
En un país donde el ciudadano común mira el precio de la colita de cuadril con la misma expresión que un penitente frente al confesionario, y donde el gobierno pronuncia la palabra “austeridad” como si fuera un mantra tibetano, la Cámara de Representantes de Uruguay decidió dar un salto cualitativo y redefinir la alta cocina del despilfarro. Porque si hay algo que históricamente divide a los uruguayos es el punto exacto del asado. Pero hay algo peor que discutir si va jugoso o seco: ver cómo algunos se compran el asado, o al menos la tablita, con la plata de todos.
La Cámara baja resolvió que la solemnidad de las fiestas de fin de año no puede sostenerse sin 600 sets de parrilla. Cada uno incluye tabla de madera o bambú, cuchillo, tenedor y un estuche de símil cuero, porque la austeridad también puede ser elegante. El lote fue destinado a diputados, funcionarios y policías que custodian el recinto. El «gasto responsable» fue hecho añicos con cuchillos financiados por el contribuyente.
Conviene aclararlo, por si alguien se confunde: no estamos hablando de respiradores para terapia intensiva, ni de vacunas, ni siquiera de yerba para acompañar el mate amargo de la inflación. Estamos hablando de tablas y cubiertos. Madera y metal. Objetos que cualquier mortal compra con su sueldo. Solo que estos, una vez más, los pagamos entre todos.
Y como si el gesto no fuera suficientemente delicado, el numerito cerró en casi 500.000 pesos. Medio millón que salió de la caja estatal, repartido con la naturalidad con la que se reparte pan bendecido después de misa. Amén.
La tragicomedia de la devolución
Aquí arranca el primer acto de esta obra de teatro burlesca: Tres diputados de la oposición (sí, solo tres), Gabriel Gurméndez, Juan Martín Jorge y Gerardo Sotelo, intentaron devolver el set de parrilla que les regaló el Parlamento. Sí, devolverlo.
No conformes con criticar el gasto innecesario, quisieron hacer algo todavía más subversivo: rechazar el regalo.
Pero apareció el Estado. Siempre aparece.
La respuesta administrativa fue impecable en su absurdo: no existe protocolo para aceptar devoluciones de regalos institucionales una vez entregados. El Estado uruguayo, esa maquinaria burocrática de engranajes eternamente grasosos, puede gastar sin pestañear, pero no sabe retroceder cuando el ridículo ya pasó el punto de cocción.
Funciona como una aspiradora programada para limpiar la casa, solo que sin botón de apagado. Aspira recursos, traga presupuesto y sigue girando aunque esté chocando contra la pared del sentido común.
La lógica interna del sistema es cristalina:
1. Gastamos
2. Pagás vos
3. No hay devoluciones
Una ironía digna de Kafka, si no fuera tan dolorosamente real.
Donar, sortear y seguir como si nada
Como el Parlamento no aceptó la devolución y porque la vergüenza no cotiza en Montevideo como activo contable, los tres sets terminarán donados o sorteados entre la audiencia de un programa radial.
Traducido al idioma contribuyente: “Mirá, compramos un set de parrilla con tu propia guita… y ahora participá para ganarlo.”
No tiene precedentes, pero encaja perfectamente en la lógica del despilfarro institucional. Todo cierra. Mal, pero cierra.
Un clásico parlamentario con cubiertos nuevos
Este episodio no es una excepción. Es una tradición. La Cámara de Diputados acumula una larga historia de obsequios de fin de año para legisladores y funcionarios: vinos, billeteras, agendas, yerberas. Siempre algo. Siempre pagado por nosotros.
Cada gestión parece convencida de que más regalos y más gasto equivalen a mejor administración. Como si los privilegios (para ellos) fueran un derecho humano fundamental y el presupuesto público una piñata infinita que nunca se vacía.
Mientras tanto, en la calle, la gente escucha hablar de “ajuste”, “contención del gasto” y “responsabilidad fiscal”, y observa cómo el mismo Estado que le pide apretarse el cinturón regala cubiertos que podrían comprarse sin esfuerzo con sus sueldos obscenamente altos en cualquier feria.
Puede parecer burla, pero debajo del humor hay algo más triste que gracioso. Cuando la política de Estado cuida con más cariño los regalos que los recursos públicos, la crisis de credibilidad no sorprende a nadie.
Es como si el Parlamento dijera: “Sabemos que la economía está complicada, pero no podés festejar sin una tabla de asado premium.”
Mientras tanto, los trabajadores cuentan los pesos y recalculan si este mes hay carne o solo fideos. Las brasas están encendidas, sí. Pero no por el fuego del asado, sino por la indignación que se cocina lento…
La próxima vez que alguien hable de austeridad, acordate de este menú estatal: cortes finos para los elegidos (ellos), huesos para el resto (nosotros).