Gabriel Albiac*
Al ciudadano que asiste atónito al desmoronarse moral del Estado, antesala de un desmoronamiento material de consecuencias letales para la nación, una certeza de desamparo lo fue envolviendo desde el día mismo en el que un presidente en minoría lanzó el envite de formar gobierno con delincuentes condenados, con autores expresos de un golpe de Estado en Cataluña, con sujetos cuyo programa político reposa sobre la destrucción de la nación que el tal primer ministro preside. La paradoja de un gobierno que pacta la voladura de las instituciones básicas cuya preservación le ha sido encomendada, tiene pocos precedentes en la Europa moderna.
Era sólo el prólogo. Lo peor iba a salir a la luz enseguida: los motivos primordiales. Que no eran, como habíamos ingenuamente pensado, los mesiánicos delirios de un sectarismo buenista, llevados al extremo de la insensatez suicida. Que eran, por el contrario, prosaicos, pragmáticos y, en lo más hondo, estaban reducidos a una contabilidad personal: la que en este pobre país nuestro debe garantizarle al gobernante en ejercicio una acumulación de bienes suficiente para vivir como un sultán el resto de su siempre parasitaria vida.
No es nuevo. En los trece años de Felipe González creíamos haberlo visto todo. Una sistemática práctica del crimen de Estado, que servía de justificación y pantalla al robo desvergonzado de los «fondos reservados» por redes directamente gangsteriles. Redes de extorsión a través de las cuales se financiaba un partido de envergadura faraónica. Desvío de fondos europeos que pagaba, tanto enormes bolsas de voto cautivo, cuanto reparto de beneficios entre los caciques locales…
Al cabo, el sistema hizo quiebra. El ministro del Interior de González y su brazo derecho acabaron en la cárcel; aunque una bien escasa parte de su condena cumplieron antes de ser indultados por sus colegas del partido turnante. Los gestores socialistas de la red exactiva Filesa fueron condenados. Los estafadores de fondos europeos en Andalucía, condenados igualmente, gozaron enseguida del favor de sus viejos camaradas para ver sus sórdidos delitos perdonados… Y todo siguió igual. La política y el robo van tan íntimamente fundidos en España, que ya ni nos apercibimos de ello. Una inercia casi perfecta garantizaba repartos equitativos.
Entonces llegó Sánchez. Era el primer presidente que gobernaba en minoría. Eso determinó la lógica rapaz que trastrocó todos los convenidos equilibrios. Las violaciones sistemáticas de la literalidad constitucional que permitieron a sus socios delincuentes de Junts y ER pasar de la cárcel al control real del parlamento español; y la extensión de la amnistía a los delitos económicos cometidos por los independentistas, al abrigo de la necesidad de financiar su utopía de un paraíso nacional en la Cataluña independiente. El borrado, de rebote, de los gravísimos delitos económicos desplegados por los socialistas andaluces… La impunidad completa para todos.
Puede que eso diera la idea de pasar a una práctica nueva del enriquecimiento. Más personal, más descarnada. El beneficio directo de familiares y amigos. Sin coartadas, sin ni siquiera las cautelas de la vieja corrupción institucional de los años ochenta.
Todo empezó con lo que, en su inicio, parecía un delirio tan sólo de vanidad sin sentido del ridículo. La esposa del presidente, que jamás había logrado obtener un título universitario, tenía el capricho de presentarse en su tarjeta como «catedrática». De universidad, por supuesto. ¡Qué menos! Bien inocente era la cosa. No había más que dar con un rector al que el esplendor de una visita al palacio de La Moncloa pusiese firme. Y con un conseguidor que mediase la financiación del invento con las grandes empresas a las cuales pudiera la cosa parecerles una rentable garantía de futuro. Se hizo, naturalmente.
Pero había también que dejar enriquecerse a los amigos más inmediatos. Sin la comunidad de intereses, nada funciona en política. Ábalos lo había sido todo en el relanzamiento del Sánchez de los días más difíciles. Y el jefe no se olvidó de él. El modo en el que se enriqueció el ministro más cercano al presidente –con la ayuda del antiguo portero de burdel que era ahora su hombre de confianza–, sobrepasó –en cuantía y tosquedad– todo lo que hasta ahora habíamos conocido. Ábalos y Koldo saqueaban a puñados, a través de su agente, Aldama, que negociaba con las grandes empresas las contrapartidas. Incluido el presunto tráfico de oro en lingotes de una de las más siniestras dictaduras caribeñas.
Conviene situar el momento de esplendor de la trama, para entender la grandeza moral de su misión. Son los tiempos mortíferos de la pandemia los que disparan el fantástico negocio de Ábalos y Koldo a través de Aldama. La impunidad, en aquellos días de desastre extremo, estaba garantizada. El jefe se ocupaba, simultáneamente, de destruir un poder judicial que pudiera empeñarse en ser un engorro… el horizonte era maravillosamente favorable. La riqueza afluía sin obstáculos.
¿Qué falló? La vanidad de la esposa presidencial fue demasiado lejos. Los súbitos enriquecimientos de Ábalos y Koldo se exhibieron con un descaro insostenible. Los jueces resistieron la ofensiva: imputaron a la esposa presidencial, a Koldo, a Ábalos, a Aldama. Imputaron incluso –no hay precedente– al fiscal general del Estado…
¿Qué más puede fallar? Recordemos: a Felipe González lo salvó de la imputación judicial, la resignación con la que el fiel Barrionuevo cargó con toda la responsabilidad penal –y política– de los GAL. ¿Alguien le ve a Ábalos cara de imitar su ejemplo?
Aldama ha comenzado a cantar. Y a señalar a Pedro Sánchez como vértice de la mayor trama de corrupción que ha conocido la España moderna. Y, por primera vez, todo da verosimilitud a la hipótesis de ver a un presidente del gobierno sentarse en el banquillo de los acusados.
Si a esto no llamamos crisis de Estado, ¿qué nombre podríamos darle? En torno a Pedro Sánchez, se pudrió todo.
*Columnista de El Debate