
Hace poco me preguntaron qué opinaba sobre el conflicto entre el Gobierno uruguayo y el astillero español Cardama.
Respondí con total sinceridad: “Nada.”
Y no por desinterés político, sino porque, más allá de algún titular leído al pasar, no tengo idea de los pormenores del asunto. Y si hay algo que aprendí con los años, es que opinar sin saber es como intentar hablar bajo el agua: se hace mucho ruido, pero el resultado es un desastre.
Aun así, y solo para entender el contexto, leí por encima que el lío gira en torno a un contrato de más de 90 millones de dólares para construir dos patrulleras oceánicas (OPV) para la Armada Nacional.
El gobierno del presidente Yamandú Orsi decidió cancelar el acuerdo y presentar denuncias penales y civiles contra Cardama, alegando “fuertes indicios de fraude o estafa al Estado uruguayo”.
El punto crítico parece ser la garantía de fiel cumplimiento, que la empresa demoró en presentar durante meses. Y cuando finalmente lo hizo, la garantía resultó sospechosa: provenía de una aseguradora llamada EuroCommerce, que al ser investigada resultó ser una “empresa de papel”, en liquidación, sin oficinas reales y con un único director ruso.
Mientras tanto, el gobierno, que ya había adelantado unos 30 millones de dólares, busca aclarar el posible fraude, y Cardama insiste en que todo está en regla y que los barcos siguen en construcción.
Hasta ahí llego. No entiendo el conflicto, no sé quién tiene razón, y,para serte honesto, tampoco me interesa demasiado. Pero este episodio me llevó a reflexionar sobre algo mucho más general:
La Dictadura de la Opinión
Vivimos en una época en la que callar parece un pecado.
Si no opinás, te miran raro. Si decís “no sé”, te toman por desinformado, tibio o cobarde.
Nos hemos acostumbrado a pensar que tener una opinión sobre todo, es un signo de inteligencia o compromiso, cuando en realidad, muchas veces, es solo una forma más elegante de exhibir ignorancia.
El fenómeno tiene nombre y apellido: el efecto Dunning-Kruger, ese sesgo cognitivo por el cual las personas menos preparadas tienden a sentirse más seguras de sus (des)conocimientos que quienes realmente saben.
Cuanto menos se entiende un tema, más fácil resulta hablar de él con absoluta certeza.
Y en tiempos de redes sociales, esa combinación de ignorancia y confianza, se volvió explosiva.
El Miedo a Decir “No Sé”
Parte del problema es que hoy, admitir desconocimiento, se percibe como una debilidad.
En un mundo donde todos parecen tener algo que decir, quedarse en silencio se confunde con desinterés o falta de carácter.
Pero en realidad, decir “no sé” exige una honestidad y valentía brutal. Nos enfrenta con nuestra vulnerabilidad intelectual. Y a nadie le gusta sentirse desnudo frente a los demás.
Por eso muchos optan por impostar conocimiento: opinan con convicción, citan frases sueltas, usan palabras que suenan importantes y repiten argumentos ajenos como si fueran propios.
El tono de certeza es una coraza: protege el ego, aunque deje al descubierto la falta de contenido.
El Círculo Vicioso de la Incompetencia
Lo peor es que quienes más ignoran suelen ser los primeros en subestimar a quienes realmente saben.
Así se forma un círculo vicioso difícil de romper:
1. Incompetencia inconsciente: no se sabe que no se sabe.
2. Exceso de confianza: se habla con seguridad porque no se percibe la propia ignorancia.
3. Desprecio por el experto: se minimiza la opinión del que estudió o tiene experiencia, porque “mi opinión vale igual que la de cualquiera”.
El resultado es lo que vemos todos los días: un océano de comentarios superficiales donde la gente discute sobre economía, medicina, energía nuclear o física cuántica con la misma soltura con la que opinaría del clima.
Y lo más irónico: esas opiniones, en lugar de sumar, erosionan la credibilidad de quien las emite.
La Humildad como Acto de Rebeldía
La verdadera sabiduría no consiste en tener respuestas para todo, sino en saber cuándo no hablar.
Como decía Sócrates, “solo sé que no sé nada”.
Reconocer la propia ignorancia no es rendirse; es el primer paso hacia el conocimiento real.
En un mundo saturado de voces opinando sin pausa, guardar silencio es casi un acto revolucionario.
Porque el silencio, cuando nace de la humildad y no de la indiferencia, no es vacío: es respeto por la verdad, por los demás y por uno mismo.
Tal vez lo que más necesitamos hoy no son tantos opinadores de ocasión, sino más aprendices pacientes.
Menos gritos y más preguntas.
Menos certezas fingidas y más curiosidad genuina.
El camino hacia el conocimiento no empieza con una afirmación, sino con una pregunta, y el humilde reconocimiento de nuestros límites.
Pero de ahora en más, si alguien me vuelve a preguntar qué opino del conflicto con el astillero Cardama (o sobre cualquier otro del que no domine información coherente y relevante) ya tendré preparada una respuesta más elaborada: “No lo sé… y me alegra no tener que fingir que sí.”