Por Graziano Pascale
Son muertos sin nombre ni fotos. La crónica periodística apenas recoge «un hombre», o «una mujer», o «dos niñas». Y sólo ahí, cuando la tragedia de la muerte de dos niñas y su madre captura nuestra atención, y nos pone frente al abismo del dolor más grande que un ser humano puede experimentar, es que nos detenemos unos segundos. Leemos un par de párrafos, pero la angustia nos impide seguir adelante. Y pasamos a otras noticias.
Las muertes en la carretera se han convertido en una pesadilla. Nuestro compañero Manuel Da Fonte se ocupa regularmente de la seguridad vial en nuestro portal. El interés de los lectores ha llevado a que tengamos en nuestro «menú» una sección especial dedicada al tema. Con profesionalidad y gran interés por el tema, Da Fonte analiza las múltiples causas que están en el origen de este flagelo moderno. Desde el mal diseño de las rutas, la falta de una fiscalización seria de las conductas riesgosas al volante, la escasa exigencia de normas de seguridad en los vehículos que circulan, hasta la imprudencia de los conductores, todos los factores están incluidos en sus artículos, que merecen una lectura atenta y detallada. La masiva respuesta de nuestros lectores ante sus artículos es la mejor demostración de la importancia del tema.
Reflexiones similares a la anterior pueden hacerse sobre otros accidentes en calles o carreteras, que terminan con la muerte de peatones, motociclistas, conductores o pasajeros. La escasa atención que los medios -y, por ende, la sociedad de la cual son un espejo- prestan a este tema, limitándose por lo general a consignar el parte policial sin profundizar en las causas y consecuencias de los hechos, es reveladora de la parálisis que el tema nos provoca.
Casi se podría decir que los accidentes viales -en gran parte prevenibles, como siempre nos recuerda Da Fonte- tienen para la sociedad uruguaya la fuerza de un hecho de la naturaleza, como un terremoto o una inundación, frente a los cuales nada puede hacerse, más que lamentar las pérdidas y abocarse a la reconstrucción. Pero mientras el hecho de la naturaleza trae consigo la semilla del consuelo ante lo inevitable, que ayuda a aceptar aquello que el hombre es incapaz de evitar, las muertes en las calles y carreteras son muertes sin sentido, abrumadoras, que marcan de por vida a los seres queridos de quienes han perdido la vida en esas circunstancias absurdas.
La parálisis de los medios, del sistema político en general, y de las autoridades con competencias en el tema, despierta en sí misma una sensación de perplejidad. ¿Cuál es el valor de la vida y de la muerte en el Uruguay? ¿Cómo nos preparamos para enfrentar situaciones de riesgo o de peligro en la vida cotidiana?
Una observación atenta de las conductas en el tránsito ayuda a contestar estas preguntas, y, por tanto, a encontrar algunas de las razones que explican, o al menos ayudan a entender el origen de estas desgracia.
Comencemos por un hecho que ya se ha normalizado en las calles de Montevideo: la circulación a contramano de las motos, especialmente las utilizadas en los llamados «deliveries». Además de ser una conducta temeraria, y carente de fiscalización (las multas ayudan a cumplir las normas), demuestra una actitud de desprecio por la vida propia y ajena, nacida de la ignorancia del peligro, que caracteriza a los niños. Pero el problema es que al volante no hay niños sino adultos, que han vivido su infancia y adolescencia en un mundo que desafía constantemente a la autoridad legítima (maestros, jefes, profesores, policías, etc) creyendo que de ese modo enfrentan la «represión», y abogan por «la libertad».
Estamos claramente ante un fracaso de las dos instituciones que inculcan a las personas aquellos conceptos y valores que luego se constituyen en los pilares de la vida en comunidad: la familia y la escuela, entendida esta última como el sistema educativo en su sentido más amplio.
¿Qué entendemos por «diferencias culturales»?
Cuando este tipo de temas se plantean en las redes sociales -moderno y democrático ámbito de opinión ciudadana-, se suele leer que las «diferencias culturales» con otras sociedades explican algunas carencias que el Uruguay tiene en este terreno. Pues bien: ¿qué significa exactamente eso? Básicamente significa el fracaso de la educación como herramienta de integración social, de difusión de valores y conceptos que resultan básicos para el nomral funcionamiento de la sociedad y del progreso de las personas.
El sesgo ideológico del sistema educativo, espcialmente del que funciona bajo la órbita del Estado, deja de lado estos temas porque no encuadran en el enfoque de la «lucha de clases», explicación única y última de todos los males que sufre la sociedad. Así, el respeto a las normas; la cortesía en el trato con el otro; la precaución que debemos tener al interactuar con los demás en situaciones de riesgo o posible conflicto y el respeto a la autoridad legítima constituyen rémoras de la «socieda burguesa», que deben dejarse de lado para acelerar el advenimiento del «hombre nuevo» y de la sociedad donde reine la justicia y la solidaridad.
La familia, por su parte, ha dejado de ser el ámbito de transmisión de los valores sobre los que luego se va construyendo la personalidad, enriquecida con el aporte de la educación formal.
El precio que está pagando el Uruguay por haber perdido el camino correcto es muy alto. Y, para colmo de males, no se avizora el surgimiento de un liderazgo que haga pie en estos conceptos, básicos para el avance de la sociedad y el progreso de los ciudadanos. Esa parálisis quizás nos esté diciendo que estamos ante una batalla perdida de antemano, porque el precio de la transición hacia otra forma de convivencia, erradicando prácticas equivocadas en diversos ámbitos que ejercen influencia en la sociedad (escuela, medios, sindicatos, etc) es más alto que el precio que pagamos cada día en muertes evitables, y en el dolor y la dstrucción de vidas y esperanzas que la muerte absurda y gratuita trae de la mano.