
“Cuando el Estado regula el pensamiento, la libertad se convierte en una ficción legal”.
En su magnífico ensayo “Momentos estelares de la humanidad” el gran maestro Stefan Zweig dedica un capítulo al papel del gran tribuno, maestro de la oratoria, Marco Tulio Cicerón, en la aciaga época que sobrevendría tras el asesinato del César, y allí deja escrito este párrafo que es un condensado epitafio, síntesis del desencanto de una época que Cicerón ayudó a construir y ve cómo cae ante su impotente mirada:
“En vano luchó Cicerón contra la autocracia del César después que traspasara al mismo tiempo el Rubicón y la Ley. En vano intentó convocar a los últimos defensores de la libertad contra el que abusaba del Poder”
Algo así fue lo que el columnista sintió en su fuero interno la nefasta noche donde se aprobaba la Ley de Presupuesto –verdadero baúl de turco- y se conocía ese mismo día que desde el Gobierno “Propone en el Parlamento una regulación de las grandes plataformas digitales en Uruguay” donde “plantean que se “avance” hacia una “legislación moderna, equilibrada y participativa -tres de los ábrete-sésamo preferidos de la izquierda- capaz de responder “a los desafíos de la gobernanza digital global”.
Pica la Agenda Global 2030 tras estos otros tres ábrete-sésamo del globalismo, capaces de santificar hasta la pedofilia, llegado el caso, los –gobernanza-digital-global-.
Pero, además, y por si fuera poco el demiurgo Diosdíaz propone dejar fuera de la protección de los fueros parlamentarios a las expresiones de los legisladores vertidas en redes sociales. La iniciativa de “responsabilidad penal en redes sociales” para legisladores —y eventualmente para todos los ciudadanos— abre la puerta a una censura institucionalizada, disfrazada de regulación. Propone convertir en posible delito penal la opinión de los legisladores en redes sociales.
A todas luces una iniciativa de avance sobre las prerrogativas del poder de control del Poder, que bien podría haber sido redactado por Jorge Rodríguez y presentado por Delcy Rodríguez en la Asamblea chavista y capaz que hasta a Maduro le habría parecido como mucho. A Diosdíaz no.
La desazón nos ganó cuando nos venimos a enterar que, además y más allá de la retórica, el pescado ya estaba vendido.
Hablando en claro, se habían cumplido los pasos indicados en las “Directrices de la UNESCO para la Gobernanza de las Plataformas Digitales y los estándares interamericanos de DDHH” y que en ello había participado “representantes del Estado, la sociedad civil (¿cuál sociedad civil, che?), la academia y el sector privado.
O sea que, lo que llegaba al Parlamento (otrora legítimo y constitucional representante de todos esos sectores antes nombrados) con el simple cometido de cumplir con su tarea de “escribanía” de la Torre Ejecutiva y sus “mesas del Piso11”. Listo.
El peligro de los operadores en las sombras: Fouché y Díaz
«El poder no corrompe, el miedo corrompe…el miedo a perder el poder, quizás.» — John Steinbeck
Stefan Zweig, en su novela biográfica de José Fouché –ese enigmático personaje que en las sombras recorre todos los regímenes y partidos desde el inicio mismo de la Revolución, aparece como un maestro del camuflaje político, capaz de adaptarse a cualquier circunstancia.
Zweig, quien confiesa la seducción, que ejerce sobre él, el personaje, que lo motiva a sacarlo de su virtual olvido, lo describe como un “reptil en estado puro”, un intrigante que sobrevivía gracias a su habilidad para manipular y traicionar. En este contexto, su relación con la censura no fue tanto como censor oficial, sino como ejecutor del terror que silenciaba por otros medios.
Parecida fascinación produce en este columnista ese Fouché criollo, que es el Dr. Jorge Díaz Almeida, quien en poco más de una década fue capaz de convertir un oportunísimo “archívese” desde su cargo de Juez Letrado, en una fulgurante carrera que lo llevó a reconfigurar el sistema judicial entero del país –sin que nadie nunca lo haya votado ni para una Comisión Fomento– y de allí, a integrar el actual triunvirato de gobierno, dentro del cual y por lejos, es quien más poder ha acumulado. Y se propone, seguir acumulando, tal como venimos de mostrar.
No nos engañemos ni nos dejemos engañar. La iniciativa –ya prevista en las Bases del FA- cooptada por los dominios del Dr. Jorge Díaz —nuestro Fouché moderno— no busca combatir el odio ni la mentira: busca domesticar el pensamiento.
Como el operador en las sombras del jacobinismo, Díaz encarna el perfil del técnico que lidera, ejecutando. Fouché no escribía los discursos de Robespierre, pero hacía que se cumplieran con sangre. Hoy, la censura no se impone con guillotinas, sino con algoritmos, sanciones y leyes ambiguas que convierten la opinión en delito.
En tiempos donde creíamos que la libertad de expresión era un bien sagrado, intocable, comprobamos que el poder insiste en regular, que es el eufemismo preferido para designar el control.
Bajo el disfraz de “protección contra la desinformación” y “responsabilidad digital”, se gesta una superestructura de control que recuerda más a “1984” que a una democracia madura.
El gobierno del FAPIT, con vocación colectivista y obediente a directrices de organismos internacionales, avanza con su proyecto de regulación de redes sociales que, lejos de protegernos, está diseñado para silenciar toda voz incómoda. Ya lo vimos en Brasil, lo experimentaron en Nepal y para la burocracia de Bruselas es su principal sueño húmedo.
Orwell y Zamiatin imaginaron mundos donde el lenguaje era manipulado para controlar el pensamiento. Hoy, ese mundo se construye en nombre del bien común.
De la virtud revolucionaria, al bien común digital
«Toda censura es peligrosa porque impide que la verdad se defienda sola.» Albert Camus
Los jacobinos justificaban el Terror como defensa de la virtud. Robespierre decía que “el terror es la emanación de la virtud”. Hoy, el discurso es otro: la regulación se presenta como defensa del bien común, de la democracia, de la verdad. Pero el mecanismo es el mismo: el Estado decide qué se puede decir y qué no.
Gran Bretaña es quien más ha avanzado en este modelo con su “Online Safety Act”, que permite al gobierno exigir la eliminación de contenidos considerados “dañinos”, incluso si no son ilegales.
¿Quién define lo que es dañino o qué es “discurso de odio”, el garrote favorito? ¿Quién decide qué es desinformación? Como resultado, ancianos son condenados a penas de cárcel por posteos en Facebook. Las imágenes son propias de una película distópica.
La ambigüedad es el arma del censor moderno.
Orwell, Zamiatin y el lenguaje como prisión
“La libertad es poder decir que dos más dos son cuatro. Si se concede eso, todo lo demás viene por añadidura.» George Orwell, “1984”
George Orwell imaginó un mundo donde el lenguaje era manipulado para controlar el pensamiento. En 1984, el “crimental” era pensar algo inconveniente.
Zamiatin, en “Nosotros”, describió una sociedad donde la transparencia absoluta eliminaba la intimidad y la disidencia.
Hoy, la vigilancia no es física, es algorítmica. Y la censura no se impone con bayonetas, sino con términos como “seguridad digital”, “moderación de contenido” y “responsabilidad comunicacional”.
Advertencia final
«El totalitarismo no empieza con campos de concentración, sino con palabras que ya no se pueden decir.» — Václav Havel
La historia nos enseña que el poder nunca regula para limitarse a sí mismo, sino para perpetuarse. Cuando el Estado decide qué puede decirse, la democracia se convierte en una fachada. Y cuando los operadores en las sombras —como Fouché ayer o Díaz hoy— diseñan el aparato legal del silencio, la libertad deja de ser un derecho y se convierte en una concesión.
Y una conclusión: cuando el poder regula el pensamiento
La historia no se repite, pero es posible encontrar en ella los rastros del presente. Hoy no hay Comité de Salvación Pública, pero sí comités técnicos –integrados al más puro y ortodoxo estilo fascista– que deciden (por fuera de las Instituciones sin que a nadie se le mueva un pelo) qué puede decirse.
No hay guillotinas, pero sí algoritmos que eliminan contenidos sin apelación. No hay Fouché en Lyon, pero sí operadores jurídicos que diseñan leyes para acallar, no para proteger.
Como escribió nuestra pluma guardiana de la libertad individual, Orwell: “Si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento.”
Y Zamiatin, la voz en el desierto helado del leninismo, advirtió que “la libertad no es comodidad, es responsabilidad.”
Hoy, esa responsabilidad está en manos del ciudadano: no aceptar mansamente la mordaza digital, no confundir regulación con censura, no permitir que el miedo al caos justifique el silencio impuesto.
El poder nos quiere mansos, sumisos y amordazados. Pero la historia también nos enseña que la libertad se defiende con palabras, incluso cuando quieren convertirlas en delito.