Escribe Lic. Psic. Denise Aín
Especial para CONTRAVIENTO
La Reforma Educativa ya está entre nosotros, y como en todo pueblo que se precie, antes de haberse esbozado un primer borrador, ya había ganado su adeptos y detractores, sus acérrimos defensores, y quienes se relamían a la búsqueda del menor detalle que les permitiera hacer de la parte, el todo al que objetar.
En el interín, quienes manejaban el tema al dedillo, los ignorantes absolutos, y quienes como quien suscribe, sin ser especialistas en la reforma, alguna idea teníamos, no escatimamos en emitir o escuchar juicios, opiniones y comentarios de todo tipo y color.
“¡Resulta que ahora los chiquilines no repiten más! Pasan de año como por un tubo sin saber nada, con tal de que mejoren las estadísticas!”
“¿Viste lo que aprendíamos vos y yo? Bueno… ahora parece que eso no sirve para nada, y que lo que importan son com-pe-ten-cias. Como hablábamos con mi mujer el otro día, nosotros para competencias teníamos el recreo. A los sumo los intercolegiales”.
En fin… Más allá de cualquier sarcasmo, disparates de ese estilo recorrieron durante dos años los pasillos de las escuelas, los asientos de las peluquerías, los minutos de espera en la caja del supermercado, o el diálogo de cinta a cinta en el gimnasio, poniendo sobre el tapete (en el más sano de los casos) los temores que cualquier cambio que se propone radical suscita.
A mí en particular, que sin ser docente trabajo en la educación (más concretamente en Educación Especial) muchas preguntas me sacudieron, y me animan a escribir esta columna. No obstante, me voy a centrar sólo en dos: ¿De verdad hay gente convencida de que determinado porcentaje de repetición es medida del nivel educativo?
¿Alguien cree fehacientemente que es más importante recordar datos por ejemplo, que desarrollar competencias?
Es cierto que en algunas circunstancias muy puntuales, un niño o adolescente puede necesitar repetir un año, para poder continuar con su trayectoria educativa, pero remarco: uso deliberadamente verbo “necesitar”, y no “merecer”.
En mi opinión, ningún chico “merece” la repitencia.
Acostumbrados tristemente a manejarnos sólo en términos de premios y castigos, poco se piensa en las necesidades de cada alumno. Y cuando esto sucede, es porque directamente, ya lo perdimos de vista. El sistema educativo lo perdió de vista, y quizá lo pierda también en su matrícula para el año siguiente, o algún año más adelante.
Apartada absolutamente de la visión nihilista de que deba evitarse cualquier tipo de frustración a como dé lugar (porque un adecuado manejo de la frustración hace a la salud mental de cualquiera), sí creo, que no hay repitencia que no deje marcas profundas en quienes justamente, más necesitan ser acompañados que castigados.
Los invito por un minuto, a ponerse en los zapatos de cualquier niño o adolescente que, seguramente tras muchos otros “castigos menores” durante el año, tiene la repetición por destino inmediato.
Basta con imaginarlo salir del aula el último día de clases con el carné en la mano y la cabeza gacha, avergonzado frente a sus pares, o en su defecto, con la actitud irreverente y hasta revanchista, de quien desea mostrar(se) fuerte e impertérrito, frente a un sistema que de a poco, comienza a soltarle la mano.
Les pido otro minuto, para imaginar a sus compañeros, a los burlones y a los amigos, que dan compasivamente una palmada en el hombro, en el mismo instante en el que pasan a ser ex-compañeros.
El castigo no es sólo perder el año curricular (que en algún punto sería lo de menos). También trae por añadidura algunos castigos mayores: el perder su grupo de pertenencia, sus amigos, y la posibilidad de seguir siendo, para siempre, parte de su propia generación.
La repetición no sólo lo arrojará al esfuerzo de dar revancha académica con o sin la esperanza de poder darla, sino, sumado a ello, al esfuerzo emocional de tener que entablar nuevos vínculos con quienes seguramente aún tienen otros intereses, aún se ríen de otras cosas, comparten otros juegos, y midan una cabeza menos.
(En medio de tanta incertidumbre, al menos saber que el año siguiente se ocupará el último lugar en la fila puede ser de las pocas certezas, junto a que le pedirán que corra la cabeza para ver el pizarrón, porque bien sabido es que no hay mejor repetidor que al que sientan en primera fila para que atienda, aprenda más y mejor).
Volviendo a la pregunta inicial (la segunda quedará para una próxima columna de alguna nueva invitación) la reforma educativa, lejos de apuntar a bajar el nivel de exigencia, o a que “todos pasen de año como por un tubo sin saber nada,” lo que propone, es un cambio de paradigma, que obliga a modificar su sistema de evaluación dando coherencia a la transformación.
Este nuevo paradigma implica entre otras cosas, la definición de metas de desarrollo educativo como un conjunto de competencias generales, y específicas, que se espera que los estudiantes desarrollen a lo largo de su trayectoria educativa, y que dan lugar al Perfil de Egreso, considerado en tramos (y no tan solo en años lectivos), abarcativos de los diferentes ciclos educativos.
El cambio de óptica respecto del proceso de aprendizaje, supone indefectiblemente, una nueva mirada acerca de la evaluación, entendiéndola como una evaluación formativa, como parte del proceso de aprendizaje.
Tal como está plasmado en el documento Marco curricular Nacional. Documento preliminar en proceso de elaboración y consulta (2002) de ANEP https://www.anep.edu.uy “La evaluación es una herramienta en el camino del desarrollo de aprendizajes, nunca un fin en sí mismo: no se aprende para la evaluación, sino que se evalúa para seguir aprendiendo, mediante sus efectos retroactivos de reorientación del proceso…” “…la evaluación no debe entenderse como un momento aparte del enseñar y aprender: en la evaluación se continúa enseñando para que el estudiante continúe aprendiendo…se evalúa para conocer los logros de los estudiantes, se evalúa para diseñar los pasos siguientes en el proceso de aprender, y se evalúa para que el estudiante continúe aprendiendo mientras es evaluado.”
Por ende, se evalúa para poder acompañar y sostener al estudiante en el sentido amplio del término, y no para expulsarlo. También está prevista la evaluación de la propia reforma, que seguramente requerirá ser revisada, reformulada en muchos aspectos, y vuelta a evaluar.
Al día de hoy, nadie puede dar fe de que la Reforma Educativa conducirá a la educación a los resultados esperados. Lo que sí es indiscutible, es que insistir sobre lo que por años demostró fracasar, ya no era una alternativa posible.
Nadie puede aventurar los resultados y el impacto exacto de un camino que recién comienza a transitarse. Lo que sí me animo a decir, es de que se trata de un modelo que contempla de mejor manera la heterogeneidad, las distintas formas de enseñar y de aprender, los distintos tiempos y contextos en los que el aprendizaje tiene lugar, los tiempos de maduración, y los objetivos a los que debe tender la formación de los ciudadanos.
En suma, bien vale diferenciar los conceptos de equidad, de igualdad y de justicia.
Efectivamente, no se trata de un modelo de transformación equitativo e igualitario (en términos de homogeneizar, dando a todos lo mismo), sino de uno a mi juicio superador, en tanto apunta a garantizar la justicia en materia educativa, dándole un lugar privilegiado a la diversidad, a la heterogeneidad, y eso supone no dar a todos lo mismo, sino brindar a cada quien aquello que necesita a lo largo de su trayectoria educativa.