
Nuestro primer día sin Mario
En la noche del domingo gris de cielo húmedo, como si se adelantara al llanto, se nos murió el peruano universal, ciudadano del mundo y un poco uruguayo también, Mario Vargas Llosa.
Si bien la nota principia en un plural que bien puede incluir a un pueblo, una nación, a la Hispanoamérica toda porque, así como MVLL, Varguita, supo ser el peruano más español, también fue el español más peruano, su mundo que fue y es nuestro mundo es la lengua española, allí donde su huella tiene la profundidad que solamente el tiempo largo de la memoria podrá aquilatar debidamente, en adelante no podré resistir la tentación del singular, donde la ausencia se hará más lacerante.
Vargas fue, mejor dicho, es y será un universo en sí mismo. Dueño de una personalidad poliédrica, nada de lo humano le resultó ajeno. Tanto que, una nota destinada a reconocer su vida y su obra en la hora de la muerte bien podría terminar siendo un ensayo sobre la vida misma.
Novelista de excepción, figura pionera y excluyente de ese lugar común con el que la novelería por lo exótico -que cultivó desde siempre la intelligentzia biempensante europea- etiquetó a toda una generación de escritores americanos de la segunda mitad del Siglo XX, fue -qué duda cabe- una de las más destacadas de sus múltiples facetas.
Esa “catedral” literaria, edificada a partir de “La ciudad y los perros”, “La Casa Verde” y la monumental “Conversación en la Catedral”, podría haber opacado las muchas otras facetas de Vargas, entre ellas la del apasionado polemista -de fuste y de fusta- que fue.
Su postura de tempranero desencanto con la dictadura castrista -un sacrilegio que muy pocos de los fieles y conspicuos fidelistas, como García Márquez, le perdonarían nunca, pretendiendo con ello hacerle saber al resto de la capilla literaria latinoamericana que para la apostasía no habría olvido ni perdón- le convirtió en un factor irritante y de constante provocación para el establishment políticamente correcto.
Es inevitable, para pintar esta faceta, recurrir al hecho de agosto de 1990 protagonizado por Vargas Llosa como invitado de honor junto a Carlos Fuentes, organizado por la Revista Vuelta que dirigía el propio Octavio Paz, con “El siglo XX: la experiencia de la libertad” y televisado por Televisa.
Allí, luego de referirse a su propia experiencia peruana con la dictadura de Velasco Alvarado, Vargas ensaya una larga reflexión sobre la experiencia mexicana, de décadas, bajo el mando de un partido -en los hechos- único, el PRI, calificándola como “la dictadura perfecta”. Ardió México como si Troya fuera, y llovieron críticas por “la descortesía” que significaba haber roto ese “presunto pacto de silencio en torno al autoritarismo mexicano” basado en que era este régimen el que terminaba otorgando asilo a los perseguidos del continente entero.
Pero esta faceta, que luego desarrollaría con maestría en Madrid, su segunda casa, no debería ocultar las otras: la del Conferencista de galera y bastón, o la del fino analista político. Todo ello, estaría muy incompleto sin una breve referencia a su calidad de catedrático, siendo desde 1996 miembro de número de la Real Academia Española y desde 2021 de la Academia Francesa de Letras.
De todas sus cualidades, sin embargo, quiero rescatar la que me resulta más próxima: la del difusor cultural y analista literario.
Para fines de los años 90, ya había leído -casi- toda la extensa obra, tanto de ficción como ensayística del peruano y había iniciado el siglo XXI leyendo una de las mejores “novelas de dictadores” (como se le dio en llamar a esa suerte de subgénero), “La fiesta del Chivo” referida a la figura de Rafael Leónidas Trujillo, alias “el Chivo”, sempiterno dictador dominicano.
Finalmente, en 2003, cayó en mis manos una obrita, en formato bolsillo que, en principio, no parecía tener mayores pretensiones ni reunir, para sus lectores, un especial interés. Muy equivocado estaba.
“La verdad de las mentiras” se llama esa colección de 36 pequeños ensayos, cada uno de ellos dedicado a una obra literaria y su autor, de las que, tras una vida de lector empedernido, un lector no debería dejar de leerla alguna vez en su vida. El libro cuenta con un breve prólogo del propio Vargas Llosa que es, a nuestro modesto entender, una pieza literaria de antología y da sentido a toda la obra.
Por supuesto que allí estaban Camus, Orwell, Hemingway y muchos otros a los que ya había leído, pero me presentó con la magia del prestidigitador a Elías Canetti, a Isak Dinesen o Doris Lessing, entre otros, de los que noticia alguna había tenido antes.
Desde entonces, de la mano de Varguita, dos cosas cambiaron en mi vida de lector. La una, leer al autor y no sólo la obra en cuestión, esto es, tratar de leer toda la obra de un autor para, recién entonces, abrir una opinión o hacer un juicio de valor. Y la segunda, no menos importante, usar las referencias e influencias de esos mismos autores, como nuevos caminos a explorar.
Tras dos décadas, el pequeño ensayo, casi un bonsái literario, comenzó a crecer, extender ramas y gajos y hoy, casi seguramente, una parte importante de mis dos mil quinientos libros tuvieron su origen en aquella simiente.
“…porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. Y porque sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura azuzan y aplazan, nunca hay auténtico progreso…la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos…”
Ah sí, se me olvidaba: en 2010 los suecos de la Academia le otorgaron el Nobel de Literatura. Fue el último concedido a un autor hispanoamericano, Fue, también, uno de los más merecidos, y de los que, a través de una década y media, más justificó su otorgamiento.
A partir de hoy, la libertad tiene una espada menos. Pero tiene millones de razones más.
Se te va a extrañar, Mario. Ya lo hago. Y eso que es nuestro primer día sin ti.