
Por Carlos Abel Olivera
Jubilarse implica, básicamente, poder vivir sin tener que trabajar. Hay dos formas de financiarlo: por medio de terceros o por medios propios.
Hasta no hace mucho tiempo, cuando una persona dejaba de ser laboralmente activa, estaba socialmente aceptado y previsto que fueran sus hijos quienes se hicieran cargo de su mantención. De esta forma, una extensa y exitosa prole (en la que “aportabas”) era la mejor garantía de una vejez digna. El sistema de “reparto”, según el cual los aportantes a la seguridad social de hoy serán mantenidos (cobrarán su jubilación) a partir de los aportes de los aportantes del futuro, no es más que una socialización de esa misma lógica: los trabajadores del futuro serían los “hijos” forzosos de los trabajadores de hoy. Dicho modelo ha probado ser insostenible: por un lado, la sociedad en general ya no tiene tantos hijos y por el otro, si bien la esperanza de vida y con ello la cantidad de años “útiles” de un individuo ha aumentado, las personas quieren dedicar más años de su vida a disfrutar sin tener que trabajar. He ahí el origen de la fuerte resistencia a los aumentos de las edades de retiro.
Sin aumentar la edad de jubilación al mismo ritmo que la esperanza de vida, el sistema de reparto simplemente no es autosustentable y por tanto, requiere recargar a las generaciones futuras (como ya sucede hoy) no solo con sus propios aportes, sino con impuestos. Esto, además de ser inmoral, penaliza fuertemente a la economía: más impuestos, menos ahorro, menos inversión, menos consumo, menos empleo.
La única forma en que una persona, por sus propios medios, puede vivir sin trabajar, es si ha sido capaz de generar la suficiente riqueza para ello. Por ende, el problema de las jubilaciones es, esencialmente un asunto de generación de renta y por tanto de ahorro e inversión. Es en ese sentido que se incorporan, en los sistemas estatales de jubilaciones, el “pilar” de “capitalización individual”, el cuál, a diferencia del “reparto”, no depende de los “hijos forzosos” del futuro, sino simplemente de los ahorros del presente. Mientras nuestros especialistas y políticos se enzarzan (con suerte) en duras discusiones sobre el modo de gestionar el ahorro individual para maximizar su rendimiento y minimizar los riesgos a los que esté expuesto, una variable vital se ausenta casi totalmente del debate: ¿Qué ahorros?
Con un desempleo histórico que ronda el 10%, un 46% de los trabajadores ganando menos de $25,000 pesos líquidos por mes, un elevado costo de vida y un crecimiento potencial (que no real) del PBI que apenas supera el 2% anual, deberíamos asumir, por duro que suene, que la economía uruguaya, con su diseño actual, es incapaz de generar los ahorros/inversiones que permitan sostener que una parte significativa de su población pueda vivir como promedio 13 años (entre los 65 y los 78 de esperanza de vida) sin trabajar.
Por bueno que sea el sistema jubilatorio diseñado, si no hay recursos para “alimentarlo”, en el largo plazo será siempre insostenible. Uruguay debe, inexorablemente, encarar las reformas que tanto esquiva: Estado, relaciones laborales, educación, inserción internacional, burocracia, son solo algunos de los temas en los que no alcanza con reformas “placebo”, sino en los que hay que ir a fondo, muchas veces con “base cero” y un fuerte y maduro pragmatismo. Solo así se podrá aumentar las productividad, el crecimiento, el empleo, la inversión y la vez bajar el costo de vida, haciendo posible el ahorro. No hay atajos. Todos los caminos conducen al “nudo uruguayo”.
Jubilarse es un lujo que una sociedad que no genera suficiente riqueza no se puede dar. Decidámonos a construir una que sí pueda. En nuestras manos está.