
Una de las razones esenciales por las cuales los seres humanos decidieron organizarse en Estados fue la necesidad de protegerse mutuamente. Desde las primeras formulaciones del contrato social, los individuos comprendieron que vivir en libertad absoluta implicaba una vulnerabilidad constante: cualquiera podía agredir, robar o dominar al otro. Para evitar esa “guerra de todos contra todos”, como la describió Thomas Hobbes en Leviatán (1651), las personas cedieron parte de su poder individual —especialmente el uso de la fuerza— a una autoridad común.
Así nació el Estado: una institución que, en teoría, existe porque los ciudadanos le delegaron la tarea de garantizar su seguridad y defensa, tanto frente a amenazas externas como internas. En palabras de John Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690),
Cuando los gobernantes procuran arrebatar o destruir la propiedad del pueblo, o reducirlo a la esclavitud bajo el poder arbitrario, se ponen en estado de guerra con él, y el pueblo queda eximido de toda obediencia.
Para Locke, el gobierno solo conserva su legitimidad mientras proteja los derechos naturales del individuo: la vida, la libertad y la propiedad. Si falla en ese propósito, el poder retorna al pueblo.
De modo similar, Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social (1762), sostiene que la autoridad política nace del pacto por el cual los individuos se unen en una comunidad y se someten a la voluntad general, entendida como la búsqueda del bien común. Pero esa obediencia tiene un límite claro:
El soberano, que no es más que un ser colectivo, sólo puede ser representado por sí mismo; el poder puede transmitirse, la voluntad no.”
Es decir, el Estado pierde su legitimidad si deja de actuar en defensa de los ciudadanos que lo constituyen.
⚖️ El pacto de protección y su ruptura
En la práctica moderna, la función protectora del Estado se expresa en su monopolio legítimo de la fuerza, concepto desarrollado más tarde por Max Weber en el siglo XX: el Estado es la única entidad que puede ejercer la coerción física de manera legítima dentro de un territorio.
Los ciudadanos, a cambio, obedecen las leyes, pagan impuestos y renuncian al uso personal de la violencia, confiando en que el Estado cumplirá con su deber de seguridad.
Sin embargo, ese pacto descansa sobre una condición indispensable: que el Estado cumpla efectivamente su función de protección.
Cuando no lo hace —ya sea por incapacidad, corrupción o abandono—, se rompe el fundamento del contrato social y los ciudadanos recuperan, al menos en sentido moral y filosófico, el derecho a la autodefensa.
🛡️ El retorno del derecho natural
La legítima defensa reconocida en la mayoría de los sistemas jurídicos contemporáneos es una forma moderna de este principio: el reconocimiento de que cuando el Estado no puede intervenir a tiempo, el individuo puede proteger su vida y sus bienes.
Locke lo había anticipado con claridad:
Nadie puede ser obligado a someterse al poder de otro sin su propio consentimiento. Y el único fin de un gobierno justo es la preservación de la propiedad.
Si el gobierno no preserva, pierde su autoridad.
En situaciones extremas —colapsos institucionales, guerras civiles, o ausencia de orden público—, las comunidades tienden a reorganizar su propia defensa, manifestando un instinto natural de supervivencia que precede a cualquier ley escrita. Ese impulso no es anárquico, sino restaurador: busca restablecer el equilibrio que el Estado abandonó.
⚔️ La contradicción del Estado fallido
Negar a los ciudadanos la posibilidad de defenderse, mientras el Estado mismo incumple su deber de protección, genera una contradicción estructural: el Estado no defiende, pero tampoco permite defenderse. En ese vacío, deja de ser un protector y se convierte en un obstáculo entre el ciudadano y su derecho natural a la vida.
Como advirtió Rousseau,
“El pueblo, al renunciar a su libertad, renuncia a su condición de hombre; y renunciar a su libertad es renunciar a su humanidad.”
Un Estado que exige obediencia sin brindar protección rompe ese equilibrio fundamental y deja de ser legítimo.
🧩 Conclusión
La existencia del Estado se justifica porque protege a quienes lo componen. Si deja de hacerlo, la autodefensa deja de ser una violación del orden y se convierte en su sustituto moral.
El derecho a la defensa no es un privilegio otorgado, sino una consecuencia directa del deber incumplido de quien debía garantizarla.
Un Estado que ni protege ni permite protegerse ha dejado de cumplir su función esencial: ser el escudo común que hace posible la vida en sociedad.
¿Que pasa si aplicamos todas estas ideas al Estado uruguayo en este momento? ¿El Estado uruguayo está cumpliendo su parte del pacto social? ¿Los habitantes de la R.O.U. tienen derecho a recuperar el ejercicio de defensa propia y de sus bienes y su familia para suplir ese incumplimiento por parte del Estado? ¿Tenemos que seguir aguantando que no haya nada que impida que los criminales acaben con la vida de quienes se cobijaron bajo el ala del Estado uruguayo para sentirse protegidos? A ver que me responden. Buenas tardes.