Saltar al contenido
Contraviento

El capitán que no sabía dirigir el barco (Parece un cuento, pero no es…)

20 diciembre, 2025

Desde el puente del Leviatán de Plata, el nuevo capitán y sus oficiales miraban el horizonte con gesto rígido, como quien finge seguridad mientras el mapa le tiembla en las manos. El barco seguía avanzando, no por su actual genialidad, sino por el impulso que traía de antes: las velas bien cosidas, la estructura en buen estado, el rumbo marcado con pulso firme por el capitán anterior.

Y eso era justamente lo que más los inquietaba.

Porque capitanear mal se puede disimular un tiempo. Siempre hay excusas: mareas cambiantes, vientos traicioneros, mapas viejos. Lo que no se puede tapar es que antes el barco navegaba mejor y en peores climas. Eso convierte cada maniobra torpe del presente en una comparación inevitable con el pasado.

-Si los tripulantes recuerdan cómo se navegaba antes -se decían en voz baja- no duraremos mucho en el puente.
Ahí empezó la verdadera faena. No la de gobernar el barco, sino la de destruir el recuerdo.

En vez de ajustar el rumbo o cuidar el faro, se pusieron a embarrar la cubierta. Donde había cartas náuticas claras, sembraron confusión. Donde había números prolijos en el libro de bitácora, hablaron de “errores ocultos”. Donde había estructuras firmes, insistieron en que todo estaba mal hecho, aunque siguiera sosteniendo el casco.

No porque fuera necesario.
No porque fuera cierto.
Sino porque necesitaban romper el espejo que devolvía una imagen incómoda.
Cada logro del capitán anterior era una amenaza directa a su permanencia al mando. Cada comparación los dejaba expuestos frente a la tripulación. Y como sabían que, llevando el barco así, tarde o temprano los iban a bajar del timón por decisión colectiva, optaron por una maniobra desesperada: si no podían capitanear mejor, al menos intentarían ensuciar al que había navegado bien.

Así empezaron a desmontar cosas que funcionaban. No para mejorarlas, sino para poder decir después: “¿Ven? Esto era un desastre”. Cancelaron rutas seguras solo para criticar que ya no existían. Dieron órdenes ridículas, contradictorias, a veces directamente absurdas, con la esperanza de que el ruido tapara el balance real del viaje.

Pero el problema del ruido es que no mueve barcos.
Mientras tanto, el faro seguía ahí. Indicándoles luminoso el rumbo a tomar y que, invariablemente, ellos ignoraban. Y cada vez que el Leviatán crujía, cada vez que el agua se filtraba por errores nuevos y no por viejas grietas, la tripulación entendía algo básico: no era el mando anterior el que ponía en riesgo la travesía.
Era el mando actual.

La obsesión por desacreditar al antiguo capitán se volvió el centro de la conducción. Ya no dirigían para llegar a buen puerto, sino para que nadie recordara cómo se navegaba antes. Y en ese esfuerzo torpe, empezaron a serrar partes del casco que todavía sostenían al barco.
No por sabiduría náutica.
Por miedo.
Miedo a perder el timón.
Miedo a la decisión de la tripulación.
Miedo a que el capitán anterior volviera a subir por la pasarela, sin gritar ni embarrar, elegido otra vez por quienes ya conocían su forma de conducir el barco.
Y así, intentando hundir a quien ya no estaba en el puente, corrieron el riesgo de hundirse ellos y todos los demás. Porque destruir maniobras bien hechas no mejora una travesía. Y porque ninguna tripulación castiga más duro que cuando siente que la están subestimando.

Al final, el Leviatán de Plata sigue navegando, mal, pero todavía sigue, y lo que es claro es que no corre peligro por culpa del capitán que supo llevarlo, sino por quienes, incapaces de hacerlo mejor, prefieren dañarlo antes que admitir que el timón les queda grande.
Y la enseñanza flota, clara como una boya en el mar calmo: la confianza y el rumbo no se pierden porque el anterior haya sido mejor, sino porque el actual demuestra, día tras día, que no sabe cómo hacerlo.

[b]Sitio alojado en Montevideo Hosting[/b]