Una coalición político-electoral supone un doble juego de cooperación y lucha
interna, pero con la mira puesta en alcanzar la victoria, que sólo es posible si la
coalición se mantiene unida.
El calendario es inexorable. Dentro de unos 150 días, el Uruguay ingresará al año
preelectoral. Eso no significa que los anteriores no lo hayan sido, pero en este caso todo lo que
hemos visto en los dos años y medio previos empezará a tomar cuerpo en candidaturas
concretas, estrategias y alianzas.
Las grandes líneas ya están tendidas, y todo parece dirigirse hacia una reedición de lo
ocurrido en el año 2019, pero con una diferencia mayúscula: en el manojo de candidatos a
presidir el gobierno que él encabeza, no estará presente Luis Lacalle Pou. Aunque existe la
tentación que no pudieron resistir los presidentes anteriores (con los resultados conocidos), de
apoyar a un candidato en esa carrera, nada puede sustituir a su presencia en las tribunas y en
los medios de comunicación en busca de votos para su propuesta.
La pregunta que comienza a oírse en ciertos ambientes políticos del oficialismo es si resulta
una buena idea repetir esa receta, basados en la conocida expresión “segundas partes nunca
fueron buenas”.
Y las dudas escondidas detrás de esa pregunta, tienen sentido. La “coalición multicolor” fue la
respuesta a un momento político que es único e irrepetible. Entre otras cosas porque aquella
coalición buscaba llegar al poder, mientras que en el 2024 intentará retenerlo. ¿Valen las
mismas estrategias en un caso y en el otro? Esta es la pregunta clave.
La reforma constitucional de 1996, con la introducción de la segunda vuelta para elegir al
Presidente de la República, introdujo no sólo un cambio en el sistema electoral, sino también
en el sistema de partidos. Urgidos por el avance de la izquierda, que en las elecciones de 1994
quedó a las puertas del poder, los liderazgos de entonces de los partidos fundacionales, bajo el
impulso del Presidente Sanguinetti, impulsaron una modificación que exigía la mayoría absoluta
de votos para acceder a la Presidencia de la República.
Como era previsible, eso sólo retrasó la llegada del Frente Amplio al gobierno, pero creó las condiciones para que durante tres períodos consecutivos obtuviera la victoria con mayoría absoluta. Era inevitable, ya que una de
las consecuencias lógicas del sistema de doble vuelta electoral es que el sistema de partidos
termina vertebrándose en dos grandes coaliciones o alianzas.
La reacción del resto del espectro político demoró en concretarse. Nada extraño, claro está,
si se tiene en cuenta que este fenómeno político-electoral data del año 1989 en Montevideo, sin
que los partidos opositores hayan podido desde entonces desplegar una estrategia eficaz para
su objetivo, que se supone es el de ganar las elecciones. La torpeza y la improvisación
mostradas en las dos últimas elecciones departamentales hacen dudar de ese propósito.
Una coalición político-electoral supone un doble juego de cooperación y lucha interna, pero
con la mira puesta en alcanzar la victoria, que sólo es posible si la coalición se mantiene unida.
La izquierda comprendió esta verdad política elemental hace 50 años, cuando dejó atrás
décadas de enfrentamiento entre las distintas corrientes de esa “tribu”, y acordó comparecer en
forma unida a las elecciones nacionales.
La captación de votantes nuevos entre los jóvenes, como consecuencia en gran medida del
control del aparato universitario y de los “colectivos” del ámbito de la cultura, unido con el
creciente desinterés de los partidos liberales y reformistas por esos ámbitos, y por el
desprestigio acarreado por el uso de prácticas clientelísticas obsoletas, fueron arrinconando a
los partidos fundacionales a un ámbito cada vez más estrecho, lo que hacía inevitable el
resultado electoral del año 2004.
Con este panorama, fue necesaria la renovación de los liderazgos para que estas viejas
colectividades asumieran un nuevo rumbo. Los riesgos que se avecinan serán abordados en
sucesivos enfoques desde esta columna.