de la víctima menor de edad a un régimen de esclavitud y castigos continuados. El agravante que, uno supone, constituirá condenar a una niña a un régimen de Gulag valiéndose de la protección estatal brindada con el otorgamiento de la custodia.
A la desnaturalizada tía le tocó en suerte purgar una pena de 3 años de cárcel, uno en prisión y los restantes en prisión domiciliaria, es decir, en el lugar del crimen.
Al “tiastro” corresponsable homicida, una pena más leve: un año de cárcel, de los cuales cumplirá un mes -30 días- de prisión efectiva, y once meses en domiciliaria, es decir, en el lugar de los hechos y junto a la homicida.
Alguien podrá decir que esa es la Ley, que se cumplió con ella y por tanto hubo justicia.
A mí, ciudadano común, en cambio me indigna, me llena de legítima rabia, saber que lo que se consagró allí es una terrible injusticia, que es solamente otra cara de la impunidad.
Impunidad de los torturadores, esclavistas y homicidas que, en un año apenas, volverán a sus miserables vidas, mientras el pequeño cadáver de su infausta víctima continuará descomponiéndose bajo tierra en una tumba olvidada, presa del olvido y de la indiferencia que la rodeó durante su pobre vida.
Impunidad de los justicieros injustos, meros administradores de expedientes y mudos engranajes del perverso mundo de injusticia para el que prestan su sello y su firma. Nadie de allí, pagará un mísero precio por esa impunidad.
Impunidad del Estado que quita y otorga niños, también esclavos de los expedientes, sin que a ningún burócrata se le ocurra que de lo que disponen es de vidas, indefensas vidas puestas bajo su manto supuestamente protector. Tampoco allí habrá quien pague por la muerte de la niña de Santa Clara.
A mí, solamente me queda el compromiso, del que esta nota es un testimonio, de no olvidar a la niña de Santa Clara a la hora de considerar mi voto y mi confianza en un sistema que condena a los indefensos a la peor humillación: la del olvido.
Desde hoy, Santa Clara se ha convertido en territorio de la injusticia con la consagración de la más infame impunidad.