La República Quietista del Uruguay

Escribe Jorge Martínez Jorge

Breve historia un país anclado en un pasado edénico que no fue.

“Deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá”  Harold McMillan

 

El contexto

 

La nota refiere a la relativamente pequeña república enclavada al oriente del Río Uruguay, al que debe su nombre, al sur del Cuareim, al occidente del Yaguarón y la Laguna Merín y al norte del Río de la Plata y del Océano Atlántico. Eso es así desde hace dos siglos y está bien, que los países no se andan mudando de un lado a otro según pasan los años. No, por lo menos, por esta parte del mundo y por estos tiempos.

Lo de relativamente pequeño es importante resaltarlo, porque tras décadas del machacón latiguillo del “paisito”, olvidamos que en nuestro territorio caben con holgura Suiza, Holanda, Bélgica y Dinamarca, por lo menos.

El carácter “quietista” de la república, no refiere entonces a su aspecto físico, sino a otras cuestiones que tienen que ver con la cultura, la idiosincrasia y a lo que se supone justifica compartir un territorio, una bandera, una moneda y hasta un seleccionado de fútbol: el ser nacional.

Y aunque de carácter levantisco, como solía pintarnos el porteño más oriental que hemos conocido, Jorge Luis Borges, tras pasarnos un siglo entero en sucesivas guerras de cabotaje, generosos para los degüellos y demás lindezas, desde los albores del horripilante Siglo XX nos abocamos a la construcción del mullido “Estado Tapón” pensado por Lord Ponsomby, pero lo más afrancesado posible, aunque con un toque suizo que por la época era lo más.

Mientras hubo vacas gordas y hambrunas europeas, nos pusimos a construir el sueño sudamericano, clase media para todos, ocho horas y para las casas, hospitales y escuelas modelo para la época, y un futuro esculpido en bronce. Exportamos el trabajo de las vacas -y los toros, que ponían lo suyo en aras del naciente capitalismo reproductivo- y el pasto, e importamos inmigrantes hambrientos, dispuestos a deslomarse para cumplir el sueño sudamericano.

 

Por si algo faltara, malagradecidos con los ingleses que nos enseñaron a patear un balón redondo de cuero al que le llamaron football, les organizamos el primer mundial y sin vergüenza alguna, se los ganamos en la cara. Peor todavía, apenas veinte años después, el cachetazo fue para Brasil, nuestro hermano norteño.

Como quien no quiere la cosa, en medio siglo, éramos los guapos del barrio, pura garra, pero de talante muy mesurado, del “acá voy, tirando nomás”.

Y entonces, como sin darnos cuenta, plantamos bandera y nuestros abuelos dijeron “lo hecho, hecho está y ahora toca cuidar”, aunque las vacas flacas estuvieran a la vuelta de la esquina. Acá no se mueve nadie, ni nada.

Pasamos del “síndrome del inmigrante”, al que la vida no le alcanza para agradecer a la tierra que le brindó esa segunda oportunidad que la suya antes le había negado –y por tanto se considera un eterno deudor– para pasar al país del criollo, criado bajo ese paraguas protector y la promesa de un Estado paternalista omnipresente, y por añadidura con el síndrome contrario, el del eterno acreedor, fuente de inagotables derechos desde la cuna a la sepultura.

He aquí el huevo de la serpiente, óvulo y espermatozoide que se juntarían para engendrar el monstruo del quietismo, la lloradera y la contra por las dudas.

Desde entonces el monstruo no ha parado de crecer, y sexagenario por lo menos, se mantiene refractario a cualquier cambio. Antes bien, recargado. Veamos un par de ejemplos.

Quietismo I: la Educación

Tuvimos muy buena educación e instrucción pública, en un país que aún se comunicaba por carta y viajaba, poco, por tren, sin coches ni televisión, donde educaba la familia -con apoyo de la Escuela- e instruía la Escuela -con apoyo de la familia-, presente en tanto en la casa solía permanecer la madre, o en algún caso el padre, y los horarios permitían disponer tiempo para los hijos.

Hasta mediados del pasado siglo, quizás hasta los sesenta y no mucho más -en términos actuales historia antigua-, la Educación siguió manteniendo su bien ganado prestigio, más que nada gracias a generaciones de formidables maestros y profesores, vocacionales en alto grado, que soslayaban sus magras remuneraciones con la recompensa moral de la misión cumplida. Así, no podía durar.

Superada la etapa dictatorial, cuyo único logro en la materia se limitó al silencio de los cementerios, la disciplina cuartelera y la pintura blanca hasta el metro veinte de todo lo que no se moviera, la democracia restaurada intentó poner manos a la obra. Intentó, bien dije. Porque la furibunda reacción, promovida desde el ámbito sindical furiosamente politizado y desde el sistema político altamente sindicalizado, hizo temblar las raíces de los árboles. Desde Planes hasta Bandejas alimentarias, todo fue excusa y motivo para demostrar el carácter imperialista, extranjerizante, privatizador, clasista y discriminador, neoliberal a ultranza y una interminable serie de epítetos bajo la cual yació buena parte de la Reforma.

Esa Reforma no era la forma, dirían desde entonces. El problema es que ni esa ni ninguna otra sería nunca la forma, porque lo que no se aceptaba, no se acepta, ni se aceptará me temo, es que haya que reformar nada en el reino mental de los soviéticos de 1917.

Que nada cambie para que todo siga como está, pareció ser, desde entonces, la versión uruguaya del gatopardismo más reaccionario escondido tras los búnqueres del “progresismo” sesentista.

 

Quietismo II: La Seguridad Social

Un segundo ejemplo es el de la Seguridad Social, más específicamente el del generoso sistema de Jubilaciones y Pensiones, heredado en gran parte del Batllismo del Estado de Bienestar. Cuando a partir de mediados de los años noventa, se logró la aprobación de la Ley de Reforma que creaba, entre otras modificaciones, el Régimen Mixto público-privado con la creación de las AFAPs como administradoras de parte del ahorro previsional.

Ante la imposibilidad de lograr la derogación de la norma, el consorcio político-sindical de la reacción entabló primero una guerra abierta, recurriendo a todo el arsenal jurídico, nacional e internacional, coactivo y de presión, para voltear la reforma.

Aunque escorada, esta siguió su curso, lo que motivó que el enemigo se instalara en las trincheras y volviera a la guerra de guerrillas, en especial contra el monstruo privatizador de las AFAPs, guerrilla que aún dura y que, si bien no consiguió su propósito de derrumbar el edificio, logró en cambio bombardear hasta sus cimientos.

Es que, esa Reforma no era la forma.

Transcurrido más de un cuarto de siglo, el Sistema vuelve a crujir y amenaza venirse al suelo. No de ahora, sino desde hace bastante tiempo. Sin embargo, durante la década y media en que los adoradores del status-quo estuvieron en el poder, se limitaron a patear la pelota lejos del área a la espera que los costos políticos los pagara el otro.

En eso estamos ahora. Tras meses y años de infructuosas negociaciones con la Esfinge del quietismo, la montaña parió una reformita, tibia y modesta, que se sabe ya será un parche -útil y necesario, pero insuficiente- por el que se pagará un alto costo político del que medrará la mítica criatura destructora, y hará necesaria en no mucho tiempo, otra Reforma.

Como era de esperarse, las baterías de cañones ya están cargadas y apuntando al centro de la malvada coalición que está dispuesta a entregar el rico patrimonio de los orientales al bajo precio de los designios imperialistas y neoliberales.

El impaciente mundo que no espera

Hace dos siglos atrás, cuando nacía el Uruguay como Estado tapón en medio de la ola libertadora del extinto Imperio Español, el mundo cambiaba con la cadencia de los siglos. En la América desespañolizada, ese siglo fue el de las guerras intestinas, las “conquistas” y las alianzas.

Se precisó un nuevo siglo para ingresar en una etapa de relativa consolidación de los Estados y de Instituciones que merecieran el nombre de tales.

Desde mediados del horripilante Siglo XX, bombas atómicas mediante finiquitada la llamada Segunda Guerra Mundial, ingresados en la interminable “Guerra Fría” de que fría nada y de guerra mucho, con el avance de la tecnología y el conocimiento, el mundo dejó de cambiar por Siglos. Ahora lo hacía por décadas. Más o menos así hasta el fin de siglo, con el advenimiento del nuevo Milenio y la postergación una vez más, del Apocalipsis, por lo menos en su versión bíblica, el mundo ya no cambia por décadas sino por años, a veces por meses y casi diría que a diario.

Haga una prueba, si le parece que exagero. Vaya diez años atrás y vea cuáles eran las noticias y qué era novedad. Si quiere, pruebe con veinte años. ¿Qué duda cabe?

Esta columna, que hace veinte años estaría destinada a ser leída en un periódico en papel, comprado en el quiosco de la esquina, hoy ingresará en el mundo digital y allí será utilizada por un logaritmo que determinará a quién, cómo y cuándo se le ofrecerá la posibilidad de leerla.

Así las cosas, las sociedades congeladas en el tiempo como la uruguaya, tiene todos los boletos para hacerse acreedora de perderse en los sumideros de la insignificancia.

Si eso será así, aferrados al país que fue -un poco sí, fue, pero un mucho nunca fue, forma parte de la imaginería que el quietismo cultivó con esmero- no habría país para ser.

Será, en todo caso, el triunfo del quietismo tan anhelado por los justos de la miseria compartida. Triunfo pírrico, allí donde los haya, pero triunfo al fin. Que es, al fin y al cabo, a lo que aspiran los pobres de espíritu.