Y se produce el milagro. Borges –a quien ya el lector habrá reconocido como transcriptor de la fábula– cierra la escena: «Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: ‘Argos, perro de Ulises’. Y después, también sin mirarme: ‘Este perro tirado en el estiércol’.» El viajero reconoce, en el dificultoso griego que el troglodita ha usado, lo leído hace mucho. Pregunta, con asombro, al semihombre si es que ha leído alguna vez la Odisea. No parece entender, primero, la pregunta. Responde luego, trabajosamente, en el mismo griego oxidado: «Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé». Mil cien años después, Homero no recuerda a Homero. Aunque lo afecta aún el ritmo acentual de un hexámetro dactílico. No su significado.
Nada en el tiempo preserva la memoria que no sea el escombro de un olvido. Y, de ese olvido, extraer esquirlas de verdad ocupa la paciente –y tan técnica– tarea del arqueólogo. Jamás –jamás– la tosca urgencia del político entenderá eso. Si, al menos, entendiera –o, al menos, sospechara– que al poner sus torpes manos sobre ese fragilísimo monumento, va a trocarlo, sin remedio, en polvo…
En uno de esos glaciales fogonazos de inteligencia geométrica que engarzan el laberinto de su obra, compadece Baruch de Spinoza a las mentes ineptas, que «tienen por costumbre explicar las cosas naturales, recurriendo a la memoria para recordar algo semejante a lo que está acostumbrado a imaginar sin asombro; porque el vulgo cree comprender suficientemente una cosa cuando no se asombra de ella». En la memoria se urde la niebla sentimental que acuna en ecos del pasado la aceptación del presente. ¿Miente la memoria? No: la memoria dice los verdaderos sentimientos de quien, sin ni siquiera sospecharlo, está inventando un pasado a la medida exacta de sus deseos actuales. Es la verdad, pues, del que habla. Y la mentira de lo que, para sentirse verdadero, necesita estar diciendo. Acto escénico, en el cual el autor acaba por fundirse con lo que al papel de su personaje cuadra. Puede llamársele también locura. Cuando no es cinismo. La conclusión spinoziana abre el horizonte moderno de la cautela ante lo evocado: porque, si la memoria es una «concatenación de afecciones del cuerpo humano», cada cual habrá necesariamente de asociar sus resonancias valorativas «según se haya acostumbrado a unir y concatenar las imágenes de las cosas de una u otra manera».
La memoria es asociación de afectos. No de conocimientos ni razones. Ni a la razón le ponen cura los afectos, ni consuela afecto alguno a la razón. Cada función tiene su campo operativo. Y trastrocar esos campos sólo puede llevar al naufragio de la inteligencia. Que es, en definitiva, la mejor garantía del naufragio humano.
¿Legislar? ¿La memoria? Se hace preciso estar muy loco o ser infinitamente cínico para siquiera plantearlo. Sepa, al menos, quien lo intente, que después de esa pantalla hay sólo abismo.
Sí, legislar la memoria es dictar el olvido. A la medida.
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Columna publicada en El Debate, de España. Reproducida en el portal Para la Libertad.