Con el fallecimiento está semana de Juan Ángel Miraglia en la ciudad de Maldonado a punto de cumplir 102 años, se fue una leyenda del periodismo uruguayo.
Miraglia, quien se había radicado en Maldonado a comienzos de los años 90 luego de poner fin a una larga carrera que había iniciado medio siglo antes en el diario «La Mañana», fue columnista de la primera época de CONTRAVIENTO.
Reproducimos su columna en el primer número de la revista, publicada en agosto del año 2010, sobre la historia de la participación de Uruguay en los Mundiales de fútbol
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Juan Angel Miraglia
Algo que muchos creíamos desvanecida con el paso de los años , y al amparo de muy gratos recuerdos que siempre estuvieron latentes en nuestra memoria, ha renacido con fuerza incontenible y ha conmovido a los hombres y mujeres de este rincón de esta grande América del Sur. Es la misma estirpe que se revela en la vieja y categorizada Europa a partir de 1924 y que llenó de asombro a ese Viejo Mundo que no sabía de nuestra existencia en más de un sentido. La estirpe que se ratificó cuatro años después, y que culminaría en el Centenario de nuestra patria, lo que podríamos denominar como el primer capítulo, el primer mojón en la historia del que con el paso del tiempo sería el más difundido, popular y hermoso de los deportes universales.
En las dos gestas olímpicas y en el primer Campeonato Mundial, quedó remarcada la existencia de una estirpe futbolística sin igual que venía gestándose a nivel internacional desde los comienzos del siglo XX, y que se confirmó con la conquista de la Copa Jules Rimet en el escenario que sigue siendo un símbolo histórico y un orgullo arquitectónico de Montevideo.
De campeón a ausente
El segundo capítulo tardó en llegar por variadas circunstancias y acaso por intransigencia, por falta de pupila para mirar hacia lo lejos y por la incomunicación propia de una época por ciento muy distinta a la que pudo vivirse mucho más tarde, ya en la segunda mitad del siglo pasado.
Uruguay, sus autoridades, sus dirigentes deportivos y su pueblo en gran parte, se habían visto desairados por la mayor parte de los países europeos que si no boicotearon, por lo menos desertaron y rechazaron la invitación para participar en la gran competencia de 1930, para cuya realización hubo hombres que dentro y fuera de fronteras trabajaron maravillosamente para lograr de la FIFA la nominación de ese privilegio. Hombres a los que hay que tener en un cuadro de honor y que tal vez se hayan perdido injustamente en el olvido.
Acaso hubo exceso de rebeldía o descontento de parte de la dirigencia del fútbol uruguayo por aquella actitud, pero lo real y cierto es que no se concurrió al Mundial de 1934 en Italia. Desde luego, hubo otros importantes inconvenientes muy dignos de tomarse en cuenta. La FIFA en ese entonces en materia de comunicaciones de informes no era lo que es hoy. La aviación estaba en pleno desarrollo pero no había servicios regulares de pasajeros aéreos, y los traslados intercontinentales se había en barco. Pero acaso peor que todo lo expuesto era que el profesionalismo europeo, después del 30, había comenzado a llevarse la flor y nata de los jugadores de Argentina y Uruguay.
La nómina de los jugadores compatriotas que emigraron -con preferencia a Italia- fue muy numerosa. Entre los que se recuerdan entre tantos: Pedro Petrone, al que un diario itálico de entonces calificó como «el más grande centro delantero del mundo», El Mago Héctor Scarone, quien ya había sido considerado «el mejor jugador del mundo», Pascual Fedulo; el laureado mundialista Ernesto Mascheroni, Ulises Uslenghi, Maximiliano Faotto, Ricardo Faccio, Carlos Gringa, y muchos más que sería extenso mencionar. Debemos recordar también que por aquellos días hubo «fuga» de grandes figuras para incorporarse al incipiente profesionalismo implantado en Argentina. Corresponde dejar sentado para las nuevas generaciones, que en esa época a nadie se le podía ocurrir convocar para integrar el seleccionado nacional a jugadores contratados al servicio de las instituciones del exterior, puesto que eso no figuraba en ninguna disposición. En consecuencia, ni siquiera existió una mínima intención de asistir al Mundial de Italia. Por todo lo expuesto, y seguramente porque como tantas otras veces las finanzas de la Asociación Uruguay no permitían esas aventuras. Por lo tanto, el segundo capítulo estaba sin siquiera un mínimo prólogo.
Es muy posible que tanto Uruguay como Argentina hayan cometido un gran error al no concurrir al Mundial del 34 con sus mejores jugadores del momento. En particular nuestros hermanos del Plata, porque en esa década del 30 surgieron futbolistas de notables aptitudes y de trayectoria superlativa. Y obsérvese un detalle altamente significativo. En la selección italiana que conquistó el torneo, alineaban nada menos que cinco jugadores argentinos, que habían sido incorporados por las autoridades del caso para cumplir con la aspiración del gobierno fascista de conquistar el título en juego con finalidades no solo deportivas. En el partido final participaron tres de tales jugadores: Monti, Guayta y Raimundo Orsi.
Para el Mundial del 38 que se efectuó en Francia, la situación para los rioplatenses fue similar: no concurrir porque las dificultades de un profesionalismo no consolidado no permitía esfuerzos de índole muy variada aunque debe señalarse que Argentina aspiró en algún momento ser el organizador de la gran justa que finalmente realizó Francia. Sin embargo, aunque a los efectos de la historia y de las estadísticas ese Mundial no haya alcanzado un particular relieve, cabe hacer algunas acotaciones. Fue esa la primera vez en la que el país locatario y organizador ni siquiera llegó a las semifinales. Según crónicas de aquellos lejanos días, Brasil, que se clasificó tercero, mostró ya destacados jugadores: Domingos Da Guia, Bartezko y Leonidas,el entonces llamado Diamante Negro, que alcanzaron prestigio y fama.
Sin embargo, para nosotros los uruguayos, se produjo un hecho muy singular y que sorprendió más que gratamente: en la selección italiana campeona del mundo por segunda vez consecutiva, alineó como titular indiscutible un compatriota. Se llamó Miguel Andriolo, que luego de haber defendido a Nacional en Montevideo, se enroló en un club peninsular, y poco después adoptó la ciudadanía italiana.
La posibilidad de que Uruguay pudiera lanzarse a la aventura de escribir un segundo capítulo mundialista quedó postergada por hechos muy tráficos y tristes, luctuosos para la humanidad entera durante casi seis años: la Segunda Guerra Mundial.
Brasil 1950: La vuelta a la competencia mundialista
Finalizada la guerra, la paz finalmente concretada en 1945 permitió a las instituciones matrices del deporte reanudar sus actividades. Tras los mariscaleos que siempre sobrevienen cuando -2hay muchos niños para un trompo», se concretó la sede de Brasil para la reanudación de los mundiales en 1950. Brasil entero, en particular Río de Janeiro, se abocó a la construcción del estadio «más grande del mundo». Mientras tanto, Flavio Costa, técnico indiscutido del seleccionado norteño, para el mejor afiatamiento del «scratch», circuló por varios países jugando numerosos amistosos con balance muy positivo. Eso abarcó varios meses del mismo año 50.
Entretanto, ¿qué pasaba con Uruguay? Muchas cosas, y no muy buenas ni serenas. Pese a la seriedad y respeto que imponía el entonces Presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), César Batlle Pacheco, las discusiones, el juego de intereses partidarios y el desorden que muchas veces prevaleció en el seno de la AUF, las cosas fueron transcurriendo en medio de polémicas y desacuerdos, en especial la nominación del técnico. Las alternativas al respecto fueron muy discutidas: dirigentes y público disentían y, naturalmente, surgía en el primer plano nombres de técnicos vinculados a los clubes «grandes». Se barajaron otros nombres, entre ellos e de Juan López, un hombre querido y considerado pero de escasa trayectoria. Al fin, como medio transaccional, aquel técnico consustanciado con los barrios Sur y Palermo alcanzaría, sin proponérselo, ser el conductor de la selección celeste.
Previo al Mundial, y pese a todas las desavenencias y desencuentros en aquel año tan simbólico, hubo un detalle que habría de tener su importancia. Según estaba convenido, en mayor Uruguay debía viajar a Brasil para disputar la Copa Río Branco, trofeo que no tuvo continuidad posterior. Nuestra selección seguía sin técnico, y por eso el preparador físico Romeo Vázquez, con la cercanía de algunos dirigentes, condujo al plantel. Sorpresa: en el primer partido Uruguay venció 4 a 3 en San Pablo. Era a dos partidos, pero en el segundo en Río de Janeiro ganaron los locales por 3 a 2. Se necesitó un tercer encuentro, también en Río, y allí volvió a vencer Brasil: 1 a 0. Resultados que su técnico Flavio Costa debió evaluar debidamente. Después, sobreponiéndose a los vaticinios y hasta las propuestas de algunos de desertar del Mundial frente a tantas vicisitudes, se llegó a un acuerdo y así Juan López quedó al frente de la selección, y el 2 de julio en Belho Horizonte en su debut contra el único rival de su serie, aplastó a Bolivia 8 a 0. Ambos habían sido los únicos clasificados de una eliminatoria que no se concretó porque Ecuador y Perú, después de idas y venidas, renunciaron a competir.
El total de participantes fue 13, y los ganadores de cada grupo debían jugar una rueda final por puntos. Así fue como pasaron Brasil, España y Suecia, además de los celestes, a la ronda decisiva. Todo lo que siguió es conocido, por lo menos para los que tuvimos el privilegio de vivirlo. Empate con España (2 a 2) y triunfo sobre Suecia (3 a 2). Brasil apabulló a ambos y llegó a la instancia final un punto arriba de Uruguay. Nuestro pueblo vivió la tremenda expectativa con escepticismo los más, y con una secreta esperanza en lo más recóndito del alma, los menos. No faltamos -excusas por la vanidad- los que nos refugiamos en el cercano recuerdo de los resultados de la Copa Barón de Río Branco de tres meses antes. Y lo que pudo suponerse un milagro, el milagro se hizo (¿El milagro o la clase?). Más que eso, quizás la vieja estirpe. La misma de París, de Amsterdam y Montevideo. Así culminó, ante el asombro del mundo entero. Otra palabra encontró lugar en el diccionario: Maracanazo. El segundo capítulo quedaba escrito para la mejor historia del fútbol de esa pequeña Banda Oriental.
Adoración al título y estancamiento
Lo que sobrevino posteriormente fue la ineficacia directriz de nuestro fútbol. Con una miopía incomprensible, alguien propuso y así se aprobó, disolver la selección para quedarnos adorando un título sin aspiración de exhibirlo, exponerlo y explotarlo con lógico sentido profesional, político y económico. No hubo, pues, mantenimiento de la selección ni una bien determinada continuidad.
En medio de muchas confusas situaciones, se llegó a los preparativos para el Mundial de 1954 en Suiza. Se contaba con muy buenos jugadores, incluyendo varios del 50, aunque no se tuvo en cuenta que el fútbol en Europa había variado y mejorado en sistemas tácticos y estratégicos. En especial, había surgido un plantel formidable, el de Hungría, sensación por esos años.
La dupla técnica de Uruguay era la misma: Juan López y Romeo Vázquez. Empero hubo interferencias de una tripleta dirigente, y la conducta y disciplina de algunos jugadores no fue la debida y ajustada a las circunstancias. Cierto es que los tres primeros resultados fueron satisfactorios, y en el encuentro con Escocia, espectacular: 7 a 0. Así fue como a Uruguay le llegó el turno de enfrentar a Hungría. En lo que dio en llamarse «el partido del siglo», los celestes cayeron 4 a 2 luego de un alargue. Fue la primera vez que Uruguay perdió un partido mundialista. Sin embargo, aunque duele decirlo, las cosas no se habían hecho bien, y cuando eso ocurre los resultados no pueden ser buenos.
Lo que sucedió más adelante referido a los mundiales, fue muy penoso. En la eliminatoria prevista contra Colombia y Paraguay, se registró el desastre de Puerto Sajonia, en Asunción. Pese a contar con nombres prestigiosos, se sufrió una derrota sin atenuantes ante los locales, que ganaron 5 a 0. Eso significó la eliminación para el Mundial de Suecia en el 58.
Para el siguiente torneo, que tuvo como sede a Chile, con muchas dificultades superó la eliminatoria, pero ya en tierra trasandina el equipo uruguayo tuvo una actuación decepcionante, pese a que tenía tres técnicos a su frente. El certamen del 62 solo quedó como un mal recuerdo y la comprobación de que se seguía trabajando mal en casi todo.
El gran torneo en 1966 se fue a Inglaterra. Como varias veces antes, hubo controversias y polémicas muy variadas. La selección dirigida por el Mayor Rafael Milans había ganado la eliminatoria respectiva. Pero cuando llegó el momento de encarar la preparación para ir al certamen se nominó como técnico a Ondino Viera, que tenía gran apoyo popular. Cuando el plantel emprende viaje, Peñarol venía de ganar la Libertadores en Chile. Pronto habría de comprobarse que había una no declarada lucha por el caudillismo entre aurinegros y tricolores. Quiérase o no, eso gravitó en la conducta y en la indisciplina del grupo. En un balance final, una actuación deslucida y desencantada.
Un cuarto puesto con sabor a fracaso
Paradójico desempeño de Uruguay en México 70, con Juan Eduardo Hohberg como técnico y un plantel muy desparejo. Junto a siete u ocho jugadores de muy buen nivel, se conformó el plantel con algunos apenas discretos. Para colmo de males, Pedro V. Rocha, figura básica, apenas jugó en el debut once minutos y, lesionado, quedó radiado del torneo.
Curiosamente, aún sin cumplir una labor pareja o eficiente, Uruguay obtuvo el cuarto puesto, que debió ser tercero. En efecto, aunque cayó 1 a 0 ante Alemania, nunca se vio antes darle tal paliza un rival europeo. Pero el cuarto puesto entonces, no conformó a la afición. También paradojal.