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Contraviento

El tejado de Hitler y el monstruo de Bruselas

19 diciembre, 2025

“Las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato.”

—Arnold J. Toynbee

“La historia no se repite, pero rima” Mark Twain

 

La paz que no fue

El siglo XX comenzó, en realidad y tardíamente, con una paz que no era tal. El Tratado de Versalles, firmado en 1919, pretendía clausurar la guerra más mortífera de la historia moderna. Pero fue, como advirtió Stefan Zweig, una paz envenenada: humillante para los vencidos, ciega para los vencedores, incapaz de suturar las heridas abiertas por la masacre industrializada. Como se vería apenas dos décadas después, en lugar de cerrar un ciclo, abrió otro más oscuro.

Stefan Zweig y sus mensajes de un mundo olvidado

“Es ley que ningún testigo de cambios significativos puede reconocerlos en sus inicios” Stefan Zweig “El mundo de ayer”

 

Zweig, nacido en las postrimerías del Siglo XIX, en la Capital del Imperio más antiguo de la Vieja Europa Iluminista -el Austrohúngaro que comenzaba a vivir sus últimos estertores- fue testigo privilegiado de aquella Europa culta y cosmopolita que se desmoronaba.

Judío de clase acomodada, nacido en la Viena imperial que era la capital cultural por antonomasia del Viejo continente, vio tempranamente cómo el nacionalismo, la miseria y el resentimiento incubaban un monstruo. Lo vio desde su ventana en Salzburgo, literalmente: desde su casa familiar se divisaba el tejado de la residencia que ocupaba Hitler, en la aldea vecina.

Lo cuenta en su autobiografía «El mundo de ayer» (escrita como testamento poco antes de su suicidio en 1942), cuando menciona esta ironía histórica. Vivía en Salzburgo, específicamente en su casa en el Kapuzinerberg (una colina con vistas panorámicas, conocida como Paschinger Schlössl), desde 1919 hasta que huyó en 1934 por el ascenso del nazismo.

Desde allí, podía ver al otro lado del valle (cruzando la frontera hacia Baviera, Alemania) el Berghof, la residencia de montaña de Adolf Hitler en Berchtesgaden. Ese hecho, fortuito pero paradójico, provoca sus reflexiones sobre lo perturbador que era tener como «vecino» a través del valle a ese hombre que llegaría a destruir Europa, sin imaginarlo en su momento. No se trata de un joven Hitler en Viena o Linz (donde Zweig creció y Hitler vivió pobremente alrededor de 1908-1913, pero no eran vecinos directos ni Zweig lo menciona como tal), sino de esta proximidad simbólica y geográfica en los años 30, cuando Hitler ya era canciller y usaba el Berghof como retiro.

Esta anécdota subraya el contraste trágico entre la vida culta y pacífica del intelectual -aunque él no lo supiera, pero lo presintiera con todo su organismo- en y el horror que se gestaba al otro lado, bajo aquel lejano tejado.

Dos destinos austríacos, casi contiguos, que encarnaron la fractura de un continente: el escritor humanista y el agitador totalitario, el exilio y el exterminio.

Spengler y Toynbee: espejos de un colapso

 

Mientras Zweig escribía “El mundo de ayer”, desde la Alemania de Weimar donde se cocían todos los caldos, Oswald Spengler daba sus últimos retoques a su obra magna, la polémica “La decadencia de Occidente”. Para él, las civilizaciones eran organismos vivos: nacen, florecen, decaen. Europa, decía, había entrado en su invierno espiritual. La técnica había reemplazado al alma; la masa, al individuo; el César, al ciudadano.

Al otro lado del Canal de La Mancha, el británico Arnold Toynbee, en cambio, veía en la historia un drama de desafíos y respuestas. Las civilizaciones no estaban condenadas: podían renacer si respondían creativamente a las crisis. Pero advertía que el mayor peligro era la arrogancia imperial, el desprecio por el otro, la pérdida del sentido trascendente.

Hoy, esos dos espejos se enfrentan de nuevo. ¿Estamos ante un nuevo ocaso —como temía Spengler— o ante una oportunidad de regeneración, como soñaba Toynbee?

Desde Zweig a Saramago, la Europa crepuscular se asoma ante su propio abismo, y la distopía se cumple un siglo después.

 

Así como tras la Primera Guerra Mundial -más acertadamente, la Gran Guerra-, Tratado de Versalles mediante, dio a luz a la Sociedad de Naciones (más conocida como la “Liga de Naciones”), con el objetivo de evitar una nueva confrontación, tras un cuarto de siglo y su fracaso con la Segunda Guerra Mundial y su secuela de viejos nuevos horrores, nació la actual Organización de las Naciones Unidas.

Esta vez, aunque con objetivos parecidos y parida por las grandes potencias surgidas de la terrible conflagración, las ambiciones iban bastante más allá que la mera sustentabilidad de una “paz planetaria”, sino que desde el inicio se proponía avanzar sobre lo que consideraba potenciales peligros de nuevos desbordes nacionalistas, asumiendo parcelas de poder global y cada vez más áreas de “gobernanza mundial”.

La Unión Europea, nacida del trauma de dos guerras mundiales, inicialmente en un embrión de multilateralismo supranacional con la constitución en 1951 de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) -que creó, por primera vez instancias y autoridades comunes- prometía una comunidad de naciones libres, solidarias, democráticas. Esa visión continental, guardaba un matiz no menor con el propiciado desde Londres, que pensaba en un multilateralismo intergubernamental, preservando los espacios soberanistas nacionales. Como se puede comprobar hoy mismo, siete décadas después, el matiz no era menor y la preeminencia del gobierno supranacional terminó imponiéndose más allá de lo que podían pensar, incluso, sus propios impulsores.

Es bajo esa arquitectura tecnocrática, que ya se visualizaba a fines de siglo con el impulso a la moneda común, lo que para muchos —como José Saramago— podía ser el inicio de un camino sin retorno y el germen de la distopía: un poder sin rostro, sin pueblo, sin alma.

Saramago, que vivió el tránsito de la dictadura a la democracia en Portugal, fue un europeísta desencantado. En La Caverna y Ensayo sobre la lucidez, que siguieron al “Ensayo sobre la ceguera”, denunciaba la deshumanización del ciudadano, reducido a consumidor obediente. Su crítica no era nacionalista, sino ética: advertía que una Europa sin memoria ni pueblo era terreno fértil para nuevas formas de barbarie.

Pero la distopía que Saramago intuía no se agotaba en la tecnocracia. Había otro proceso, silencioso y profundo, que transformaba Europa desde dentro: la crisis demográfica. Mientras las instituciones se alejaban del ciudadano, las sociedades europeas comenzaban a vaciarse biológicamente.

El vacío demográfico y un hijo no deseado: el Multiculturalismo

“Vista desde el exterior, la amplitud de las convulsiones de la sociedad occidental se acerca al punto, más allá del cual, esa sociedad se torna “metastable” y debe descomponerse” (Paráfrasis de un párrafo del discurso de Alexander Solzenitsin, pronunciado en Harvard en 1978, citada por Jean Raspail en su novela “El campamento de los santos”

 

En ese vacío —de hijos, de continuidad, de futuro, esa pavorosa ausencia de todo sentido de trascendencia que dejó la retirada del cristianismo como sustento espiritual del ser europeo como comunidad cultural— el multiculturalismo emergió no solo como política, sino como sustituto moral. Allí donde la democracia perdía pueblo, la diversidad prometía identidad.

El problema con el multiculturalismo europeo es el mismo de la propia Unión Europea convertida en una burocracia bulímica de poder y huera de legitimidad: parten de una necesidad que se proponen cubrir con una creación de cúpulas, ajena por completo, tanto a los migrantes como a los pasivos, y a menudo, sorprendidos receptores.

Es la vieja historia que aquí sí, se repite una y otra vez: si la realidad se da de bruces contra los powerpoints de la burocracia, peor para la realidad. Son los pueblos que no entienden cuánto se enriquecen con ello, y si no lo entienden para eso están los burócratas de tres estrellas para explicarlo, por las buenas, o por las Starmer’s tacticals también.

Multiculturalismo y la bomba demográfica

“No hay suficientes bombas atómicas que puedan contener el maremoto constituido por los miles de millones de seres humanos que, intentando sobrevivir, partirán un día de la patria meridional y pobre del mundo, para irrumpir en los espacios (relativamente) abiertos del rico hemisferio septentrional” Henry Boumedienne, Presidente de Argelia, 1974 (citado por Jean Raspail en “El campamento de los santos”)

La Europa que Saramago intuía como distopía no solo se vació de pueblo: también se vació de hijos. Desde la posguerra, el continente vive una caída demográfica sostenida que ningún gobierno ha logrado revertir. La llamada “bomba demográfica” —el envejecimiento acelerado, la baja natalidad, la necesidad estructural de mano de obra externa— abrió la puerta a un proceso de transformación social sin precedentes.

El multiculturalismo nació como respuesta optimista a ese desafío: una promesa de convivencia armónica entre identidades diversas, un proyecto moral y político que buscaba superar los nacionalismos que habían incendiado Europa. Pero, con el tiempo, esa promesa se volvió un dogma. La diversidad dejó de ser un hecho para convertirse en una ideología; la integración, en un tabú; la crítica, en una herejía.

El resultado fue una paradoja: mientras la Unión Europea avanzaba hacia un gobierno supranacional cada vez más homogéneo en sus normas, sus sociedades se volvían crecientemente heterogéneas en sus culturas, religiones y memorias. La sustitución demográfica —más que un plan, un proceso— trajo consigo una sustitución cultural acelerada, que muchos celebraron como progreso y otros vivieron como desarraigo.

Europa, que durante siglos exportó modelos, ahora importa poblaciones. Y en ese intercambio desigual, la pregunta por la identidad —esa palabra que la tecnocracia detesta— vuelve a irrumpir con fuerza. ¿Qué significa ser europeo en un continente que ya no se reconoce en su espejo? ¿Puede una comunidad política sobrevivir sin un mínimo de continuidad cultural? ¿O estamos ante la confirmación de Spengler: el invierno de una civilización que ya no se reproduce ni simbólica ni biológicamente?

El nuevo (viejo) antisemitismo de siempre, recargado

 

Y la barbarie, como siempre, regresa con otros nombres. El antisemitismo, que en el siglo XX se disfrazó de teoría racial y doctrina de Estado —tras décadas de latencia soterrada producto del genocidio— hoy reaparece en formas múltiples: islamista, política, identitaria, racista. La masacre del 7 de octubre en Israel, celebrada en plazas europeas, reveló una fractura moral que muchos preferían no ver: la misma matriz de odio que gestó el nazismo, intacta bajo nuevas máscaras.

Ese retorno no proviene de una sola fuente, sino de la convergencia de tres vertientes históricas. La primera es el antisemitismo racial, propio del nazismo, que convirtió la biología en ideología. La segunda es el antisemitismo político, que asocia a los judíos con estructuras de poder global, colonialismo o imperialismo, y que hoy suele presentarse bajo el ropaje del “antisionismo”. La tercera es el antisemitismo religioso, con raíces antiguas tanto en la tradición cristiana —donde la acusación de deicidio persistió durante siglos— como en ciertas interpretaciones de textos islámicos que fueron reactivadas en el siglo XX.

En ese siglo, algunos movimientos del islam político incorporaron elementos antijudíos por vías diversas: la alianza del Muftí de Jerusalén, Haj Amin al‑Husseini, con la Alemania nazi; la influencia de Hassan al‑Banna, fundador de la Hermandad Musulmana en Egipto, que integró tensiones locales y lecturas modernas del conflicto palestino; y la afirmación del Ayatollah Jomeini tras la Revolución iraní de que “el islam será político o no será”, consolidó una visión donde la religión debía estructurar también la acción política. Estas corrientes, distintas pero convergentes, alimentaron un antijudaísmo que se proyectó hacia Europa a través de la migración y del multiculturalismo convertido en dogma.

Esa convergencia, de nuevo cuño, donde encuentra una expresión común, que sirve tanto para consumo interno del mundo islámico (o, mejor expresado, islamista) y para exportación a través de lo que ha dado en llamarse palestinismo expresado en el lema “FreePalestine”.

Autores como Oriana Fallaci, Georges Bensoussan, Jean Raspail, Alexandre Vitkine, Salman Rushdie o Michel Houellebecq —cada uno desde su estilo y su ideología— estuvieron advirtiendo durante décadas sobre el avance de un islamismo político que no buscaba integrarse, sino subvertir. Invadir, colonizar. Un Islam que no había cerrado la herida abierta por los ejércitos del Rey polaco Juan III Sobieski que en 1683 tras el asedio otomano a Viena, les había infligido una derrota militar definitiva.

Todos ellos, producto de su experiencia y conocimientos, denunciaban una nueva amenaza, no ya militar como en el Siglo XVII, sino de la politización de un fundamentalismo que desprecia la libertad, la mujer, el judío, el otro, y que identifica a Occidente como el Gran Satán a destruir, aprovechándose de la alianza con el decadentismo europeo, incapaz de ensayar defensa alguna.

¿Estamos ante la tercera guerra mundial?

 

Zweig se suicidó en 1942, convencido de que el mundo que amaba había desaparecido para siempre. Saramago murió en 2010, cuando la crisis financiera ya había desnudado la fragilidad del proyecto europeo. Entre ambos, Europa atravesó un proceso silencioso de transformación: envejecimiento demográfico, multiculturalismo convertido en dogma, islamismo político en expansión, antisemitismo reconfigurado, instituciones debilitadas, identidades fracturadas.

Hoy, ese proceso converge en un escenario que muchos prefieren no nombrar: una guerra sin frentes definidos, sin ejércitos uniformados, sin declaraciones formales. Una guerra híbrida, multiforme, que se libra en las redes, en las aulas, en las fronteras, en los cuerpos. Que combina terrorismo, propaganda, colapso institucional, migraciones masivas, violencia simbólica, desinformación sistemática y creciente control social. Una que no se anuncia, pero que ya se cobra víctimas.

¿No estaremos, entonces, viviendo la Tercera Guerra Mundial? No una guerra clásica, sino una de disolución: de identidades, de fronteras, de memorias, de vínculos. Una guerra que no busca conquistar territorios, sino erosionar civilizaciones.

 Una pregunta a la Historia

 

Zweig y Saramago, Spengler y Toynbee: cuatro formas de mirar el abismo. Pero la pregunta decisiva no es cuál de ellos tenía razón, sino cuál nos permite conservar la lucidez suficiente para no repetir el error europeo por excelencia: confundir comodidad con paz, progreso con desarraigo, diversidad con fragmentación.

Europa no cayó (o caerá) por un golpe externo, sino por una secuencia de renuncias internas: renuncias demográficas, culturales, espirituales, institucionales. Si algo enseña “el tejado de Hitler y el monstruo de Bruselas” es que las civilizaciones no se derrumban: se abandonan. Y ese abandono empieza siempre por la memoria (que es semilla de trascendencia), sigue por la natalidad y termina por la libertad.

Aunque Zweig demostró tener razón en su máxima que “ningún testigo de cambios significativos puede reconocerlos en sus inicios”, podemos intentarlo.

Al decir de Mark Twain “la historia no se repite, pero rima”.

La cuestión es si esta vez sabremos escuchar la rima antes de que sea demasiado tarde.

 

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