Un Brasil dividido a la mitad es el legado que deja Bolsonaro y recibe Lula, en su regreso a la Presidencia.
En una definición reñida, que se ajustó a lo previsto por las dos encuestadoras que más se acercaron al resultado de la primera vuelta, Lula recibe por tercera vez el encargo de presidir el Brasil. Esta vez no lo hace como abanderado de un cambio, sino como el responsable de unir al país luego de la elección más polarizada de la historia reciente.
Ese desafío se ve reflejado en la necesidad de acordar las grandes líneas de su tercer gobierno con un Parlamento controlado por el bolsonarismo, y también de pactar la convivencia con los gobernadores de los estados clave de San Pablo, Minas Gerais y Río de Janeiro, en manos de adversarios políticos.
Para ello contará con el apoyo de su vicepresidente, el ex gobernador de San Pablo Geraldo Alckmin, tradicional adversario del partido de Lula y del propio Lula.
La enorme remontada de Bolsonaro en el balotaje, al reducir a algo más de la mitad la ventaja que había obtenido Lula en la primera vuelta, ratifica su liderazgo personal en el amplio espectro del centro derecha. Este sector se vio alimentado esta vez por votantes de los izquierdistas Ciro Gomes y Simone Tebet, que puestos en la disyuntiva de elegir entre Lula y Bolsonaro, optaron por este último.
Todos estos factores obligarán a Lula a moderar su discurso y su acción de gobierno, sobre el que sobrevolará la sombra de los varios procesos judiciales abiertos contra viejos colaboradores, varios de los cuales, como él mismo, debieran cumplir condenas de prisión.
El resurgimiento político de Lula, fruto por partes iguales de su innegable carisma y de los errores cometidos por Bolsonaro en su gobierno, especialmente en el manejo de la pandemia, lo coloca en la disyuntiva histórica de unir a su país, para lo cual deberá dejar atrás el espíritu de revancha y algunas propuestas radicales que dividen a la sociedad.
Esta tarea implica el riesgo de dividir a parte de su base electoral y social, que puede sentirse frustrada por ese necesario cambio de tono que deberá adoptar.
Lula no se puede permitir un fracaso. Su promesa de gobernar también para los que no lo votaron es una declaración alentadora.
Ahora deberá llevarla a la práctica. La suerte de Brasil y el resto de América del Sur depende en gran medida de que pueda estar a la altura de esta responsabilidad histórica.