
Es difícil pensar que un ciudadano hoy, en el Uruguay, tenga alguna incidencia en las acciones del Estado. Es difícil no ver a ese mega-aparato como algo totalmente ajeno, fuera control.
Más allá de la ceremonia (llena de simbolismo) del acto electoral ciclo tras ciclo, el Estado funciona con vida propia, enajenando al individuo, manejado en sus laberintos por burócratas y corporaciones: político-sindical-empresarial.
Se discuten presupuestos de miles de millones, proyectos de cientos de millones, deudas, impuestos, y de paso viajes y caterings versallescos. Se celebran proyectos de ley autorreferenciales y autocomplacientes, intervenciones en eventos internacionales igual de desconectadas de las urgencias de los ciudadanos, eventos costosos y vacíos (“pan y circo”), empleados inamovibles, jornadas de 6 horas, y en caso de mal desempeño: juicios contra el Estado que pagamos todos, con improbable responsabilidad de algún miembro del aparato estatal.
La enajenación y distancia no solo está vinculada al ejercicio del poder, sirve también de escondrijo para desvirtuar percepciones. El Estado, cobarde por demás, se esconde detrás de otros para hacer el trabajo sucio. Usa a los empresarios como recaudadores, denominándolos con el eufemismo de “agentes de retención”: IVA, IRPF, IMESI entre otros impuestos, son recaudados por el empresario, vistiéndolo con las odiosas (y ajenas) ropas del Sheriff de Nottingham, distorsionando los precios del comerciante (diferencia entre lo que paga el consumidor y lo que cobra el comerciante) y los salarios (diferencia entre lo que paga el empleador y cobra el empleado).
Mientras tanto, el Estado se disfraza de “Robin Hood” dadivoso, usando los recursos de su saqueo encubierto para comprar voluntades y prometer cielos terrenales.
Al menos el 73.4% de los impuestos que cobra el Estado (IVA, IRPF, IMESI) los cobra a través de un tercero, sin dar la cara. ¡Cuán distinto sería si el Sheriff tuviera que tocar puerta por puerta para cobrar! Seguramente la relación de la ciudadanía con el gasto público y los impuestos sería muy diferente, mucho más consciente, madura y responsable.
Ante este estado de cosas, la Democracia se convierte ejercicio vacío, un acto suicida de legitimación de un aparato que solo brinda privilegios a los grupos que lo manejan. La elección brinda (al menos en la forma) la legitimidad que antes no tenían el Rey o el Déspota, siempre temerosos de una sublevación que pusiera cabezas a rodar y palacios a arder. Pero si ese acto termina siendo un ejercicio fútil, la legitimidad desaparece.
Claro que no es un fenómeno solo uruguayo. Autores como David Beetham, Peter Mair, Colin Crouch o Bo Rothstein se aproximan al vaciamiento de la Democracia (y sus instituciones, como los partidos políticos) y su secuestro por las corporaciones y con ello el deterioro de la confianza y legitimidad de los Estados.
“Abandonad toda esperanza vosotros los que entráis aquí.”
Mientras en los barrios la delincuencia campea por su respeto, los asentamientos se multiplican, la pobreza se extiende. Mientras siguen existiendo monopolios y oligopolios, públicos y privados que encarecen la vida, destruyen el empleo y solo sirven para garantizar privilegios. Mientras la Educación no educa, las empresas cierran, los padres quedan sin empleo: mientras el futuro se escapa, desde el Estado la solución siempre es: más gasto, más, más y más, los resultados… vendrán… quizás.
Se puede elegir a un partido o a otro, pero el Estado sigue blindado, a velocidad de crucero, allá lejos, fuera del alcance del ciudadano, devorando recursos y libertades. En el Uruguay ya han gobernado partidos de todos los signos, y el resultado es que, incluso habiendo voluntad, cualquier reforma requiere energías ciclópeas incluso para mover apenas un milímetro.
¿Quién, en el sistema actual, va a reformar la Educación? ¿Quién, en el sistema actual, va a liberar las relaciones laborales? ¿Quién, en el sistema actual, va a desmontar monopolios y oligopolios? ¿Quién va a liberar el mercado de la energía? ¿Quién va a bajar el gasto, a lograr que el Estado sea eficiente y brinde seguridad y justicia?
¿Quién puede lograr eso en el modelo actual? Nadie. No hay ningún partido que (aun queriendo y no es que quieran) pueda reunir la energía necesaria para lograrlo.
El país está trancado. Apretado como los neutrones y protones en el núcleo de un átomo, indesatable, como aquel nudo de Gordia: inmóvil.
El electorado es cada vez más consciente de ello y reacciona con abstencionismo, voto en blanco, votación a “outsiders” y en más de una latitud, elección de líderes populistas que prometen barrer con el establishment. El electorado se frustra, lo inunda el hastío. No ve salida, al menos con las mismas reglas.
Cortando el nudo uruguayo: desatar la energía contenida
Así como el nudo de Gordia no podía ser desatado y tuvo que cortarlo Alejandro Magno, el sistema normativo e institucional uruguayo (ese que enajena al individuo e impide el progreso) no puede ser reformado. Cada intento sería (y de hecho es) aniquilado a la brevedad por sus eficaces anticuerpos.
Como la espada de Alejandro o el electrón que se dispara contra el núcleo, se necesita un solo movimiento, un tajo certero que desarme al monstruo sin una larga y sangrienta guerra de posiciones.
Este movimiento debe desmontar el andamiaje sobre el que se sustentan todos los poderes corporativos que han manejado al país hasta hoy, debe sacar la alfombra de debajo de los pies: un cambio que, de una, genere estructuras de gobierno con gran legitimidad y haga posibles todas las reformas.
Todo esto solo se logra, en mi opinión, convirtiendo al Uruguay en una Confederación Cantonal, llevando la soberanía a cada uno de los 19 departamentos y desmontando, en su mayoría, el gobierno central.
Destrucción de los poderes que frenan el cambio, responsabilidad directa de cada ciudadano (madurez) con vinculación entre sus decisiones y las consecuencias, 19 alternativas administrativas que permiten a los ciudadanos moverse allí donde se sientan mejor, en resumen: rescate de la democracia secuestrada por las corporaciones, liberación de la sociedad hacia los cambios que considere en cada una de sus unidades administrativas.
No parece que este pueda ser un movimiento liderado por ninguna parte del interesada sistema (ni políticos, ni sindicalistas ni empresarios asociados al Estado), sino un movimiento ciudadano, telúrico, de recuperación de la soberanía.
Alguien dirá que es una utopía. Respondo con dos preguntas: ¿qué otra salida real tenemos, y cuántas décadas más estamos dispuestos a perder? Suiza lleva funcionando con cantones soberanos desde 1848 y nadie discute hoy su legitimidad democrática ni su prosperidad paradigmática. A ellos les costó siglos descubrir que la única forma de vivir en paz era dejar de pretender que un solo modelo les sirve a todos y que la legitimidad democrática radica en la cercanía. Nosotros podemos ahorrar todo ese tiempo: copiar directamente la solución que ya funciona hace 177 años y convertirnos, realmente, en la Suiza de América.