
Graziano Pascale
Si hace algunos años alguien hubiera osado pronosticar que, en función de sus compromisos políticos y económicos con una dictadura militar, el Frente Amplio apoyaría un fraude electoral para que esa dictadura siguiera en el poder, hubiera sido tachado de provocador delirante, destinado a un centro psiquiátrico más que al debate político.
Hoy es una realidad tangible, imposible de ser negada, y atrapa al gobierno electo de un modo que sólo el colaboracionismo que asoma en algunas fuerzas políticas desplazadas del poder hace que sea menos urticante de lo que uno esperaría en una sociedad con cimientos democráticos sólidos.
Quizás esa resignación que se observa en el núcleo duro del gobierno que perdió las elecciones sea, al fin de cuentas, el reflejo de la fragilidad de esos cimientos democráticos que uno creía sólidos en el Uruguay.
Veamos. El Secretario designado de la Presidencia de la República, Alejandro Sánchez, asume que como el dictador Nicolás Maduro ejerce el gobierno en Venezuela eso prueba su legitimidad, y dar por cerrado cualquier debate al respecto. Un argumento similar, aunque más desembozado, es el del futuro ministro de Trabajo, el líder comunista Juan Castillo.
Este tipo de comentarios públicos, a los que se ha unido también el del senador Caggiani, que al igual que Sánchez pertenece al sector del presidente electo Yamandú Orsi, no hacen más que sembrar la duda sobre el rumbo que tomará la política exterior uruguaya en el próximo período de gobierno.
Es extraño el silencio tanto del presidente electo como el del designado canciller Mario Lubetkin. En tiempos de redes sociales, que permiten a ciudadanos comunes y dirigentes políticos expresarse en forma instantánea sobre temas de alto interés público, este silencio es muy elocuente.
El intento por contrastar este equivocado posicionamiento internacional del gobierno electo con situaciones domésticas o incluso con otros problemas internacionales importantes, deja aún más en evidencia el colapso moral que implica apoyar una dictadura militar que viola los derechos humanos con igual o mayor saña de lo que lo hicieron otras dictaduras en el pasado en nuestro continente, e incluso en Uruguay.
Los derechos humanos no se toman vacaciones. Se defienden los 365 días del año, a todas las horas. Y cuando esa obligación deja de ser cumplida por una organización política cuya identidad se construyó en torno de ese discurso, es legítimo pensar que se trataba de una estrategia oportunista y cínica, que se puede abandonar -como está ocurriendo hoy ante los ojos del país entero- cuando esos derechos humanos son avasallados por una dictadura militar con la que esa organización política hizo lucrativos negocios en el pasado.
El Uruguay, de la mano ahora del Frente Amplio, va a ingresar en un camino peligroso. La dictadura de Maduro, aislada en la región y en el mundo, conserva todavía el apoyo de regímenes de dudosas o nulas credenciales democráticas, que en algunos casos suponen además un riesgo serio para la paz mundial.
Esa es la peor compañía que un nuevo gobierno podría tener. No sólo porque compromete su gestión desde el primer día, sino porque destruye lo que podríamos llamar su «corazón ético». Si el Frente Amplio, desde el gobierno del Uruguay, se convierte en aliado y defensor de una dictadura criminal, nada bueno podrá esperar el país en los próximos años.
Ojalá el presidente electo, al poner fin a sus vacaciones, pueda comprender la gravedad de los peligros que su propio gobierno va a correr al alinearse con semejantes compañeros de ruta.