por Jorge Martinez Jorge
A Carlos Alberto Montaner, cubano impenitente, la entrada del Fidel y sus barbudos a La Habana, le tomó con apenas 17 años, y del apoyo inicial a quienes habían derrocado al dictador Fulgencio Batista, pasó rápidamente a la disidencia tras el inicio de las purgas y fusilamientos sumarios por parte del incipiente régimen stalinista.
Preso por pertenecer a una supuesta célula terrorista -que incluía al poeta Armando Valladares como supuestos agentes de la CIA- fue condenado a 20 años de prisión y confinado en una cárcel para menores. Tuvo la suerte que le fue esquiva a Valladares, porque siendo mayor de edad, el poeta fue enviado al Gulag de las Américas a donde pasó 22 años como víctima de torturas de las que hasta los chinos se avergonzarían.
Contra toda esperanza
Montaner en cambio, logró huir de esa cárcel y refugiarse en la Embajada de Honduras y tras medio año allí junto a un centenar de otros refugiados, consiguió salir de Cuba exiliándose en Estados Unidos, hacia donde ya había salido su familia, incluyendo a la aún adolescente Linda, quien habría de ser su esposa hasta el último día de su vida.
En los albores mismo de su vida adulta, el joven Montaner marchaba al destierro -pena que somete al condenado a la peor condición, la de huérfano -el que lo es, de por vida, penado a verse privado de su tierra, el vientre y simiente que da razón a la vida- al que solo la muerte pondría final.
En su último artículo, el definitivo luego de miles tras más de seis décadas de periodismo, escribió cuando usted lea este artículo, yo estaré muerto.
Hay hombres que hacen de su muerte una obra digna de su vida
Es el postrer triunfo sobre la muerte: convertirla en lección de vida. Tal es el caso de Carlos Alberto Montaner, CAM como solía identificarse en sus múltiples facetas de escritor y periodista.
El 30 de junio pasado, en Madrid, el personal médico designado a tal efecto procedía a la definitiva desconexión del cuerpo de Carlos Alberto Montaner que, severamente afectado por una parálisis supranuclear progresiva e incapaz de librar una nueva batalla, se había ido convirtiendo en cárcel de una mente nacida para la libertad.
Sin abandonar nunca su proverbial humor, dejó escrito que, a su partida de Miami, ya dispuesto a poner fin a lo poco de vida que a su cuerpo le restaba, le preguntaron si se iba a vivir en España. Esbozando una sonrisa, le respondió al curioso que no, me voy a morir a España.
Coherente con sus profundas convicciones liberales y una ética de la responsabilidad sin dobleces, hizo suya la frase del español Ramón Sampedro (y que, en el cine, en la laureada película “Mar adentro”, sería protagonizado por Javier Bardem) quien sostenía que “vivir es un derecho, no una obligación”.
Es el derecho que asiste al ser humano a la defensa última de su dignidad. Agotada la capacidad de lucha contra ese enemigo interno en que se ha convertido el cuerpo, al guerrero del libre albedrío sólo le cabe plantarle cara y recordar a Camus cuando decía que la enfermedad es el tirano más temible, y en esas circunstancias continuar, simplemente continuar, se vuelve sobrehumano.
Hizo lo que pudo
Tal la frase de Julián Marías, con la que Montaner resume su vida, en ese texto póstumo, para graficar su lucha de 62 años por la libertad en su amada Cuba, siempre anhelada y nunca conseguida. Y vaya si lo hizo.
Tras 62 años de lucha permanente a lo largo y ancho del mundo, predicando el credo de la libertad individual y el respeto por los derechos humanos, tanto como el derecho colectivo de sus compatriotas a elegir su destino -que se les negaría hasta más allá de su última batalla, las más de las veces con la complicidad del cinismo intelectual e institucional de un mundo donde el doble discurso es el discurso- que un legado insoslayable que el tiempo se encargará de aquilatar en su real dimensión.
Una simple enumeración de decenas de libros escritos, miles de columnas periodísticas, conferencias y debates, así como sus tres décadas como presidente fundador de su propio partido político en el exilio, la Unión Liberal Cubana, en cuya representación ocupó por dos décadas la Vicepresidencia de la Internacional Liberal, no es más que eso, una simple enumeración.
Dice más de él y su vida, el que durante esas seis décadas largas el régimen cubano y su Pravda en papel prensa, no dejaran un solo día en dedicarles sus habituales diatribas.
Probablemente una semblanza de una persona de vida tan intensa y dilatada trayectoria, estaría completa con lo ya dicho.
Las otras lecciones que deja una muerte tan señalada
Sin embargo, el columnista entiende oportuno agregar un par de conceptos que cree importantes, no solamente referidos a su vida, sino al último acto de ésta, la muerte decidida a conciencia cuando aquella nos quita lo más sagrado.
Como lo expresó en su artículo-legado un propósito no menos importante de su decisión, lo constituía la intención de contribuir a extender el debate en torno al derecho a la eutanasia y la muerte asistida.
Con seguridad, ese propósito será ampliamente conseguido. Para quienes, como nosotros, que hemos doblado el codo para entrar en la recta final, puestos en similares circunstancias que las de Montaner, será un elemento no menor por considerar.
El otro, tampoco menor a nuestro entender, tiene que ver con el honor y el orgullo del ser humano que ha dedicado su vida a combatir en favor de una causa, sea a través de las armas o en el no menos importante de las ideas.
Puesto ante la evidencia que su única arma, su intelecto, va camino a tornarse inútil, con la convicción de que hizo todo lo que pudo, como el Capitán de la embarcación yéndose a pique -como lo hizo el comandante Langsdorff frente a nuestras costas en 1939 tras el hundimiento del Graf Spee, o como seis años antes Baltasar Brum ante la evidencia que su vida no serviría más a la democracia que su muerte- Carlos Alberto Montaner nos deja la lección que mejor muerto que vencido.