
“Aullaba el pueblo al ver acercarse la muerte… ¿por qué aúllan de un modo tan desgarrador? …es el pueblo que aúlla, y me parece que, junto con la gente, es la tierra toda la que aúlla. Dios no existe, así que ¿quién la oirá? Vassili Grossman en “Todo fluye”
“Una vez más el Partido comprendió lo que necesitábamos y nos dio la solución. A través del Camarada Stalin, el Partido nos dijo <<dejad de limitar a los kulaks y aniquiladlos como clase” Anne Applebaum “Hambruna roja”
“Esto no es vida, es trabajo forzado, un infierno, algo que ni el demonio se atrevería a imaginar. Eso es todo.” Semén Ivanísov, campesino ucraniano de Zaporizhia, 1929
En la Francia cuya Revolución había remecido hasta los cimientos a la vieja Europa, la que poco más de medio siglo después había parido un nuevo Imperio y a un nuevo Napoleón, hace más de siglo y medio Víctor Hugo publicaba Los Miserables.
Por entonces, los miserables a los que se refería el autor, es a los indigentes, a los menesterosos, a los pobres entre los pobres que inundan su mundo.
Había entonces, y los sigue habiendo –me temo que con mayor abundancia y más perfeccionada perfidia– los otros miserables, los canallas, los ruines, los perversos y abyectos, los pobres, pero de espíritu, que suelen ser los frecuentes victimarios de aquellos otros, y es a ésos, a los que la columna alude: a los que antes de “Los miserables”, durante y después, hasta el día de hoy, dueños eternos del poder, vuelven a ganar la eterna lucha entre el mal y el bien.
Comprobado aquél, el mal, como verdadero motor de la Historia, tan postergado y etéreo el utópico bien, siempre demorado para un mañana no menos utópico, sepultado bajo toneladas de ambiciones sin medida.
Reiniciando
Cuando iniciaba esta columna, los párrafos del principio en relación a los miserables, habían sido redactados pensando en los que, a lo largo y ancho del cada vez más ruin mundo que nos toca vivir, nos enrostran cada día su obsceno antisemitismo, su judeofobia descarnada, tras haberse despojado, al fin, de los ropajes del disimulo, los del ubicuo antisionismo.
Esos miserables, sea que hablen francés, inglés o árabe, son los que hacen gargarismos con los genocidios (no, no en plural, en singular, solamente el genocidio, el que perpetran los sionistas contra el indefenso e inocente pueblo palestino) y las hambrunas (no, no en plural tampoco, en singular porque solamente se refieren a la hambruna que los sionistas han sometido al indefenso e inocente pueblo palestino).
A esos miserables quería aludir la columna, en tanto resulta evidente que, así como ha generado reacciones políticas de rechazo, que han provocado algunos cambios de vientos -ya veremos cuánto duran-, en materia de retórica, han logrado imponer ya el concepto del sionismo como el nuevo imperialismo opresor y genocida que ahora mismo, como desde hace 75 años, perpetran los nuevos nazis judíos que, valiéndose de que constituyen el 0.5% de la población mundial han logrado el casi exterminio del pueblo palestino, al punto tal que, en Gaza, hogar de todos los horrores, apenas haya podido multiplicarse por dos la población superviviente.
El espejismo de Occidente
Mi generación, como la de nuestros padres y abuelos, nacida en esta parte del mundo, se formó y educó bajo el paraguas de lo que generalmente llamamos el Occidente judeocristiano, con una historia eurocéntrica que situaba a nuestra civilización como heredera de la Ilustración que nos había legado su bagaje de activos civilizatorios encarnados en los derechos universales (¿universales, for what?) del hombre, el voto como sustituto de las armas, el derecho como alternativa al ojo por ojo.
En ese marco histórico y conceptual, no era raro que -todavía- muchos nos enamoráramos de esa civilización, si no ideal, por lo menos bastante cercana a ello, cuando todavía los cantos de sirena de la revolución mundial permanecían bajo las nieves eternas de la Siberia soviética.
Hace tiempo, mucho para mí, el ensayo de Steven Pinker “En defensa de la Ilustración” baja y sube de los estantes de mi biblioteca y no logra avanzar de la página 150, de las seiscientas -que el eminente intelectual que el autor es- le dedica a su defensa del patrimonio común de Occidente, la Ilustración y el uso de la razón y la ciencia como alternativa a las perspectivas alarmistas que “juegan con nuestros prejuicios psicológicos”.
Y no pasa de allí, porque a pesar de su enorme erudición, de lo bien escrito que está, el lector que soy no termina de desprenderse de la sensación de voluntarismo que exuda el texto, como si el autor no hubiere encontrado, en su casi diría ingenuo propósito de usar la razón y la ciencia para desmentir la realidad y la razón, más argumentos que reafirmar lo que, desde el teatro mundial donde se desarrolla el choque de civilizaciones predicho por Samuel Huntington, se encarga de desmentir día tras día, hora tras hora, desde las montañas de Kabul a las Madrazas de Karachi, desde los “campos de reeducación chinos” para uigures en Xingiang hasta Gaza, la subterránea.
Porque, ¿cuán ilustrados somos los nietos de la Ilustración?
Mientras Pinker y tantos otros queman pestañas tratando de convencerme, y convencernos, que vivimos en un mundo cada vez mejor, yo no puedo dejar de sentirme parte de una generación -unas cuantas generaciones, mejor dicho-, de una porción del mundo al que le han estafado con su historia y su pasado.
Para darse un buen baño de realidad respecto de nuestra civilización en el último siglo, la pasada semana se alinearon los astros para llevarme al mismo lugar: hasta Ucrania, esas tierras de sangre como con acierto las bautizara el historiador Timothy Snyder.
El primer capítulo lo escribió el periodista Diego Papic en Revista Seúl, en una Columna titulada “Los inescrupulosos” (La historia de Walter Duranty, el corresponsal del New York Times en Moscú que ocultó el Holodomor), a la que nos referiremos más adelante.
El segundo astro lo constituye la recién terminada lectura de “El Imperio” de Ryszard Kapuscinski, que en su clásico y personalísimo estilo -que reconoce en Heródoto al primer viajero cronista- recorre por última vez el Imperio Soviético entre 1989 y 1991, justo cuando, el gigante con pies de barro se caía a pedazos. Uno de sus últimos capítulos, titulado “Pomona en la pequeña ciudad de Drohobycz” está dedicado a Ucrania y su historia bajo el imperio stalinista.
“En Donestsk -capital del Donbás- vi una mujer que vendía pezuñas de vaca. Vi el cuadro en una de las calles principales, la Universitétskaia. La mujer, de pie y helada de frío, se frotaba las manos detrás de la mesa en que tenía expuesta su mercancía: unos cuantos pares de pezuñas de vaca descamadas. Me acerqué a ella y le pregunté para qué servían. Se pueden usar para hacer sopa, contestó, en las pezuñas hay grasa”
Es la manera Kapuscinski de contar el Holodomor, el genocidio ucraniano por hambre ordenado por Stalin y tantas veces negado.
“Mordiendo la corteza de los árboles y el esparto de sus alpargatas, el campo ucraniano moría en silencio, aislado del mundo y rodeado del desprecio y del odio de las gentes de la ciudad que hacían largas colas en las calles para poder comprar pan”
De las lecturas de Kapuscinski, nadie sale indemne.
El tercero de los astros puestos en fila lo constituyó el haber retomado la lectura de “Hambruna Roja”, el ensayo de Anne Applebaum de 2017 que, publicado en español por Debate en 2019, apoyado en una minuciosa investigación de años -sólo posible a partir de la desclasificación de archivos largamente escondidos tras la cortina de hierro- y profusa documentación, cuenta como nadie la entidad del horror y las cotas de barbarie que la colectivización forzada del campo ucraniano por parte de las hordas de esbirros de Stalin, culminaron con la horripilante hambruna y su secuela de muertes, canibalismo, deportaciones en masa y locura colectiva.
El encubrimiento
Es Papic en su columna de la Revista Seúl, quien hace mención, en el capítulo titulado “El Holodomor en la historia y la memoria” al papel jugado por la prensa Occidental, en particular la estadounidense y británica, en el ocultamiento de los horrores del bolchevismo bajo la premisa de no molestar al aliado imprescindible, Stalin. Recoge allí lo desarrollado en profundidad por Applebaum en Hambruna Roja, en el capítulo titulado, sugestivamente “El encubrimiento”.
Es allí donde hace su entrada estelar este funesto personaje -que no fue el único, aclarémoslo, aunque sí con seguridad, el más paradigmático e influyente de la época- llamado Walter Duranty en su calidad de Corresponsal del New York Times (para sorpresa de nadie, más de un siglo fabricando historias, falseando realidades, protegiendo dictadores e inventando Pulitzers) auténtico niño mimado del régimen soviético, y, en particular, del propio Stalin.
El cuarto elemento, lo constituye la película-documental de 2019 de la cineasta polaca Agnieszka Holland titulada “Mr. Jones” (disponible en plataformas como Google Play o Apple Store, no confundir con la película del mismo nombre protagonizada por Richard Gere de 1993, que nada tiene que ver) en donde se cuenta la historia del galés Gareth Jones.
El joven Jones, brillante estudiante en Londres, apenas egresado de la Universidad fue reclutado por el Gobierno llegando a desempeñarse como secretario privado del entonces Premier Lloyd George, del que gozaba de particular confianza. No abundaban entonces gente como Jones, que hablara fluidamente el alemán y el ruso, excepcionalidad que se explica porque el joven galés había vivido de niño en tierras ucranianas, donde su madre era institutriz en la casa del también galés, John Hugues, fundador a mediados del siglo anterior de la ciudad ucraniana de Donetsk.
La estrella ascendente de Jones había refulgido con particular brillo cuando, por desempeñar ese cargo, había conseguido viajar en un vuelo con la plana mayor del nazismo alemán, incluido el propio Hitler, al que logró entrevistar.
Sin embargo, tras unos ajustes en el Gabinete, supuestamente por asuntos presupuestarios, aunque se ha sugerido que detrás hubo un ajuste de cuentas de miembros de ese gabinete que no le perdonaban su excesivo protagonismo, fue dado de baja.
Con una carta de recomendación -que luego se haría famosa en Moscú- de Lloyd George recaló en una Agencia americana y, tras ingentes esfuerzos, consiguió lo que en ese tiempo parecía imposible: una visa para ingresar a la URSS como Corresponsal de Prensa.
El intrépido Jones volvió entonces a ese gran signo de interrogación que era la URSS bajo Stalin en su primera década en el poder cada vez más absoluto, con el propósito casi exclusivo de conseguir otra cosa imposible: entrevistar al propio Stalin.
Ya en Moscú -única ciudad permitida para los “agentes extranjeros” instalado para una breve estancia en el Hotel Metropol -único hotel habilitado para extranjeros, y, por tanto, centro de todo dato y rumor que circulaba en el entorno del poder- pretendió abocarse a ese, su principal objetivo.
Impedido de llegar a Stalin, Jones averigua sí cuál era el asunto que, desde Berlín un colega amigo le había dicho que todos sabían pero nadie investigaba, en apenas dos palabras susurradas: Ucrania, hambruna. Susurradas porque en el Metropol las paredes oían y hablar o escuchar demasiado podía desencadenar el ataque de “bandidos”. Circulaba por entonces, en tono jocoso, que el Metropol solamente tenía habitaciones con números pares, porque las impares las ocupaban todos los espías de la cheka, la NKVD que todo lo oían.
Valiéndose de sus relaciones, obtiene del todopodero Konstantín Úmanski, funcionario encargado de la Prensa Extranjera, un permiso para viajar -única y exclusivamente- a Járkiv, por entonces ciudad capital de Ucrania, debidamente acompañado del enekavedé encargado de controlar que no se saliera del libreto.
Nuestro espía en Ucrania
Eso fue precisamente lo que hizo. Unos 65 kilómetros antes de llegar, ya en territorio ucraniano, el intrépido Jones se escabulle en una pequeña estación, y emprende un viaje a pie por las aldeas del helado campo ucraniano.
El viaje y las peripecias vividas allí son para él el descenso al séptimo círculo del infierno, comprendiendo al fin el secreto mejor guardado del régimen. El que explicaba qué quería decir Duranty cuando le había dicho que el trigo era el oro de Stalin.
Tras meses de deambular por el frío y la espantosa hambruna ucraniana, logra escapar hacia Alemania y allí en Berlín es donde da a conocer a la prensa su informe que ponía de manifiesto, sin eufemismos ni medias tintas, la verdad del exterminio ordenado por Stalin en su campaña de colectivización y “desculakización” de Ucrania.
El 31 de marzo de 1933, varios periódicos británicos -no sin reservas, dada la política de apaciguamiento con su aliado- publican el artículo de Jones titulado “Famine Rules Russia, the 5 year Plan has killed the bread supply” (La hambruna gobierna Rusia, el Plan Quinquenal ha acabado con el suministro de alimentos).
Como era de suponerse, lo allí dicho y demostrado, era un rotundo mentís a la paciente labor de desinformación y ocultamiento llevado adelante por el régimen soviético, con la imprescindible complicidad de la prensa occidental, dentro de la cual destacaba el Cínico Supremo, el mimado del NKVD y de Stalin, el Premio Pulitzer por sus Informes sobre el Plan Quinquenal y los maravillosos logros de la revolución obrera, el Corresponsal estrella del NYT -otra vez, siempre el New York Times-, el de las pantagruélicas fiestas en el Metropol, el nunca bien ponderado Walter Duranty, ese que había dicho la famosa frase “la suerte se cruzó en mi camino en forma de una hambruna en Rusia”. Qué tal.
El mismo Duranty, con o sin orden del NKVD y Stalin, tanto da, salió de inmediato a desmentir y desprestigiar a Jones con un artículo titulado “Russian hungry, but not starving”, otra joya del cinismo “los rusos tienen hambre, pero no mueren de hambre”.
Los buenos, los malos y lo feo
Sin peligro ni miedo de caer en maniqueísmos, nunca como aquí podemos decir que hay buenos de un lado y malos del otro, que lo que está en lucha es el mal contra el bien.
Poco más de un año después, un Gareth Jones que se había convertido en un apestado, viaja a la Mongolia amenazada por el expansionismo japonés para entrevistar a un líder local. Allí es secuestrado por un grupo de bandoleros que nunca faltarían allí donde el NKVD soviético hubiere sentado sus reales, y un día antes de cumplir los 30 años, fue asesinado.
Al ubicuo Duranty, la Diosa Fortuna le sonrió de otra manera. Convertido en nexo diplomático oficioso de la Administración Roosevelt -y consejero de este- fue pieza clave en las negociaciones que llevaron al reconocimiento diplomático de la URSS y del régimen stalinista como su legítimo representante.
Ovacionado por los unos y por los otros, a su retiro de la URSS el propio Padrecito Stalin se dignó dedicarle un laudatorio párrafo de agradecimiento por los grandes servicios prestados.
Murió, septuagenario largo ya, tras una vida de lujos y excesos, como mueren la mayoría de los miserables: en su lecho, rodeado de lujos, arrullado por las olas del mar.
El Pulitzer tan mal habido, a pesar de intensas campañas de pedido de su retiro, nunca le fue retirado.
Murieron millones -cinco de mínima, diez calculan otros, cualquier cifra no reflejará nunca el horror de un plan de exterminio escrupulosamente planificado, inspirado por el odio de los ideócratas asaltantes del Kremlin. Pueblos enteros, como los cosacos del Don o los tártaros de Crimea, fueron deportados y la mayoría murieron al norte del Círculo Polar Ártico, presos del más colosal sistema de trabajo esclavo ideado jamás, el GULAG stalinista.
Stalin murió, septuagenario también, víctima de su vida de excesos y del terror pánico que provocaba en propios y extraños, en plena cacería de los médicos judíos, la última de las purgas de enemigos del pueblo imaginados por su paranoia asesina.
El régimen murió, septuagenario también, víctima de sus propios vicios, excesos y vesanía, sin que nadie nunca pudiera reclamarles nada, porque para los Lenin y Stalin, los Drzezhinsky, Yagoda y Beria, no hubo tribunales en Nüremberg, ni tan siquiera juicio de la historia.
Los nuevos malos, los de siempre
Hoy día, tras aquellos horrores de los que se dijo nunca más, han vuelto los pogromos.
Hoy día, han vuelto los que claman por desaparecer un pueblo entero. Son los mismos que hace décadas se aliaban con el Führer.
Hoy día, vemos cómo desde hace dos décadas la misma Rusia de siempre ha parido a un nuevo Stalin que invade y masacra al mismo pueblo.
Y como entonces, una vez más el mal va ganando la partida. No lo duden.