Escribe Graziano Pascale
Las sociedades y los países que avanzan son aquellos que pueden enfrentar en unidad los grandes problemas colectivos. Y son estos problemas, que carecen de color político (terremotos, pandemias, tsunamis), aquellos que sirven para medir el grado de cohesión y armonía que tienen los países.
El 13 de marzo del año 2020 quedará en la historia como un momento de unidad nacional, pero también como el de una oportunidad perdida para dejar de lado las luchas político-partidarias, y unirse para enfrentar una pandemia que no escogía a sus víctimas por sus simpatías políticas.
La oposición, que no terminaba de asumir el fracaso electoral del año anterior, en el convencimiento de que había logrado «domesticar» la historia uruguaya tras 15 años de gobierno con mayoría absoluta, eligió el camino de la confrontación. Grave error, además de ser una estrategia política suicida.
El arsenal que había dejado el gobierno saliente, con la pandemia ya instalada en Brasil, era muy escaso. Apenas algunos cientos de kits para realizar testeos, y poca cosa más. En aquellos días previos al cambio de mando, las autoridades salientes quitaban trascendencia al Covid, y aconsejaban concentrarse en el dengue.
El gobierno entrante eludió el camino fácil de responsabilizar al saliente por la falta de previsión, y se puso a trabajar sobre la marcha, apoyándose en las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que tuvo más errores que aciertos en los primeros tiempos. Pero hubo un rumbo claro desde el primer día: no paralizar al país, y permitir la movilidad, aún bajo ciertas restricciones, pensando en quienes sólo pueden salir adelante con su trabajo diario. Esa decisión motivó el primer choque con la oposición, que con el presidente saliente Tabaré Vázquez a la cabeza, reclamaba la «cuarentena total» como forma de enfrentar los contagios del Covid 19.
Esos reclamos se amplificaban con los llamados a cacerolear, como cuando el país se había unido en los tramos finales de la dictadura militar, y hacía sonar cacerolas como forma de expresar su descontento. La analogía de por sí era bastante repugnante, y mostraba a una oposición en pie de guerra contra el gobierno que se acababa de instalar, en una estrategia que tres años después luce completamente desacertada, ya que en la historia reciente del país no hay ejemplo de un gobierno que está por ingresar al año electoral con tan altos índices de aprobación.
A las cacerolas siguieron las concentraciones callejeras, en medio de la pandemia, haciendo caso omiso a las adevertencias sobre los riegos que las mismas implicaban para la expansión del virus. Como finalmente terminó ocurriendo. Hasta hubo dificultades para cancelar un festival musical en la rambla organizado por la Intendencia de Montevideo.
Pero el desmadre opositor no se agotó en los primeros días de la pandemia. Siguió adelante con un enorme entusiasmo por parte de sus promotores, que incluso manejaron la posibilidad de denunciar a su propio país ante organismos de derechos humanos por supuestas omisiones en el manejo de la crisis. Hasta médicos hubo involucrados en esas bajezas. Otros llegaron públicamente a hablar de «genocidio» en medio de la pandemia, como si se tratara de un plan macabro para diezmar a la población.
Un horror.
El condimento eran proyecciones del avance de la enfermedad, y del número de muertos, que jamás fueron verificadas en la realidad, pero que ocupaban el menú diario de los principales programas de televisión, generando una alarma extra a la que naturalmente ya tenía la población, que veía como cada día se sumaban más casos, y aumentaban las internaciones en CTI y el número de muertos. Se llegó a hablar hasta de «colapso» de los cementerios.
Esa locura, por fortuna, no fue generalizada. Hubo gente sensata que entendió que la hora exigía aunar esfuerzos, dejando de lado la pasión política enfermiza, y aceptó formar parte del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH), que sin tener poderes de decisión, jugó un rol preponderante en la etapa más dura de la enfermedad.
Hay que agregar la «batalla por las vacunas», que también fue motivo de controversia, al punto de que, sin asidero científico o técnico, imitando al gobierno argentino, el CASMU se ocupó de difundir el anuncio de una compra de vacunas rusas, sin haber ni siquiera iniciado el trámite correspondiente ante el Ministerio de Salud Pública.
Un médico hasta entonces desconocido, que había sido designado Ministro de Salud Pública a propuesta de Cabildo Abierto, luego de que el general Manini Ríos rechazara el ofrecimiento, se conirtió en el principal articulador del gobierno en la lucha contra la pandemia, y luego de un comienzo vacilante en sus primeras comparecencias ante los medios de comunicación, se afianzó como el líder de la comunicación, junto al Presidente Lacalle Pou, desarrollando un estilo propio, desenvuelto y afable, que le valió un gran reconocimiento popular.
Quizás la propia figura de Salinas simboliza el enfoque que terminó imponiéndose en la lucha contra la pandemia. Carente de un perfil partidario marcado, y basándose en sus conocimientos como médico y administrador de servicios de salud, pudo coordinar el esfuerzo del país, y blindarlo contra los embates de una oposición, que en su momento de mayor iracundia, llegó incluso a hacerlo responsable de la muerte de quienes fallecieron a causa del virus.
Desde hoy, el 13 de marzo será recordado también por ser el día en el que Salinas abandonó por voluntad propia sus responsabilidades de gobierno, con el mayor índice de popularidad de todos sus integrantes, superando largamente el caudal de votantes del partido que lo llevó al cargo. Resta saber, ahora, si su negativa a seguir activo en la política -una decisión seguramente originada en los momentos amargos que tuvo que vivir como Ministro- se mantendrá invariable en el tiempo, o el gran apoyo popular de que goza lo hará recapacitar.