¿Se puede ser una isla conceptual en medio de un barrio de matones prepotentes y populismos de vuelo corto y soluciones fáciles, que repiten una y otra vez los errores del pasado, haciendo verdad aquello que Luis Landero decía “y es que a veces el pasado no termina nunca de pasar”?
“Nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva manera de ver las cosas” Henry Miller
En 1987, un año después de la entrada de España a la UE, con Portugal en camino, cosa que haría diez años después, Saramago publicó su novela “La balsa de piedra”, su apólogo novelado donde imagina la separación física de la Península Ibérica del resto de Europa, diciendo adiós definitivo a los Pirineos que hicieron de aquella una suerte de tierra extramuros de la Europa europea, vamos, de la de primera pues. Y de la mano del autor, los ibéricos cargan con frustraciones y desengaños, esperanzas y amarguras, a través del Atlántico como cinco siglos antes lo hiciera Colón, siendo que allí donde fuere que iban, les esperaba su destino, singular y propio.
Si imagináramos para nuestro Uruguay una aventura similar, difícilmente los ríos Uruguay, Cuareim y Yaguarón acepten hacer el papel de Pirineos y nos liberen de nuestras ataduras con el Brasil -que apenas se daría por enterado- y la Argentina que tanto nos quiere.
En realidad, el sueño de insularidad de Saramago para con la Península Ibérica y el mío respecto del Uruguay, no tiene que ver con las condicionantes físicas y geográficas, sino con las realidades de esos espacios nacionales respecto de las que les circundan, y cómo ellas condicionan las políticas particulares. En el caso de Portugal por aquellos años, por el avance de Bruselas sobre los gobiernos nacionales y sus prerrogativas, que generó un movimiento euroescéptico nada despreciable, y en el nuestro por la recurrente ola de populismos que vuelve a azotar por estos lares sudamericanos.
Reivindicar espacios nacionales por estos tiempos es un terreno harto resbaladizo. Requiere cautela y precisión para no caer en chauvinismos perimidos o nacionalismos anacrónicos, toda vez que invocar singularidades nacionales no necesariamente tiene que ver con territorios o relaciones de poder, sino con valores mínimos de convivencia pacífica, respeto de las libertades, seguridad jurídica para sus habitantes y gobiernos republicanos que ejerzan su autoridad sin autoritarismos y convoquen en todo tiempo a poner los intereses nacionales por encima de ideologías retrógradas de raigambre totalitarias.
¿Se puede ser una isla conceptual en medio de un barrio de matones prepotentes y populismos de vuelo corto y soluciones fáciles, que repiten una y otra vez los errores del pasado, haciendo verdad aquello que Luis Landero decía “y es que a veces el pasado no termina nunca de pasar”?
Tal vez, esa pregunta se hacían los suizos cuando sus grandes vecinos paseaban águilas y cruces gamadas, martillos y hoces por toda Europa, y fueron -y son- una isla en medio de tierras ensangrentadas. Esa pregunta se la hacían y siguen haciendo los israelíes, no sin razones y escepticismos muchos, para mantener su democracia en medio de totalitarismos de toda laya.
Parece que la respuesta es sí.
Pero es sí, si hay un país que se hace fuerte en la adversidad, si se guardan consensos mínimos para que los adversarios solo sean eso y no enemigos prontos a trabajar para el “cuanto peor mejor”, capaces todos, tirios y troyanos, de dejar alguna prenda del apero por el camino, si con ello se contribuye a escapar del círculo vicioso que nos amenaza cada día.
En cambio, la respuesta es no, no habrá tal insularidad y seremos una provincia más en el Reino de la Mediocridad que nos rodea, si nos dedicamos a edificar conflictos, levantar murallas en el altar de las ideologías; si insistimos en los maniqueísmos y la descalificación, si una buena noticia se transforma en mala porque viene del campo contrario y si es de allí que viene, vale pinchar la pelota aunque no se pueda continuar partido alguno.
Aunque escéptico, me gustaría por lo menos no ser pesimista.