“Pero ¿y si la guerra era inevitable? ¿Y si la ambición -del agresor- no tenía límites? ¿Y si el deseo mismo de evitarla no la hacía sino más probable aún?
El párrafo precedente pertenece al Prefacio del ensayo histórico “Apaciguando a Hitler – Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra”, monumental obra del joven historiador británico Tim Bouverie publicado en 2019, año crucial en la escalada del conflicto entre Rusia y Ucrania, que había comenzado -en su versión postsoviética- con la anexión de Crimea y el apoyo al separatismo prorruso en el Donbás. Ese año, una Cumbre en París entre Putin y Zelenski había fracasado en toda regla, y unos meses después, Ucrania daba el paso de fundar una Iglesia Ortodoxa, independiente del poder ruso, lo que fue inmediatamente tomado en Moscú como una abierta provocación ucraniana.
El autor acomete su extenso ensayo de 500 páginas, más otras 150 de citas, con la idea de trazar un paralelismo que ya se dibujaba en esa situación entre el expansionismo ruso con sueños continentales, con el largo proceso que llevó al nacionalsocialismo alemán liderado por el oscuro pintor vienés Adolf Hitler, al delirio del III Reich.
En ese paralelismo, un insumo de capital importancia lo constituye la temprana publicación en 1925 del Mein Kampf por parte del entonces convicto Hitler, por el fracasado golpe de Estado de Múnich de 1923. A pesar de que, con los años, el mamotreto que el libro es tuviera millonarias ventas, hasta que, 7 años después Hitler llegara a la Cancillería alemana, nadie pareció prestarle mayor atención. Cosa rara si se tiene en cuenta que el futuro Führer detalla allí, con maníaca precisión, todos y cada uno de sus planes, tanto los de la expansión en busca del lebensraum alemán (inspiración para el “del río al mar” árabe, ¿quizás?) como los de la pureza de la raza superior aria lo que implicaba una solución para la cuestión judía, origen y causa de todos los males del maltrecho pueblo alemán post-Versalles.
Lo cierto es que, respecto de Hitler, el “diario del lunes” era el propio Mein Kampf y nada de lo que hizo, aunque previamente hubiera dicho y repetido que no lo haría, estaba puesto negro sobre blanco. Y lo cierto es que, aún así, la política del apaciguamiento se impuso más allá de toda explicación lógica, y aunque la historia, tan injusta como suele serlo, se la endosa casi unánime y exclusivamente al Premier Neville Chamberlain, que disfrutó su verano de popularidad gracias a sus inigualables virtudes para apaciguar a la fiera de Berlín, en realidad fue ampliamente mayoritaria, tanto en las dirigencias de los países que luego serían Aliados, como de una opinión pública que no quería la guerra, una nueva guerra como aquella que no habían terminado de superar, al punto de negarla aún cuando ya estuviera sucediendo en sus mismas narices.
Crónica de una invasión muy anunciada
Desde la firma del vergonzante Acuerdo de Múnich de 1938 entre la Alemania nazi y el resto de los países involucrados -con la curiosa excepción del directamente involucrado, Checoslovaquia- se sabía que a la invasión de los llamados Sudetes, seguiría, no mucho después, la de la propia Checoslovaquia, menos de un año apenas.
Para saberlo, bastaba, una vez más, recurrir a la Biblia nazi, el ignorado Mein Kampf.
El no menos vergonzante Pacto Molotov-Von Ribbentrop (en realidad Stalin-Hitler) del mismo año de 1939, con Alemania lanzada en su expansionismo, no fue otra cosa que un intento de compartirlo. Si se sabía que Hitler iría por Polonia, el Jefazo de Moscú debe haber pensado que mejor repartirla, mitad alemana y mitad soviética y santas pascuas con el compadre Adolf, con quien, después de todo tenía más coincidencias que discrepancias.
Otro craso error, porque ni siquiera ese particular modo de apaciguamiento dentro del expansionismo, resultó.
La Historia no se repite, los hombres sí
«La guerra, cuando es por una buena causa, no es el mayor mal que puede sufrir una nación. La guerra es algo nocivo, pero no lo más nocivo; peor es el decadente y degradado estado del sentimiento moral y patriótico que cree que nada merece una guerra» John Stuart Mill
Leer esta obra de Bouviere en simultáneo con lo que ya era evidente, que Putin había decidido invadir Ucrania -pese a sus hitlerianos juegos de sombras, con retiradas que nunca fueron tales- resultaba perturbador.
Es que, luego, como había sucedido con la Alemania nazi, los pasos de Putin parecían calcados del Führer. Tan como calcados de Chamberlain, parecían las reacciones de los nuevos apaciguadores, cada uno peregrinando a Moscú -donde eran recibidos por el Zar con metros de mesa de por medio- y volviendo con amplias sonrisas tranquilizadoras. No, que si sólo se trataba de “una operación especial” en el Donbás, únicamente para proteger a la población rusa de los avances nazis ucranianos sobre indefensos civiles, si en todo caso era interés de Moscú “desnazificar” Kiev, lo que, después de todo, podría resultar en un beneficio para todos.
Lo importante era que no escalara una guerra abierta, y, sobre todo, que Putin no cortara el suministro de gas a sus clientes europeos, a los que en las últimas dos décadas había convertido en rehenes, drogodependientes de los gasoductos rusos. Nada de qué preocuparse, por lo menos hasta que los ruskys anduvieron a unos pocos kilómetros de la frontera polaca y los millones de refugiados -de los que hoy nadie se acuerda- amenazaba con provocar una crisis de proporciones.
Cuando la guerra llama a tu puerta
Recién cuando Zelenski dejó en claro que Kiev no caería en manos rusas mientras hubiera un solo ucraniano vivo, y que su tierra no volvería a ser botín ruso nunca más, los burócratas de la OTAN y de la UE debieron abandonar sus cómodos despachos con aire acondicionado y resignarse a que el Tío Vlad, a pesar de todo, realmente les había regalado una guerra, de las que no hay modo de bautizar con eufemismos.
Aquí, por el momento nada más, los apaciguadores debieron volver a cuarteles de invierno, a la espera de mejores tiempos, los que no habrían de tardar en llegar. Es más, de la mano de algunos movimientos electorales europeos, y de los que amenazan a Washington, ya están allí, a la vuelta de la esquina para proclamar lo absurdo de la guerra y de cómo, pudo haberse evitado.
Octubre y Gaza les darían, otra vez, grandes oportunidades.
Los apaciguadores del desierto, en su salsa
“…no olvides esto: que todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y lo más anodino, lo más increíble y lo más necio» Javier Marías, «Tu rostro mañana»
Tal parece que las élites israelíes no leyeron a Javier Marías, y quizás por eso no creyeron en los informes de Inteligencia que hablaban de una presunta operación en gran escala, dentro de territorio israelí, que llevaría a cabo Hamás.
Cierto es que tal vez se le haya restado credibilidad porque eso, lo de los informes, había sucedido ya tantas veces y durante tanto tiempo, en especial desde que Israel abandonó la Franja de Gaza convirtiéndola en zona libre de judíos -el ideal árabe- y que los discípulos de los Hermanos Musulmanes, el Hamás en control total del territorio luego de la expulsión a sangre y fuego de los “moderados” de la Autoridad Palestina, habían prometido desde su fundación hacer lo mismo: echar al mar hasta el último judío, a ser posible muerto y bien muerto.
Tampoco debe descartarse la pulsión del ser humano a negar y negarse, la posibilidad de que lo peor pueda suceder, que la barbarie vuelva a pasar, a pesar de que, fresco en la memoria de todos, se supone que resonaba un nunca más que quería ser más nunca.
A pesar de los túneles. Si, a pesar de los cientos, miles de cohetes disparados por Hamás desde escuelas y hospitales, mezquitas y oficinas, dirigidos a sus vecinos judíos. También, a pesar de los esporádicos, pero no por ello menos impactantes, atentados terroristas dentro del propio territorio israelí. También el autoengaño te susurra, en esos casos, no es nada, son casos aislados, lobos solitarios.
Y luego que, justo avanzan los Acuerdos de Abraham, y a pesar de un nuevo gobierno del ya indefendible Netanyahu, la paz escrita parece llegar a territorios importantes, nada menos que Arabia Saudita en fila, los custodios de los lugares sagrados del Islam renuncian a hacer desaparecer a Israel. Que, así visto, los talibanes de Hamás, a pesar del apoyo y financiamiento de la díscola monarquía qatarí, y, según soplaran los vientos de la conveniencia, el de la Teocracia iraní mediante su proxy estrella, Hezbolla, seguían apareciendo como un elemento molesto hasta para el mundo árabe.
Creer o no creer, cuestión de supervivencia
Tanto no creyeron en la amenaza, que una fiesta de música electrónica -arquetipo de la depravación judía en el patio vecino a la virtud musulmana- se realizó con miles de asistentes, sin apenas seguridad, porque el entorno era el de los kibutzim donde, se sabe, la población es mayoritariamente de izquierda, pacifistas, pro-palestinos -que no es lo mismo que pro-Hamás- y tan buenos vecinos que eran los principales empleadores de gazatíes, tanto que algunos lo hacían desde años conociendo cada kibutz como su propia mano y a las familias allí instaladas, como la suya propia. Cómo entonces, iba a suceder semejante cosa, casi seguro alguna maniobra política de los halcones likudistas que buscarían revolver las aguas del río común.
Vamos, que esta buena gente de los kibutzim, eran el arquetipo del apaciguador, la reserva moral del pueblo israelí que soñaba con una paz duradera y la convivencia de dos pueblos.
A su modo, Israel tuvo en el 7-O lo que los US con el WTC
“Cuando la fe se convierte en odio, benditos los que dudan”, Amin Maalouf
Si en algo el mundo entero podía estar de acuerdo, apenas un día después del horror y su relato, tras el obsceno muestrario de barbarie gratuita destinada a crear más terror y espanto, es que nada volvería a ser lo mismo en ese territorio maldito.
No se trataba de un paso atrás en un proceso, ni siquiera volver a 2006 o a la previa de Oslo. No. Era volver a 1948, y retomar la discusión, las discusiones, todas ellas, desde el principio mismo.
Era el tiempo donde los gestos de paz sonaban a nuevas ofensas, intolerables, y en los que la palabra la tendrían las armas, por lo menos hasta que el último de ciento y pico de rehenes volviera sano y salvo a casa. Eran vidas judías, hechas para apreciar, para ser valoradas y defendidas. En ese suelo y cultura, no caben los mártires, a los que su Dios no les promete huríes. En ese suelo y cultura nacen sí, héroes, capaces de dar la vida por las de sus semejantes. Por ello, lo que seguía, no podría ser sorpresa para nadie. Israel iría por Hamas, por todos ellos, y no dejaría piedra sobre piedra hasta haberlos erradicado, borrados del mapa, y con el tiempo, de la memoria.
En esas circunstancias, los apaciguadores dieron un paso atrás, se llamaron a silencio -algunos distraídos creyeron que era respeto, los más inocentes hasta pensaron en dolor y compasión- esperando a que el mundo se reiniciara sabedores que las indignaciones son fugaces y los apoyos endebles, tanto como las convicciones donde el relativismo campa a sus anchas y ha ganado prestigio intelectual y moral.
Cambian los vientos
Y tenían razón los que así pensaban. No había pasado una semana que los titulares y textos respecto de la masacre y las noticias de los rehenes achicaban el tipo de letra y pasaban del 20 en negrita al 10 común.
En cambio, tanto o más rápido, se expandió una ola de tan repentina como vociferante preocupación por la “proporcionalidad” de la respuesta militar israelí. De allí, a condenar lisa y llanamente, de manera preventiva, el genocidio y apartheid en curso -o en curso de ponerse en marcha- del ente sionista, opresor y asesino.
Bastó el cobarde bombardeo de un Hospital gazatí, que según el “Ministerio de Salud” de Gaza costó un mínimo de 500 muertos, mayoría niños, obvio, para poner de manifiesto varias cosas: la rapidez para indignarse con los sionistas, la extrema rapidez de Hamás para contar muertos, y la lentitud -cuando no la lisa y llana negación- para admitir que el ataque lo había sido de un cohete palestino, disparado por Hamás, que la explosión había sido en un aparcamiento lindero al hospital, y que los muertos no llegaban a cincuenta, tal vez unas decenas.
Nada tardó, pero nada, para que se multiplicaran las manifestaciones pro-palestinas, con quemas de banderas sionistas y atentados contra edificios y embajadas, así como auténticos pogromos donde la indignación por el genocidio y apartheid sionista alentó a los nuevos nazis a salir a cazar judíos.
Coincidente con ello, esas manifestaciones y actos de violencia antijudía -pero siempre, siempre, en nombre del antisionismo, nunca antisemitismo- coparon los campus universitarios estadounidenses, verdaderas factorías de ideología en donde el wokismo era monarca absoluto.
La nueva religión: la judeofobia y sus fieles antisionistas
Así como con los atentados a las Torres Gemelas, hubo no pocos lugares -y no solo en el mundo árabe- donde se festejó la muerte de tres mil y pico de personas, por el solo hecho de que fue perpetrada contra el Imperio, que sus víctimas eran infieles y capitalistas, así vimos cómo, apenas una semana después se despertaba de su letargo una religión secular que seguía contando con millones de seguidores: la de la judeofobia.
Vestidos tras los ropajes políticamente correctos del antisionismo (no, no, no somos antisemitas, solamente estamos en contra de los sionistas, opresores del pueblo palestino, invasores de sus tierras, que practican el apartheid, convirtieron a la Franja de Gaza en una cárcel a cielo abierto y matan de hambre a su población civil, condenada a la miseria, solamente eso, la ambición de siempre de los judíos de dominar el mundo, pero nada de antisemitismo…) la nueva (vieja) religión desempolva su propio Libro Sagrado.
Claro está, no otro que «Los protocolos de los sabios de Sión» que vuelve a las manos de sus fieles y adquiere carta de ciudadanía para ser leído en la plaza pública y, horror de horrores, en los santuarios del supuesto saber, Harvard incluida.
A esta altura nos encontramos que, los apaciguadores -que lo son para evitar la represalia israelí solamente- han encontrado unos inestimables aliados, los judeófobos desparramados a lo largo y ancho del mundo.
Vestidos con sus kufiyas y banderas tricolores en mano, poseídos del espíritu redentor de los gloriosos 68, dispuestos a ser ellos, si Hamás no lo consigue por sí, a tirar al mar a los quince millones de judíos que aún quedan en el mundo, y con ello, perro muerto acabada la rabia. Punto y final.
Sin embargo, habrá siempre alguien que grite al viento am Israel jai. Y el sueño, y la esperanza, pervivirán.