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Contraviento

La auditoría que nadie hace

5 octubre, 2025

25 años de violencia sindical impiden auditar millones desviados. SUNCA, PIT-CNT, ADEOM: US$ 2 millones sin investigar mientras el miedo paraliza Uruguay.

25 años de violencia sindical donde el músculo le gana al argumento y todos callan por miedo.

La escena podría haber salido de una obra de teatro del absurdo uruguayo: Humberto de Vargas interrogando sobre una auditoría de 600.000 pesos —o un millón de dólares, según quién cuente— mientras un sindicalista Ricci, del PIT-CNT invoca repetidamente el nombre de Fogata Bermúdez como si fuera un conjuro protector. El desenlace, lamentablemente predecible, fue a las piñas.

El debate comenzó con una acusación de corrupción. De Vargas, micrófono en mano —el sindicalista después lo compararía mordazmente con Frank Sinatra—, exigía explicaciones sobre fondos sindicales no justificados. Una pregunta legítima, especialmente considerando el historial reciente del sindicalismo uruguayo, lleno de irregularidades financieras (hay un listado bastante más largo que este).

Para contextualizar la gravedad de lo que De Vargas intentaba investigar:

1) SUNCA/FOSVOC – US$ 1,2 millones desviados (2024): 193 transferencias irregulares hacia cuentas personales, financiamiento ilegal de campañas del Partido Comunista, tres dirigentes condenados.

2) PIT-CNT/INEFOP – US$ 400.000 malversados (2017-2019): El Instituto Cuesta Duarte desvió fondos públicos para cenas nocturnas, servicios médicos privados, honorarios de abogados. La Auditoría encontró irregularidades en el 90% de las rendiciones.

3) ADEOM – $4.000.000 sin justificar (2023-2024): Durante la gestión de Valeria Ripoll desaparecieron 4 millones sin rendición, más 5.5 millones entregados a la Federación Nacional sin documentación.

4) Plan de Vivienda Sindical PIT-CNT – US$ 300.000 estafados (2013)**: Eduardo Burgos firmó contratos para 3.000 viviendas sin autorización, recibió cheques para terrenos que nunca se compraron.

Pero en lugar de defender la gestión financiera o refutar las cifras, el sindicalista ejecutó una maniobra de jiu-jitsu retórico: «Humberto de Vargas, usted es periodista, llame al Fogata Bermúdez», introduciendo súbitamente a un tercero ausente. La obsesión con Bermúdez se volvería patológica: «llamalo por teléfono», «ANIMATE A PREGUNTÁRSELO», «traé al Fogata Bermúdez acá».

¿Por qué Bermúdez? La respuesta podría estar en la proyección psicológica: el sindicalista transfiriendo su propio temor reverencial hacia Bermúdez como arma contra De Vargas. Como si dijera: «Esta persona me intimida a mí, por lo tanto debe intimidarte a vos». Hoy al «Fogata» le dieron de baja porque se nota… si pasara desapercibido como tantas otras cosas en Uruguay, nada sucedería.

La dictadura del músculo: 25 años de miedo institucionalizado

Pero hay una pregunta más profunda que nadie se atreve a formular: ¿Cuánta violencia se ejerce en Uruguay donde sistemáticamente gana el más fuerte? En el transporte público, los pasajeros rehenes de paros salvajes. En el puerto, donde la ley del más pesado determina quién trabaja y quién no. En el ámbito sindicalista, donde las asambleas se deciden por quién grita más fuerte o amenaza mejor.

Esto es lo que viene ganando hace más de 25 años o tal vez más… : un sistema donde el miedo es la moneda de cambio. Miedo de los afiliados que no se atreven a disentir. Miedo de los empresarios que prefieren pagar antes que enfrentar. Miedo de los políticos que se dicen oposición pero agachan la cabeza cuando aparece el primer piquete. Miedo de los ciudadanos comunes que ven sus calles tomadas, sus ómnibus parados, su puerto paralizado, y callan porque saben que reclamar tiene consecuencias. Todos, absolutamente todos, paralizados por el terror a la represalia física, laboral o política.

La única excepción notable: el nuevo sindicato de la pesca, que se atrevió a desafiar el monopolio del miedo. ¿El resultado? Amenazas, intimidación, intentos de destrucción. Porque en este ecosistema de violencia institucionalizada, el que rompe el pacto de silencio se convierte en el enemigo común. Y el que hace preguntas incómodas directamente el sistema lo va alejando.

Fogata Bermúdez no es más que un símbolo de este sistema. Su nombre invocado como talismán protector revela la estructura mafiosa donde todos saben quién manda, todos temen las consecuencias, y nadie se atreve a denunciar. El sindicalista que lo invoca obsesivamente no está solo proyectando su miedo personal; está exhibiendo las reglas no escritas de un juego donde la violencia siempre tiene la última palabra. Un juego que le cuesta al Uruguay millones en inversiones que no llegan, empresas que prefieren otros puertos, ciudadanos que emigran cansados de ser rehenes.

La trampa era elegante: si De Vargas llamaba a Bermúdez, parecería obedecer órdenes; si no lo hacía, confirmaría la acusación de cobardía. Un catch-22 perfecto mientras construía una prueba pública de masculinidad. La misma lógica perversa que gobierna el puerto de Montevideo, donde el que no se somete no trabaja, o el transporte público, donde los usuarios son rehenes de quien tiene el poder de parar los ómnibus.

«PERO VENÍ, ABRÍ LA PUERTA, GOLPEÁ LA MESA», gritaba el sindicalista, notando que De Vargas no había realizado gestos agresivos. La provocación transparente: te invito a comportarte como un macho, y cuando no lo hacés, te marco como cobarde. Es la misma dinámica de las asambleas sindicales donde el voto no es secreto, donde el que disiente es marcado, donde la democracia es una pantomima bajo la mirada vigilante del aparato.

De Vargas cayó en cada trampa. «¿Me voy a c…r porque esté el Fogata Bermúdez acá?», respondió con bravuconería defensiva. «No tenés idea con quién estás hablando, no seas p……o», agregó, intentando restablecer jerarquía mediante el insulto. Mencionó que había entrevistado a presidentes, pero el sindicalista ya controlaba la narrativa.

El momento de quiebre: «VENÍS A HACER UN EDITORIAL CON MICRÓFONO QUE PARECÉS FRANK SINATRA Y HACÉS PREGUNTAS P……S SIN NINGÚN SENTIDO Y DE C…N». Triple humillación: estética (Frank Sinatra), intelectual (preguntas pelot…s) y masculina (c…n).

La violencia física que siguió confirmó que De Vargas había perdido en el terreno de las palabras. En una cultura donde la masculinidad se construye sobre dominación y agresión, los puños se convierten en el último recurso del ego herido.

El sindicalista nunca dice «yo no le tengo miedo a Bermúdez». Solo insiste en que De Vargas sí debería temerle, proyectando su propio terror como desafío. Bermúdez funciona como el «hermano mayor» simbólico, la autoridad ausente invocada pero nunca contradicha.

¿Y si todo fue calculado? ¿Si el sindicalista buscaba provocar la agresión física? La víctima de violencia siempre gana la batalla moral, especialmente con cámaras grabando. «Me pegó en vez de llamar a Bermúdez» se convierte en «me pegó en vez de poder responder sobre la auditoría».

Este episodio es un microcosmos de nuestra degradación del debate público. Un intercambio sobre transparencia financiera se convirtió en competencia de masculinidad. La manipulación psicológica reemplazó al argumento racional. El fantasma de Bermúdez resultó más poderoso que cualquier evidencia concreta.

Lo más trágico: después de los golpes, seguimos sin saber qué pasó con esos 600.000 pesos. La cortina de humo funcionó perfectamente. La auditoría quedó enterrada bajo el escándalo de la agresión. Mientras tanto, los millones desviados del FOSVOC, del INEFOP, de ADEOM siguen siendo apenas la punta del iceberg de una corrupción sistémica que nadie quiere auditar en serio.

Y es que después de 25 años de este régimen del miedo, ¿Quién se va a atrever? Los que intentaron hacer preguntas terminaron golpeados, amenazados o expulsados. Los que quisieron formar sindicatos independientes fueron aplastados. Los que pretendieron auditorías reales encontraron puertas cerradas y silencios cómplices. El sistema se perpetúa porque el miedo lo lubrica todo: desde la asamblea sindical donde votan a mano alzada bajo la mirada del matón de turno, hasta el ministerio donde el funcionario firma lo que le piden antes que enfrentar un paro eterno.

Quizás esa era la verdadera función de invocar a Fogata Bermúdez: el prestigitador que distrae con una mano mientras la otra hace desaparecer las preguntas incómodas. Y De Vargas, al caer en la provocación, se convirtió en el asistente involuntario del truco.

Luego de 25 años donde el músculo le ganó al argumento, donde el que pega más fuerte se lleva la caja, donde el miedo paraliza tanto a víctimas como a supuestos fiscalizadores, ¿Quién va a dar el primer paso?

La próxima vez que alguien invoque obsesivamente a un ausente en medio de una discusión, pregúntense: ¿a quién está tratando de asustar realmente? ¿A su interlocutor o a sus propios demonios? Y cuando la respuesta sea la violencia, sepan que no están presenciando fuerza, sino el colapso total de la razón ante el espejo implacable del miedo propio proyectado en el otro.

Un miedo que lleva 25 años gobernando Uruguay desde las sombras, con nombres y apellidos que todos conocen -aunque ahora al Fogata Bermúdez le hayan dado de baja- la conducta persiste y nadie se atreve a denunciar a fondo… hasta que alguien, como el nuevo sindicato de la pesca, decida que es hora de romper el círculo. Aunque le cueste caro.

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