
El suicidio en España de Sandra Peña (14 años, Sevilla) tras meses de bullying reabrió el debate internacional sobre la responsabilidad institucional y la falta de protocolos eficaces contra el suicidio adolescente.
Mientras en España se multiplican las investigaciones judiciales y los medios discuten el rol del colegio, en Uruguay, donde también hay adolescentes que se suicidan tras sufrir acoso, el silencio es casi absoluto.
Uruguay es uno de los países con mayor tasa de suicidio adolescente de América Latina (Ministerio de Salud Pública, 2024). Sin embargo, no existe una ley nacional específica sobre bullying : hay circulares del CODICEN y protocolos dispersos, pero ningún marco legal vinculante que obligue a los centros educativos a actuar, ni sanciones por omisión.
Cada año se registran casos en prensa: adolescentes que se quitan la vida tras sufrir hostigamiento sistemático en liceos o redes sociales —y la respuesta oficial suele limitarse a la “consternación” o la “investigación interna”.
Mi rol en la materia
En Uruguay fui impulsora y creadora del I Congreso Internacional de “Mobbing y Bullying” en mayo de 2013, lo que permitió introducir formalmente el concepto en la agenda nacional.
Soy autora de varios libros, entre ellos el último “Bullying y Mobbing: Haciendo visible lo invisible”, he publicado numerosos artículos científicos y capítulos de investigación en la materia
He representado a Uruguay en congresos internacionales , México, Argentina , Costa Rica , Ecuador , donde además expuse mis investigaciones sobre Mobbing y bullying en Uruguay , compartiendo nuestra realidad con otros países del mundo .

Para seguir avanzando en Uruguay creé una plataforma El Método VERO es una “caja de herramientas para docentes, padres y víctimas de bullying”, siendo su objetivo final contribuir entre todos una cultura anti-bullying, con acciones de detección, intervención y prevención dentro del contexto educativo.
El vínculo entre bullying y suicidio: lo que la ciencia ya demostró
Las investigaciones internacionales coinciden en un dato contundente: las víctimas de bullying tienen entre dos y tres veces más probabilidades de presentar ideación o intento suicida que sus pares no victimizados. Este riesgo se mantiene incluso cuando se controlan variables como la depresión o la ansiedad preexistente.
En el caso del ciberbullying, el impacto es aún mayor. La exposición constante, la imposibilidad de “desconectarse” y la difusión pública del hostigamiento multiplican la sensación de humillación, desesperanza y rumiación mental.
Los estudios describen una relación dosis–respuesta: cuanto más frecuente, prolongado o severo es el acoso, mayor es la probabilidad de desarrollar síntomas depresivos, ansiedad, autolesiones o intentos de suicidio.
Entre los mecanismos mediadores más relevantes se encuentran la depresión, el aislamiento social, los problemas de sueño, la disfunción cognitiva derivada del estrés crónico, la vergüenza pública y, en algunos casos, el consumo de sustancias.
En los adolescentes, los métodos más letales e impulsivos —como arrojarse desde una altura o el ahorcamiento— son los más frecuentes en los casos consumados. La precipitación, en particular, suele producirse tras episodios agudos de humillación o exposición social.
Los grupos con riesgo ampliado incluyen adolescentes mujeres, jóvenes LGBTIQ+, personas neurodivergentes (como quienes tienen TDAH o autismo nivel 1), migrantes y aquellos que, además del acoso escolar, viven violencia intrafamiliar.
Incluso los testigos implicados —quienes alternan entre ser agresores y víctimas— muestran los niveles más altos de ideación suicida.
A largo plazo, las secuelas del bullying pueden persistir durante años: síntomas depresivos o postraumáticos, ideación suicida recurrente, trastornos del sueño y un deterioro progresivo del rendimiento académico.
No me canso de repetirlo: no existe un perfil de víctima de bullying. Cualquier niño o adolescente puede serlo, sin importar su carácter, inteligencia o entorno. La clave para cambiar esta cultura no está en buscar “culpables” individuales, sino en educar desde la infancia a no ser cómplices del hostigamiento. Los programas de prevención deben diseñarse según la edad y enseñar a los estudiantes a no aliarse con el agresor, a no convertirse en el motor de la dinámica violenta. Pero esto no basta si las instituciones no actúan. Los centros educativos deben sancionar con claridad y firmeza las conductas de violencia, porque cada omisión —cada silencio— también educa.
