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Por Graziano Pascale
El afianzamiento del sindicalismo de matriz comunista (valga la redundancia) en la conducción del Frente Amplio ha puesto en jaque al propio Frente Amplio, que ahora enfrenta una campaña electoral bajo la sombra de la división, que las distintas facciones buscarán conjurar entonando el mantra de «unidad, unidad!».
La celebración por el éxito en la campaña de las firmas para derogar la reforma jubilatoria, que ahora la Corte Electoral deberá apenas refrendar, es la antesala de una atípica campaña electoral, en la que el Frente Amplio buscará reconquistar el poder dividido en dos corrientes antagónicas. Si ya la empresa resultaba difícil, ante la ausencia de un liderazgo claro e indiscutible, ahora luce casi imposible con la fractura que muestra su liderazgo político.
Pero hay un factor más que puede tornar inevitable la derrota de la coalición de izquierdista: el ingreso, sin obstáculo jurídico alguno, del propio presidente Lacalle Pou en la campaña electoral.
En efecto: la Constitución prohíbe la participación del Presidente de la República en la campaña electoral, pero nada impide defender en los próximos meses la ley que fue, junto a la LUC, uno de los dos pilares de su gobierno. La altísima popularidad del Presidente, inédita para un Jefe de Estado en el último año de su gestión, facilitará la tarea de quienes deben apelar a los votantes para no derogar la reforma jubilatoria.
Resulta difícil decidir cuál de estos dos factores será más contraproducente para las expectativas presidenciales de Yamandú Orsi y Carolina Cosse, pero no hay duda que la conjunción de ambos es la peor noticia que podrían recibir los dos en estas horas.
Curiosamente, sin embargo, las posibilidades de que la reforma jubilatoria sea derogada son algo mayores que las que tiene el Frente Amplio de volver al poder. No se trata de una paradoja, sino del reflejo de la división de la sociedad en torno de la «cuestión jubilatoria», nuevo escenario de la «lucha de clases», que no es otra cosa que el ropaje intelectual que asumen las viejas pasiones humanas de la envidia, el rencor y el resentimiento.
Es un hecho que cuando cesa la vida laboral, las distintas opciones y caminos que siguieron las personas hasta ese momento influyen en las prestaciones que recibirán del sistema de seguridad social una vez que se acogen al mismo. No cobra la misma jubilación un bancario que una empleada doméstica, un peón rural que un abogado, un albañil que un coronel. Y es sobre esas diferencias que se centrará la campaña para derogar la reforma jubilatoria, en la falsa creencia -fácilmente trasladable a un slogan publicitario- de que basta tener voluntad política para derrotar a la realidad económica.
Claro que esta vez no será tan sencillo, porque buena parte de quienes en el pasado dirigían campañas electorales del tipo «no hay que vender las joyas de la abuela», hoy se verían perjudicados si prospera la derogación de la reforma jubilatoria y la confiscación de sus ahorros en las Afaps.
Los argumentos racionales están todos del lado del mantenimiento de la reforma, pero eso solo no basta en una campaña electoral, en la que en determinado momento la emoción se apodera de la decisión final.
Queda, por fin, el renovado vigor que asume la «democracia plebiscitaria», el mecanismo favorito de los sistemas autocráticos, o directamente dictatoriales, para controlar a las sociedades. Bajo el seductor argumento de «para que el pueblo decida», todo se torna blanco o negro, sin matices ni margen para la negociación, que es el gran amortiguador de las diferencias políticas que tiene como escenario el Parlamento, institución clave de la democracia.
Hace ya algunas décadas -el primer antecedente se remonta al referéndum sobre la ley de caducidad- el país ha caído en este sistema de «democracia plebiscitaria», que no es otra cosa que la negación de la democracia representativa, o democracia a secas, como la hemos conocido siempre.
El Parlamento y los partidos han ido perdiendo centralidad en la política uruguaya. Hoy los sindicatos han consolidado un rol que los desborda, porque son la antítesis de un partido político, instrumento clave de la democracia. Los sindicatos representan los intereses de sus afiliados, mientras que los partidos reflejan la diversidad de tradiciones, ideas y valores que vertebran una sociedad. Los sindicatos representan intereses concretos y coyunturales, mientras que los partidos aspiran a representar un «todo», que luego acuerdan con el resto de los actores del sistema el rumbo del gobierno, y, por tanto, de la sociedad que lideran.
En lo anterior yace la cuestión de fondo de la democracia uruguaya. Batalla tras batalla, el «partido sindical» ha ido ganando espacio y poder en la sociedad. Tal vez ha llegado la hora de que los políticos de todos los partidos, incluído el Frente Amplio, tomen nota de est realidad. Y éste puede ser el momento, porque, en definitiva, se va a resolver la jubilación de todos.