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Contraviento

11-S: el día en que la barbarie y la ruindad se dieron la mano

11 septiembre, 2024

 

“La vista desde la cima puede ser muy solitaria” Cat Stevens (The view from the top can be, so very lonely) 1967

 

La realidad de las acciones humanas, no pocas veces, suele sobrepasar la capacidad del lenguaje para expresar, con un mínimo de fidelidad, actos que rebasan la lógica y la razón. Son esos casos en los que el horror no puede ser descripto con las palabras que solemos utilizar para narrar lo comprensible, aquello que comprendemos como parte de esa realidad, porque excede cualquier noción que antes hayamos tenido de ello.

Es en esas circunstancias que la ficción, que no es otra cosa que una dimensión distinta de la vida acude en nuestro auxilio para decir eso que, de otro modo, no podríamos narrarlo ni, mucho menos, darle un significado.

La cita de Cat Stevens, poeta y cantautor británico de origen griego-chipriota-sueco que en los años 70 se convirtiera al islam, es de Frédéric Beigbeder, periodista y escritor francés, autor de la novela “Windows on the world”. En ella narra, minuto a minuto, el tiempo eterno de una hora y cuarenta y cinco minutos que van desde el impacto del primer avión y el derrumbe de la Torre Norte, durante los cuales Carthew Torston, un inmobiliario cuarentón divorciado, comparte la tragedia con sus dos hijos pequeños, con los cuales compartía un desayuno en el, todavía, exclusivo Piso 107 del WTC de New York.

En palabras de Gérard de Cortanze de “Domaine Francais”, el libro confiere a la literatura la misión fundamental de decir lo indecible.

Windows on the world: viendo al mundo caer

 

Con prescindencia de cuánto tiene de ficción y cuánto de realidad, todo en él toma cuerpo del más espantoso horror, el de enfrentar a una persona común, acompañado de la más común de las compañías, sus niños, al espanto de lo desconocido, la desesperación de intentar una huida imposible, un escape de donde lo primero que se ha derrumbado es hasta la más mínima certeza.

A modo de resumen, del por qué escribió ese libro, sentado como Torston a la mesa de una café desde el Piso 56 de la Torre Montparnasse de París, el autor sintió que el mundo del Siglo XXI tuvo su repentina y brutal acta de nacimiento en New York el 11 de septiembre de 2001.

Tras su lectura, este columnista dejó consignado que aquel día, también se había inaugurado la auténtica y más terrible globalización, la del terror. Fue el día en el supimos que, en adelante, nadie estaría a salvo en ningún lugar y que víctima podría serlo cualquiera, desde el más insignificante hasta el más poderoso, porque para el terror no habría explicación ni justificación. Es más, es desde entonces que comenzamos a entender que, precisamente por ello, es que el terror adquiere su verdadera dimensión bestial.

Esto, quizás, no haya sido lo peor

 

«Si la lección global del horroroso Siglo XX no sirve de vacuna, el inmenso huracán bien podría repetirse» Alexandr Solszenitzin

Quedó dicho en la red social “X” con estas palabras “que la barbarie que llevó a la muerte a 2997 civiles, niños, mujeres, ancianos, quizás no fue lo peor. Lo peor, tal vez sea que olvidemos que hubo gente, mucha gente, pueblos enteros, que festejaron la muerte”.

Poco más de una hora después de iniciado un viaje desde Salto a Montevideo, mientras completo combustible en la cercana ciudad de Paysandú, observo en la pantalla del televisor instalado en el Coffee Shop de la estación de servicio, unas imágenes que no termino de entender. Supuse una película de cine catástrofe, pero no casaba con la gente que, allí parada, observaba incrédula el espectáculo de un enorme avión estrellándose contra una gigantesca torre, vagamente reconocible.

Como al protagonista del libro, ese día todo se volvió, desde ese momento, en relativo. Lo hizo el tiempo, porque debió ser el viaje más largo de todos cuantos había hecho hasta entonces entre esas dos ciudades. Otro tanto sucedió con las urgencias y prioridades. Si debía llegar a cierta hora, que ya no importaba, para cumplir determinado compromiso, también eso sería postergable.

Decidido a tratar de entender qué era en realidad lo que estaba pasando, hice mediodía, ya no recuerdo sin en Trinidad o San José. Sí recuerdo un hecho que entonces me pareció anecdótico, pero luego se transformó en una suerte de obsesión. Sentado a la mesa de un pequeño parador, lo más cerca del televisor que me fue posible, seguía absorto lo que se seguía conociendo de los terribles hechos, y las imágenes excedían -siempre lo hacen, malditas sean- con creces las que cualquier película del género, cuando reparo en una persona, a la que reconozco como un alto cargo de la Educación del momento, en un estado de euforia como si el Seleccionado hubiera obtenido el Mundial. Literalmente, festejaba, aquellas dantescas imágenes de destrucción y muerte.

Tratando de entender a la sinrazón

 

«Hay un momento en el cual todo viaje se convierte en pesadilla» Rosa Montero (La loca de la casa)

Entre la tarde y la noche de ese largo día, no pararía de ver, una y otra vez, esas y otras escenas, pero también lo que los cronistas llamaban las reacciones a los atentados, con su saldo de 2997 muertos.

A lo largo y ancho del mundo, con énfasis en los países del mundo musulmán, enfrentados a muerte con EEUU, las masas se habían volcado a las calles a festejar su triunfo. El de las víctimas -ellos, los festejantes- contra el imperialista opresor -aquellos, los muertos bajo toneladas de escombros-.

Peor que aquello, hasta cierto punto, si no justificable, por lo menos comprensible, fue lo sucedido en países que bien poco tenían para agraviarse con los Estados Unidos y, en muchos casos, bastante le debían.

Quedaron, para siempre incrustadas en un rincón de la memoria, junto con algunas de las más horrendas “reacciones” de actores políticos y sociales, conocidos como antiestadounidenses cerriles, como la execrable Hebe de Bonafini (Dios la haya devuelto al infierno) a la que vale la pena citar textualmente: «Por primera vez le pasaron la boleta a Estados Unidos. Yo estaba con mi hija en Cuba y me alegré mucho cuando escuché la noticia. No voy a ser hipócrita con este tema, no me dolió para nada el atentado. Me puse contenta de que, alguna vez, la barrera del mundo, esa barrera inmunda, llena de comida, esa barrera de oro, de riquezas, les cayera encima«.

Costó internalizar todo aquello, ese maremágnum de hechos impensados, imprevisibles y, todavía, inexplicables.

Sin embargo, uno podía intuir que había algo más que la represalia del integrismo islámico por la intervención de EEUU en Oriente Medio y el enfrentamiento con Al Qaeda.

A medida que transcurría el tiempo, y que se conocía los nombres y fotos de los terroristas, así como algunas informaciones de cómo habían llegado a desarrollar ese plan -que si alguien lo hubiera mencionado un tiempo antes sonaría a delirio- en las propias narices del Imperio, tenías la sensación de que, junto con los miles de toneladas de hierro, cemento y cristales, y los restos de las tres mil víctimas, había caído un símbolo, poderoso símbolo, del poder hasta entonces inexpugnable.

No eran solamente los Torres Gemelas, era el capitalismo el golpeado, era el Occidente decadente y ateo el que se caía en pedazos. Era un símbolo de la riqueza, de la opulencia y la ostentación. Junto con todo ello, era la idea de que, sin importar nacionalidades ni etnias, lo que había sido golpeado era al judaísmo sionista, el aliado carnal del Imperio.

Al fin y al cabo, para las izquierdas del mundo, golpear al corazón del Tío Sam, era pegarles a los judíos, al odiado sionismo, y para todos ellos, Israel bien valía un atentado a lo grande, mucho más que treinta AMIAs.

El 7-O, o el eterno retorno

 

 «Una bestia jamás podría ser tan cruel como el hombre, tan artística y estéticamente cruel» Fiodor Dostoievski (Los hermanos Karamázov)

Veintidós años y veintiséis días después, casi un cuarto de siglo que es mucho tiempo para nosotros, pero nada para historias viejas, caían otras Torres, las de la seguridad del territorio israelí a manos de su enemigo mortal, la organización terrorista islámica que desde 2007 esclaviza la Franja de Gaza.

No abundaremos en ello, porque todo está muy fresco y la oscuridad en la que permanecen más de cien rehenes, cada vez es más ominosa.

Sin embargo, hay algunos aspectos de este nuevo pandemónium desatado en Israel, y luego en Gaza con los rehenes, que no deben ser soslayados.

Uno de ellos, es que parece al columnista que en materia de terror puro y duro, por el grado de planificación casa por casa de las víctimas, el grado de violencia extrema, filmada y difundida en tiempo real, con una saña vejatoria nunca antes expuesta -que no digo nunca antes cometida, que seguramente sí, que el mundo es añejo en barbarie- y con un afán propagandístico de los aspectos más sórdidos de todo ello que roza lo pornográfico.

Los humanos que compartimos especie con estas bestias, nos sentimos que hemos descendido un círculo más hacia el infierno de la autodestrucción.

El otro u otros aspectos en los que la columna quiere poner el énfasis, y que entiende tienen un hilo conductor muy claro que nos retrotrae hasta el 11 de septiembre de 2001, es en las reacciones que a partir del horripilante pogromo se produjeron.

El lector desprevenido podría pensar que esas reacciones tendrían que ver con una unánime indignación con los salvajes victimarios y una igual empatía extendida con las víctimas violadas, torturadas, profanadas, secuestradas, desaparecidas.

No, estimado lector. No es así.

Apenas si, tras el estupor, que para los gazatíes se tradujo en eufóricos festejos y actos de necrofilia incompatibles con la mera condición humana, hubo unas más que mesuradas reacciones, no ya del mundo musulmán que prefirió mirar hacia el costado -por parte de sus dirigentes, porque desde la plebe bien que se festejó también-, sino del propio Occidente del que, hasta esa fecha, Israel creía ser parte.

Sin que cesara nunca el bombardeo diario de Hamás sobre objetivos civiles israelíes, bastó que el Ejército israelí ingresara a la Franja para una tan previsible como obligada represalia, que antes que otra cosa tendría por objeto recuperar los más de 200 rehenes, para que volviéranse las tornas y un rápido y creciente coro de ONGs, activistas, políticos y operadores de toda ralea, saliera a pedirle al árbitro “condena al Genocidio ya”.

Lo que ha sucedido desde entonces, en los once meses transcurridos, es harto conocido.

Una vieja historia que se repite

«Todo huele a una soledad antigua» Reinaldo Arenas (El palacio de las blanquísimas mofetas)

El viejo antijudaísmo, que desde los Juicios de Núremberg se apacentaba con bíblica paciencia, vestido bajo el ropaje del políticamente correcto “antisionismo”, brotó como setas bajo la lluvia.

Una variopinta ensalada de odios y rencores, bajo etiquetas tales como el consabido antiimperialismo (exclusivamente yanki, se entiende- pasando por los manidos anticapitalismos, sospechosos de islamofobia, opresores y genocidas, el antisemitismo hizo su vuelta triunfal.

Despojado de culpas y, envuelto en sacralizadas kufiyas, copó hasta los, otrora, templos del saber occidental: los campus universitarios.

Con esta nueva versión del derribo de las Torres, ahora en Israel bajo la modalidad del pogromo, creemos que queda meridianamente claro que las reacciones a aquella atrocidad del 11-S son las mismas que las que siguieron a la vesania desatada por el neonazismo palestino, encarnado en Hamás, hija dilecta de la Hermandad Musulmana.

Se trata del primigenio antisemitismo, que, tras siete décadas de guerra fría, batalla cultural y deconstrucciones varias, derivaron en un acendrado auto-odio de Occidente por sí mismo.

A riesgo de caer en un lugar común, el de traer a colación a Hannah Arendt, nos parece que el mal, con su estela de violencia y barbarie, ha recuperado su rol central en la historia, y que, en cambio, lo que se ha banalizado es el bien.

Si es que tal cosa, existe hoy en día. Permitámonos, con la razón en la mano, dudar de ello.

 

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