El 8 de abril de 1959, apenas cuatro meses después de haber llevado al Partido Nacional a la victoria, luego de casi 90 años en el llano, moría Luis Alberto de Herrera. Dos días después, el director de Marcha, Dr. Carlos Quijano, lo despedía con un editorial que es, al mismo tiempo, una notable semblanza de la vida del caudillo nacionalista que marcó la vida política del Uruguay durante más de la mitad del siglo XX
——
Vivió como si fuera inmortal. Y en verdad que todos, hasta llegamos a creer que lo era. Más de sesenta años, en este país que cuenta con ciento y pocos años de vida independiente, duró su áspero batallar. Los 22 de Lamas, la revolución de 1904, las primeras jornadas parlamentarias de la minoría nacionalista, el 30 de julio de 1916, la división partidaria del año 22, la victoriosa elección del 8 de febrero de 1925, la nueva división nacionalista del 30-31, el golpe del 33, la lucha con Baldomir, el triunfante retorno del 46, la coincidencia del 47, la reforma del 51, la división del 52- 53 del propio herrerismo, los cuatro años pasados en el Consejo del 54 al 58, en los cuales, con más de ochenta años ya, fue la encarnación de la oposición, la victoria, por fin, del 30 de noviembre último. Al día siguiente de ésta, recomenzó el combate, con el mismo ardor, la misma violencia de siempre.
No fue un estadista, sin duda. No podía serlo por sus orígenes, su formación, y, sobre todo, por propio temperamento. Fue un caudillo, el último gran caudillo, quizá, con sus errores, sus errores, sus exageraciones, sus pasiones, sus tremendas pasiones, su extra humana energía, que -fenómeno sin par- al paso de los años crecía, en lugar de disminuir o atemperarse, su atracción magnética. Un caudillo, ese tipo de conductor, propio de estos inmaduros y generosos países de América. Mezcla hirviente de intuición y de coraje, de probidad y de autoritarismo, de desconfianza en la razón y en el juego sutil de las ideas, de fe en la virtualidad creadora de la acción, pura y simple. Instinto y olfato y premonición, a semejanza del baqueano que ignora la geografía pero conoce el rumbo.
Un guerrillero siempre, como en los tiempos mozos cuando actuaba bajo las órdenes de Lamas y Saravia. Habilísimo e implacable en el combate diario, en la maniobra por sorpresa, en el cambio de frente repentino y desconcertante. Un táctico y o un estratega. Sin planes de gran alcance; pero, incansable, tenaz, nunca desfalleciente en el terreno. Cien veces vencido, ciento una continuó la pelea. Las derrotas, en lugar de abatirlo, alimentaban su decisión, la fortificaban, estaba consustanciado con ellas.
Como ejemplar humano, Luis Alberto de Herrera pertenece al linaje de los que Anatole de Monzie llamaba «hors serie». No ha de haber en la historia del país quien se le asemeje. Es un personaje de romance y su biografía no tendrá necesidad de ser novelada. Es ella misma una novela, donde la realidad supera la imaginación.
No es tiempo de juzgar su vasta y rebosante acción pública. Es de mal gusto señalarlo; mas debemos hacerlo. Separados de él por el paso de una generación, nunca fuimos sus amigos. Siempre sus adversarios. En la hora de su muerte, cuando el seso se aviva y la memoria despierta, lo vemos a través de muchos episodios que contaron con nuestra oposición y aún con nuestro repudio. No tenemos necesidad de calumniarlo -dijimos en alguna ocasión- para ser sus adversarios. No queremos hoy, cuando se le abren las puertas de la eternidad para el descanso que siempre rehuyó, volver sobre esos episodios. Nos sentimos mejor, en cambio, si reconocemos y decimos que amó a su tierra entrañablemente, que tuvo un orgulloso y quisquilloso sentido nacional y que fue de una probidad ejemplar y sin tacha. Al servicio de su devoradora pasión por la causa pública que puso toda la vida y sacrificó, con señorío, espontaneidad, elegancia, simplicidad -eso que llaman intereses. Siempre estuvo, y más en los años de su ancianidad, por encima de éstos. Nada lo ataba. Ni contactos, ni vinculaciones , ni las mil redes sutiles que la realidad teje y desteje.
Es difícil decir que muere con él una época. Quizá esa «época» ya estaba muerta hace rato. Él la había sobrevivido; pero tanto era su ardor que todavía y no obstante el desencuentro, seguía siendo el eje de la política nacional.
Di tu mensaje y rómpete, ordenaba Nietzche. Fácil, también, es por tanto, pensar y decir que, de acuerdo con cierta armonía preestablecida, logrado el triunfo del Partido Nacional, después de casi un siglo, su misión estaba cumplida, su ciclo estaba cerrado. Dicho estaba su mensaje.
Pero no es menos verdad que la victoria que coronó su batallar, ha sido, en buena parte por culpa de sus propios errores -errores de guerrillero y de táctico, atento a la batalla cotidiana y no a la guerra total- una victoria confusa y que abre sombrías perspectivas. Lo comprendió o lo sintió, hay que reconocerlo, al día siguiente de la misma victoria y volvió al combate, de frente, con la decisión de todos sus días, para desfacer el entuerto. En eso estaba. Por ello su muerte es ahora más lamentable. Otra difícil jornada, en la cual hubiera sido factor decisivo, quedaba y queda por cumplirse.
La historia es una compleja trama; pero sería estulticia negar que los hombres contribuyen a hacerla. Vivo Batlle, tal vez no hubiera podido consumarse el 31 de marzo. Vivo Herrera, el futuro inmediato tendría otra fisonomía. Es otra muestra del paradojal y extraordinario destino de Luis Alberto de Herrera. El guerrillero cae, cuando después de haberse batido a lo largo y a lo ancho de todos los campos de la patria, humeantes todavía los fogones del campamento, pretende imponer y consolidar la paz y evitar el desorden.
En sus manos lleva una frustrada y mutilada victoria. Una victoria que no pudo querer.
(Marcha, 10 de abril de 1959)