«Esta amnistía es la ley fundacional de un nuevo orden político que deconstruye y deroga en la práctica la Constitución retorciendo su letra y traicionando su espíritu»
Ni siquiera tuvo Pedro Sánchez la gallardía, o la decencia, de acudir al debate definitivo de la ley fundacional de su nuevo orden político. Un orden que deconstruye y deroga en la práctica la Constitución retorciendo su letra y traicionando su espíritu, terrible precio de un acuerdo de supervivencia suscrito con los separatistas a cambio de la impunidad de sus delitos. Resulta ocioso resaltar, porque ya está muy dicho, el fraude moral que supone la reiterada, explícita negativa de todos los dirigentes socialistas, con el presidente a la cabeza, a la simple posibilidad de borrar los delitos del ‘procés’ tal y como al final ha sucedido sin que medie otro factor que la necesidad sanchista de contar con los votos del independentismo. Ese flagrante incumplimiento, una verdadera apostasía del compromiso electoral, palidece ante la dimensión disruptiva de esta demolición del vigente paradigma jurídico.
La amnistía, precedida de una aberrante reforma penal dictada a medida de los golpistas catalanes, no sólo liquida la igualdad ante la ley, anula la autonomía de los tribunales y desarma a las instituciones democráticas en una capitulación vergonzante. Todo eso, siendo extremadamente grave, podría encontrar alguna remota clase de justificación si se tratara de una medida excepcional agotada en sí misma, un capítulo aberrante cerrado con un punto y aparte tras el escandaloso pago de un rescate bajo chantaje. Sin embargo, es en realidad el primer episodio de un proceso destituyente cada vez menos encubierto que conduce al modelo plurinacional, al Estado compuesto según un impreciso molde confederal que de facto abole la soberanía nacional consagrada por la Carta Magna en su artículo primero.
El proyecto de deconstrucción constitucional, nexo esencial de todos los aliados de la coalición gobernante, nace de un concepto constructivista del Derecho según el cual la Ley Fundamental del 78 permite cualquier interpretación imaginativa a conveniencia de parte, como un contenedor de voluntades cambiantes en el que todo cabe, incluida la eventualidad de que el Tribunal Constitucional avale un cupo fiscal y una votación de autodeterminación ‘consultiva’ o revoque su propia doctrina para permitir que ciertas comunidades accedan a su propio sistema de justicia. El perdón a los insurrectos nacionalistas construye por vía oblicua una escala de ciudadanía que divide a los españoles en categorías distintas según el territorio en que vivan y establece por tanto una jerarquía de derechos y deberes selectiva. Esta anomalía es lo que el sanchismo considera un programa progresista: una legalidad gaseosa, arbitraria, corrupta, donde la igualdad quede sometida a privilegios diferenciales como la identidad o la ideología.
Este panorama no es fruto de una distopía ni de un serial fantástico. Es el horizonte inmediato de una España cuyo destino fue sellado en el infame pacto que el Partido Socialista firmó en Bruselas a cambio de que el prófugo Puigdemont apoyara la investidura con sus siete escaños. Y el rediseño paulatino de la estructura del Estado definida en el Título Octavo cuenta con el presentido respaldo de un grupo de juristas gubernamentales que han convertido el órgano de garantías constitucionales en un laboratorio kelseniano. Forma parte de una nueva Transición ejecutada, al revés de la original, a partir de un trazado unilateral que excluye por principio el consenso desde la acertada suposición de que jamás podría obtenerlo en la actual correlación de fuerzas del Parlamento. Se trata de sustituir las mayorías cualificadas, transversales, por la de un bloque hegemónico dispuesto a imponer sus criterios utilizando las leyes orgánicas como instrumento subrepticio de una mutación de régimen por vía de hecho.
Más allá del modelo territorial cuyo perímetro jurídico queda desbordado por la teratológica anormalidad de una ley literalmente redactada por sus beneficiarios, el curso de los acontecimientos políticos dibuja con progresiva nitidez un designio autocrático. El fondo del acuerdo de impunidad consiste en la supresión de la alternancia mediante el tejido de un cordón sanitario que encierre a la oposición –vencedora de las elecciones, por ende– en un ámbito aislado. Al mismo tiempo, el Ejecutivo ha ido dando pasos para ocupar los contrapoderes institucionales en una toma por asalto de la que sólo la Justicia ha logrado –por ahora– mantenerse a salvo. La amnistía era el requisito ‘sine qua non’ de la incorporación de los partidos rupturistas a la masa crítica de ese conglomerado multiorgánico –el Frankenstein de Rubalcaba– ante la incapacidad del PSOE para armar por sí solo un proyecto mayoritario. Y la demolición del ordenamiento conforma la argamasa que cohesiona la heterogénea alianza de populistas, extremistas de izquierda y nacionalistas republicanos a quienes el insensato aventurerismo de Sánchez ha subido a su barco.
Visto desde esta perspectiva, el olvido legal del golpe de secesión parece sólo un fragmento del problema. El poder judicial aún tiene la última palabra sobre la aplicación técnica de la norma y además deberá pronunciarse la Corte de Luxemburgo cuando el Supremo se lo requiera. (Inciso: el recurso al TC anunciado por las autonomías gobernadas por el Partido Popular es en ese sentido un grave error de interferencia que en el muy probable caso de una sentencia adversa puede resultar contraproducente a la hora de acudir a la jurisdicción europea). Por encima de esta ley radicalmente injusta, estrictamente torticera, la mirada global ha de centrarse en el inflamable ambiente de tormenta civil que amenaza la convivencia, un escenario peligroso del que la atmósfera bronca, revanchista y turbulenta de la sesión de ayer en el Congreso representa una muestra. La operación de aislamiento de la derecha conduce a la sociedad a una confrontación de trincheras emocionales y a un cisma ciudadano de solución muy compleja. El choque de legitimidades entre poderes del Estado sitúa la legislatura en un punto de tensión extrema, agravada por la existencia de patentes escándalos de corrupción cuyas sospechas alcanzan al entorno familiar de la Presidencia. La incertidumbre es grande, con un Gobierno en dificultades serias y unos socios imprevisibles agrandados por una victoria estratégica que encima se permiten considerar incompleta.
El aspecto más inquietante de la cuestión consiste en la constatación de que Sánchez y su partido están fuera de control y han perdido cualquier tipo de miramiento político. Su actitud revela una permanente disposición a jugarse el mandato a base de saltos al vacío, fiados a una contrastada habilidad para dominar la conversación pública con relatos ficticios divulgados a través de un eficaz aparato propagandístico. Nadie puede predecir cuál será el próximo desafío, la siguiente fuga hacia adelante de un líder acostumbrado a vivir al borde de un precipicio. Lo que sí es seguro es que desde hoy la nación y el Estado encajan más que ayer en las expresas aspiraciones de sus enemigos.