El «progresismo», como gustan llamar sus feligreses a esa religión laica a la que adhieren miles de uruguayos, es mucho más que una corriente política, una escuela filosófica o un movimiento político. Su núcleo más duro tiene un carácter de secta, que se pone de manifiesto cuando alguno de sus seguidores decide emprender otro camino, o plantea una queja al «alto clero» de la organización.
El «caso Hernández», que ha tomado alcance nacional luego del informe emitido el pasado domingo 7 por el programa «Santo y Seña», puso al descubierto, entre otras cosas, la «sanción moral» que sus compañeros del MPP le aplicaron a quien pidió justicia por el grave daño sufrido tras recibir un disparo, cuando se acercó a una casa vecina a la suya, en plena noche, alertado por las detonaciones que formaban parte del festejo en el domicilio de un jerarca policial del balneario La Paloma.
En declaraciones a ese programa de televisión, la víctima narró que varios conocidos evitaban incluso saludarlo, tras las gestiones que él había hecho, apoyado por su familia, para que los responsables del delito que lo condenó a la silla de ruedas fueran sometidos a la justicia.
Esa reacción llegó al punto de que la murga frenteamplista del balneario, llamada «Palomurga», evaluara en principio rechazar su presencia en actividades destinadas a recaudar fondos para su auxilio, actitud que finalmente no prosperó.
Ese extremo prueba hasta donde puede llegar la adhesión a ese grupo, que incluso es capaz de determinar la «cancelación social» de quien decide enfrentar al mismo, sin importar lo valdedero y fundamentado del reclamo, como es fuera de toda duda el caso del señor Hernández.
El «progresismo», en su versión más sectaria, está instalado en sectores importantes de la sociedad, donde la razón ha ido perdiendo espacio frente al fanatismo y al culto al dogma, lo cual impide el juego natural de la vida política democrática. En su lugar, ha ganado terreno un enfoque alejado de lo que caracteriza el choque de ideas pasadas por el tamiz de la razón y el pensamiento libre.
Este es el gran desafío que hoy enfrenta la democracia uruguaya. Y frente al mismo la reacción debe provenir de todos aquellos que, sin importar el partido político de su preferencia, entienden que este tipo de actitudes sectarias y fanáticas no tienen lugar en el debate político.