
«¿A quién le importa? No genera ganancias», responden algunos, ante la ignorancia y desconocimiento de cómo se construye la conducta en los humanos y cómo generamos los contextos para hacer posible los resultados que queremos materializar al tiempo de que nos hagan bien a todos sin restringir y controlar.
Mientras discutimos sobre dividendos y márgenes de utilidad, el tejido mismo de nuestra experiencia humana se deshilacha en silencio. Estas cuestiones aparentemente etéreas —cómo pensamos, qué elegimos observar, cuándo decidimos detenernos— no cotizan en bolsa pero son las que determinan cada interacción e inversión en la bolsa de valores o en el político de turno, cada decisión, cada momento de alegría o desesperanza personal, familiar o laboral. Son los hilos invisibles que tejen la realidad cotidiana: el jefe que no puede ver más allá de su ideología gerencial, la pareja que construyó su identidad sobre heridas antiguas, el vecino que cambió la curiosidad por consignas. Lo «improductivo» de la reflexión es precisamente lo que construye o destruye mundos enteros. Porque la realidad no es un escenario neutro donde actuamos; es la proyección colectiva de millones de mentes que eligieron, cada una en su pequeña esquina del universo, entre observarse o desaparecer, entre la complejidad humana o la simplicidad excluyente y confusa. Y así, mientras contamos monedas, perdemos continentes enteros de posibilidad humana.
Detenerse, observar, observarse. Tres verbos que definen la esencia humana y que hemos olvidado en nuestra carrera frenética hacia ninguna parte. ¿Hacia dónde vamos? Hay personas, empresas o gobiernos que viven corriendo sin embargo no han avanzado nada en los últimos 5 años.
Lo humano no reside en las banderas que izamos ni en los credos que recitamos, sino en esa pausa silenciosa donde surge la reflexión genuina ya que la ausencia de reflexión restringe la mirada y el exceso de reflexión restringe el mundo en el que vivimos.
En las planicies africanas, quien se detenía demasiado a contemplar era devorado; quien cuestionaba al líder tribal era expulsado. Hoy, esos mismos circuitos neuronales nos empujan hacia la superficialidad vertiginosa de las redes sociales así como a la adhesión ciega de ideologías que prometen certezas absolutas.
Cuando se hacen a las ideologías más grandes que nosotros mismos ¿Dónde queda lo humano? Queda humanamente ausente en su presente sin distinguir entre ilusión y percepción, queda ciego en el automatismo sin darse cuenta. La tentación de la certidumbre es químicamente irresistible. Cuando adoptamos una postura rígida —política, emocional o existencial— el cerebro libera un cóctel neuroquímico que nos hace sentir seguros, correctos, superiores. Es más fácil ser fanático que ser humano. Más cómodo repetir consignas que habitar la incertidumbre fértil donde germina el pensamiento auténtico.
Observemos el fenómeno y saquemos las intenciones: individuos que alguna vez fueron curiosos y multifacéticos se reducen a avatares unidimensionales. Su complejidad interior se aplana hasta convertirse en un eslogan. La amígdala secuestra al córtex prefrontal; la reacción sustituye a la reflexión. Ya no hay persona, solo hay posición. Ya no hay matices, solo blanco y negro. Ya no hay preguntas, solo respuestas prefabricadas.
El culto contemporáneo a la tristeza perpetua, el trauma y drama opera bajo la misma lógica. Transformar el dolor en identidad es otro modo de evadir la tarea humana fundamental: mirarse sin filtros, aceptar las propias sombras y luces, sostener la ambigüedad inherente a estar vivo. Algunos prefieren la cárcel conocida del sufrimiento crónico antes que aventurarse en el territorio salvaje de la transformación reflexiva. Otros prefieren las drogas que representa «el miedo a uno mismo así como el comunismo representa el miedo a los demás» diría el Señor Escohotado.
Pero aquí está la paradoja biológica: somos los únicos animales capaces de observar nuestros propios procesos mentales, la inteligencia artificial no se observa a sí misma. Esto no es un lujo evolutivo; es nuestra característica definitoria. Un perro no puede preguntarse por qué ladra; nosotros sí podemos interrogar nuestras reacciones automáticas y eso es lo que nos hace humanos. En esa brecha entre estímulo y respuesta habita nuestra humanidad.
Recuperar lo humano exige un acto de coraje cotidiano: elevar la mirada sobre la gratificación instantánea de tener siempre la razón, «señal de un espíritu vulgar» diría Albert Camus. Requiere sentarse con la incomodidad de no saber, de cambiar de opinión, de reconocer que el otro —ese que piensa distinto— también navega su propia búsqueda de sentido. Implica soltar el salvavidas de las certezas absolutas y aprender a flotar en el océano de lo incierto y sobre todo implica humildad.
La neuroplasticidad nos revela una verdad esperanzadora: podemos reconectar nuestros circuitos. Cada vez que elegimos la pausa sobre la reacción, la pregunta sobre la afirmación categórica, la vulnerabilidad sobre la armadura ideológica, estamos literalmente recableando nuestro cerebro al tiempo que elegimos ser humanos.
En esta época de algoritmos diseñados para explotar nuestros sesgos tribales, de discursos que polarizan para monetizar la emigración, los partidos políticos, la indignación o el sufrimiento, el acto más revolucionario es no desaparecer dentro de una ideología.
Lo humano reaparece en el silencio entre dos pensamientos, en la duda honesta y en la capacidad de sorprendernos con nuestras propias contradicciones. Éste resurge cuando dejamos de defender territorios mentales y comenzamos a explorar el vasto continente interior que llevamos dentro. Porque al final, las ideologías son mapas; pero el territorio real es la consciencia humana en toda su desconcertante riqueza.
Desaparecer es fácil. Permanecer humano es el trabajo de toda una vida, porque no somos humanos sino que nos hacemos humanos en la convivencia.