
Miguel H. Otero*
Con el paso de los años, narcotraficantes y revolucionarios se han fusionado en una sola entidad: ejércitos armados como el Ejército de Liberación Nacional – ELN- o las ex FARC
Durante su pastosa intervención en la Asamblea General de las Naciones Unidas -el 23 de septiembre- Gustavo Petro, presidente de Colombia, ha sostenido que el Tren de Aragua no es un grupo terrorista, sino una organización de la delincuencia común. También ha dicho que los narcos que transportaban bultos -probablemente cocaína-, cuyas lanchas fueron destruidas por fuerzas militares de Estados Unidos, eran «jóvenes sin opción». Acusó a Donald Trump de autorizar el lanzamiento de misiles contra personas «que simplemente querían escapar de la pobreza».
No es posible obviar que este poderoso defensor y legitimador de la delincuencia organizada -nada menos que el presidente de una nación de casi 53 millones de habitantes-, fue miembro activo del Movimiento 19 de Abril -el M19-, organización en cuyo expediente se acumulan secuestro de personas, de aviones, hundimiento de un barco que transportaba armamentos, asalto a un arsenal, batallas con fuerzas militares, entre otras, y la que se constituyó en la joya de la agrupación: la Toma del Palacio de Justicia en Bogotá en 1985, cuyo balance habla de la calaña de sus integrantes: 101 muertos y 11 desaparecidos. Numerosos historiadores han calificado este ataque como uno de los peores actos terroristas de la historia de Colombia y América Latina, a cargo de una estructura de la delincuencia organizada.
Desde el momento en que el castrismo comenzó a promover y crear grupos guerrilleros con el objetivo de tomar el poder en varios países de América Latina, se inició un proceso de mutua atracción que, con el paso de los años, se expandió e intensificó: hablo del vínculo entre guerrillas de supuesta inspiración marxista-leninista y/o maoísta (especialistas en el secuestro de inocentes, asaltos a bancos, asesinato de militares y policías, cobro de vacunas o brutales ataques terroristas, principalmente utilizando explosivos de alta potencia), y bandas dedicadas a narcotráfico.
En decenas de testimonios periodísticos o publicados en libros, y en innumerables estudios académicos, se narra cómo en muchos lugares del continente, la colaboración entre delincuencia política y narcotráfico no tardó en producirse de muchas formas: localización y compra de armas, intercambio de información sobre operaciones militares o policiales, solución de problemas logísticos o de suministros. Los narco ejércitos no tardarían en adoptar y usar el lenguaje y la retórica revolucionaria. Y, de la otra parte, las guerrillas asesinas, inmediatamente escogieron un atajo para financiarse: incorporándose al enorme negocio del tráfico de sustancias ilegales desde América Latina hacia Estados Unidos y Europa.
No se me escapa que estos gruesos trazos que he dibujado hasta aquí tienen variantes, matices, irregularidades y claroscuros. No pretendo agotar una cuestión sobre la que se han escrito, no cientos de miles sino millones de páginas en varias lenguas. Pero lo que sí puedo ofrecer como una conclusión firme, es que con el paso de los años, narcotraficantes y revolucionarios se han fusionado en una sola entidad: ejércitos armados como el Ejército de Liberación Nacional -ELN- o las ex FARC, al mismo tiempo que ocupan territorios y controlan todas las fases de producción y exportación de cocaína a Venezuela, mantienen, con un descaro que sobrepasa cualquier expectativa, la hueca jerga de la revolución y la liberación de los pueblos.
Convertida en una estrategia -estrategia de desestabilización del sistema, de demolición de la democracia, de rompimiento de las lógicas sociales e institucionales-, el avance de la delincuencia hacia la política como tapadera ha alcanzado extremos como este: las FARC incorporadas al Foro de Sao Paulo; narcoguerrilleros que son alcaldes u ocupan posiciones gubernamentales; ejércitos y redes de sujetos armados que controlan aldeas, pueblos o zonas enteras de ciudades, incluso de grandes urbes; unidades feroces y armadas del ELN, a las que el narco régimen de Maduro entrega pedazos de territorio venezolano, explotaciones mineras, control de la circulación en ciertas zonas, vigilancia política de personas, familias y comunidades.
Ha ocurrido y sigue ocurriendo, que el narcotráfico influye, penetra, controla y neutraliza a políticos, autoridades ejecutivas, parlamentarios, jueces, policías, gremios, sindicatos y hasta periodistas. Compra voluntades, amenaza, extorsiona y asesina a quienes se interponen en la ruta de sus intereses. Esta es una realidad que ahora mismo se reproduce en México, Argentina, Perú, Ecuador, Colombia, Brasil y Honduras, entre otros países.
Sin embargo, el caso de Venezuela tiene un carácter estructuralmente distinto: un cartel narcoterrorista se ha hecho con el control del Estado, hasta resultar una sola entidad: un narco Estado, en el que los poderes públicos, las instituciones, los organismos de seguridad, el poder electoral, los tribunales y las instancias judiciales, la fiscalía, las policías, las empresas públicas y más, todo está anudado en una sola y omnipotente red, cuya principal tarea consiste mantener y fortalecer el narco poder, mientras las operaciones de recepción y envío de cocaína hacia otros países continúa sin mayores interrupciones.
* reproducido de El debate.com