
Cuando Lula dice que los traficantes son “víctimas”, no hay un acto fallido. Desde siempre, los ideólogos progresistas absuelven al criminal y culpan a la sociedad.
Ya entró en la antología política la declaración del presidente Lula da Silva de que los traficantes son “víctimas de los usuarios”. Enseguida, temiendo los efectos electorales, intentó decir que fue una frase «mal colocada». Sus intelectuales de cabecera – siempre dispuestos a traducir toda estupidez lulista en tesis sociológica- nos dicen que el presidente sólo quería apuntar a la complicidad del consumidor en la cadena del tráfico. Perro no fue un acto fallido. Para nos ofrecen una especie de manual para entender la complicidad del consumo en la cadena del tráfico. Pero no fue así. Para Lula y la izquierda, el delito, en una sociedad capitalista, es un mero subproducto del medo, un reflejo de las desigualdades. La culpa, por tanto, es de la sociedad.
Desde Marx a Foucault, en cada generación los izquierdistas utilizan la fraseología de la «violencia estructural» para disolver las responsabilidades personales en la sociedad. El criminal es deconstruído como sujeto ético y es reducido a objeto de fuerzas externas. Los criminales dejan de ser sujetos y se convierten en objetos de fuerzas externas. No hay moral, no hay ética, no hay elección: solo “contextos de vulnerabilidad”, “precariedad del entorno”, “reeducación psicosocial”.
Sobre esa semántica profiláctica, la delincuencia se transforma en síntoma, y el delincuente, paciente de una patología colectiva diagnosticada por quien jamás esperó un ómnibus en plena noche. Y mientras el crimen avanza, los criminólogos disparan eufemismos. Esa retórica humanitaria no oculta una inversión moral: la compasión pervertida en condescendencia. La responsabilidad individual se traslada a la “opresión burguesa” y la pobreza elevada a virtud.
El progresismo cultiva la imagen del delincuente como símbolo de “autenticidad social”, mientras humilla al ciudadano que paga los impuestos y respeta la ley, como hipócrita y alienado. El delincuente pasa a ser el verdadero personaje de la resistencia» y se señala al trabajador como engranaje de la máquina de opresión.
La teología de la inocencia universal izquierdista redime víctimas perpetuas y condena a culpables abstractos: el «sistema», el «mercado», la «herencia colonial». “Pobreza es crimen”. Más que un instrumento de satisfacción narcisista, esa victimología es una herramienta de poder: un modo de capturar el monopolio de la virtud, exigir mandato para deconstruir «estructuras» y desmoralizar toda respuesta o reacción como «represión fascista».
Los ideólogos que sostienen al gobierno alternan garantismo y punitivismo al compás de la conveniencia política: rigor contra los adversarios, indulgencia con los aliados. Es la ética de los «compañeros»· travestida de teoría crítica. Los mismos militantes que celebran terroristas y dictadores, recriminan la punición a los delincuentes como «violencia estatal». Entre el sentimentalismo y y el cinismo, derraman de un puritanismo social en el que la pobreza es política. Pero en la realidad, la pobreza es criminalizada. Y los “compañeros” travestidos de teoría crítica: los mismos militantes que celebran la “resistencia” de los delincuentes criminalizan a la policía y denuncian la “violencia estatal”. Entre el sentimentalismo y el cinismo, derraman lágrimas por los bandidos y se hacen selfies con tiranos.
El Comando Vermelho heredó algo más que su nombre de las milicias marsistas de los años 70. De ellas aprendieron no sólo tácticas de guerrilla urbana, sino también el léxico de la guerra cultural. «Paz, justicia y libertad» rezaba el lema de la facción, mientras la contracultura otorgaba glamour a la delincuencia: «sea marginal, sea héroe!».
Hoy la izquierda festiva celebra a cualquier grafitero como un Rimbaud de periferia. Pero esa farsa revolucionaria se repite todos los días como tragedia. Jueces progresistas liberan criminales reincidentes (alegando que el «Estado de Derecho no admite futurología»), cierran hospitales siquiátricos y distribuyen psicópatas en «ambientes comunitarios». ONGs financiadas por facciones criminales filman documentales sobre «derechos humanos». Ministros y Secretarios de Seguridad quieren enfrentar a la delincuencia con asistentes sociales y campañas de reeducación. El resultado es un país en el que el miedo es rutina, y la ley, ficción.
La ideología del pobrismo fabricó una paradoja cruel: cuanto más la izquierda se compadece de los criminales, más se aleja de los pobres. El progresismo penal, que se presenta como un gesto civilizador, es en la práctica un lujo ostentado por elites protegidas en las torres de marfil de la academia o en barrios amurallados. Y los que pagan la cuenta son los pobres. Son ellos los que ven a su hijos engañados, su vida devorada por una guerra edulcorada por la retórica progresista.
Ninguna sociedad puede prosperar cuando transforma la justicia en «opresión» y al delincuente en «oprimido». Brasil ya experimentó lo suficiente esa moral bastarda. Es tiempo de descartar el mito de que castigar al delincuente es «criminalizar al pobre». La izquierda quiso humanizar el delito, y se deshumanizó a sí misma. Y los pobres son castigados todos los días por los tribunales de la delincuencia.
* Traducción del editorial de O Estado de S. Paulo del 2 de noviembre de 2025