En algún momento tendremos que reconocer nuestra soberbia.
Llegará el día en que nos miremos al espejo y aceptemos que es imposible que los representantes de una cámara empresarial, un grupo de funcionarios del Ministerio de Trabajo y los representantes de un sindicato sectorial sean capaces de saber qué es lo mejor para cada uno de los millones de empleados y cientos de miles de empleadores del Uruguay. Algún día aceptaremos la tremenda soberbia que implica esa pretensión y le devolveremos a cada empleado y empleador la libertad de negociar acorde a sus necesidades. Ese día estaremos más cerca del pleno empleo.
Algún día tendremos que aceptar que nadie tiene “la” solución para la Educación, en primer lugar, porque la Educación es un fenómeno sumamente complejo y toca realidades muy diversas, y en segundo porque, cualquier propuesta de cambio se enfrentará a la temible oposición de las corporaciones que hoy controlan el sector. Algún día tendremos la humildad de entender que, quizás, lo mejor que podemos hacer es ayudar a financiar a aquellos que no puedan pagar, por sus propios medios, la educación de sus hijos. Luego, dejar que padres y educadores encuentren libremente las miles de maravillosas soluciones que seguramente surgirán cuando dejemos de pretender que alguien puede tener “la” solución. Ese día, estaremos más cerca de que los niños, jóvenes y adultos del país tengan acceso a una educación acorde a sus necesidades y valores, que sirva de escalera de ascenso en su vida.
Algún día recordaremos con vergüenza la arrogancia de pretender que políticos, técnicos y burócratas pueden saber, mejor que cada individuo, qué, cómo y a qué precio deben vender y comprar las personas, decidir qué se podía producir y que no en el país. A través de impuestos, aranceles, regulaciones, barreras para-arancelarias, condenan a millones a acceder a bienes más caros, de menor calidad o (en el mejor de los casos) a la vulnerabilidad del contrabando y la informalidad. Llegará ese día en que nos burlemos de cuando creíamos que un grupo de burócratas podría calcular el precio del combustible o de la electricidad o decidir cómo y quién puede distribuirlas. Ese día, se disparará la inversión, crecerá la Economía, saldrán cientos de miles de la pobreza y navegaremos a toda máquina a convertirnos en un país desarrollado.
Llegará el día en que reconozcamos en cada persona adulta a un individuo capaz de tomar decisiones y sobre todo, hacerse cargo de ellas, que renunciemos a la vanidad de pensar que cualquiera de nosotros sabe, a ciencia cierta, qué es lo mejor para los demás.
Todos «sabemos» qué debe sembrar el otro, qué animales debe criar, cómo debe garantizar su vejez, qué industrias hay que fomentar, cuáles hacer inviables. «Habría qué» hacer esto o aquello. Es decir, sabemos qué hacer, pero que lo haga otro: arrogancia y vanidad. La misma que se esconde en la primera persona del plural: «exportamos toneladas de soja» cuando el hablante jamás vio una planta de leguminosa en su vida o participó en la cadena agrícola. «Creamos miles de empleos» cuando el hablante jamás tuvo un empleado en su vida.
Algún día todo eso nos dará vergüenza.
Ojalá nos diera vergüenza hoy, porque tanta soberbia es el desempleo de muchos, la falta de educación de tantos, la pobreza de otros, mientras, como sociedad, nos “disfrazamos de humildes” pretendiendo que es uno de nuestros principales valores. No lo es.
Por eso necesitamos una Revolución, no violenta ni extrovertida, sino todo lo contrario, atípica e introspectiva, en la que cada uno reconozca sus limitaciones para con los demás y lo deje ser: una Revolución de Humildad.