
Jorge Martínez Jorge
Como cada 15 de febrero, cada 5 años, la democracia uruguaya repite la liturgia constitucional de iniciar una nueva Legislatura (el columnista usará mayúscula en esta sola oportunidad para referirse a ella por respeto institucional, exclusivamente) que implica la asunción en sus cargos de los legisladores electos en las últimas elecciones nacionales.
Toda cosa que tienda a repetirse una y otra vez, puede tender a convertirse en un círculo virtuoso o su contrario, un círculo vicioso.
A ello no escapa, ni podría hacerlo desde que, tanto el Parlamento -todavía, en abstracto, con mayúsculas) como los demás poderes del Estado, son ocupados por seres humanos, portadores de virtudes y defectos, saberes e ignorancias, principios o falta de ellos, en fin, lo propio de la humana condición.
Democracia y República
La columna ha hecho referencia, no pocas veces y cada vez que a cuestiones referidas a la democracia como institución se refiera, a Alexis de Tocqueville y su formidable ensayo de hace dos siglos atrás “La democracia en América”, porque como nadie, ese preclaro y joven francés, fue capaz que captar la esencia de ese formidable experimento puesto en marcha por los recién nacidos Estados Unidos de América, sino también entrever, con formidable clarividencia, los riesgos que, a lo largo del tiempo, podría conducir el novel sistema.
De Tocqueville, lúcido analista, creía ver ya en esa democracia el germen de lo que Platón en “La República” , y luego Aristóteles en “La política” advierte que la “democracia puede degenerar en demagogia, y esta conducir a una oclocracia donde las decisiones son tomadas por las masas sin conocimiento verdadera ni sabiduría mínima para tratar con las complejidades de la cosa pública.
Lo era para aquella época, y lo era aún más cuando, siglos después, la República Romana cayó bajo el virus de la demagogia, bajo los Gracos prometiendo tierras a cambio de votos para Tribuno de la Plebe, y luego con Sila que marcó el definitivo ocaso de la Roma republicana y que terminaría bajo el signo del Imperio.
Fue la preocupación esencial de los Padres Fundadores de la democracia moderna, desde Hamilton, Madison a Jefferson, el delicado equilibrio entre la democracia, que asegurara la libre expresión del ciudadano, con la de instituciones propias de la república, en consonancia con los principios de Montesquieu, que actuaran como moderadores y ponderadores cualificados de las demandas populares, evitando caer en la demagogia que terminara, como lo temía Rousseau en “El Contrato Social” en el gobierno de la plebe, la oclocracia, y al final, la tiranía de la mayoría (o de las mayorías, siempre circunstanciales).
El largo camino de destrucción republicana
Nuestra República, refundada tras la Paz de 1904 y que por décadas se creyó modélica, comenzó a ser, lenta pero constantemente erosionada a partir de la Guerra Fría, cuestionándose a la institucionalidad básica de una república liberal y representativa como parte elementos de dominio de clase propios de un gobierno oligárquico.
Ese cuestionamiento, llevado hasta la expresión armada con propósitos destituyentes, se inspiraba en la ola de “repúblicas populares” fomentadas desde el campo socialista que, por supuesto, de república solo tendrían el nombre.
La larga noche dictatorial, pudo dar la oportunidad de refundar esa república liberal y democrática, pero, en realidad, solo sirvió para una restauración del viejo modelo, al que la izquierda marxista se amoldó para bastardearla desde dentro.
Tiren contra el Parlamento
En ese largo camino de “bastardización” de las instituciones “burguesas” desde dentro, haciendo uso de ellas, el paciente trabajo de demolición del Frente Amplio -no pocas veces, auxiliado con pericia y denuedo propio de mejor causa por parte de la opoficción- ha sido constante, pertinaz y absolutamente exitoso.
Como parte del mismo proceso de desculturización, durante las dos últimas décadas se ha sometido, en particular al Parlamento a un proceso contínuo de vulgarización y banalización que no podía dar otro resultado que el que ha dado: el de convertir al Poder del Estado representativo por excelencia del ciudadano, custodio de las Leyes y Constitución, vigilante controlador de los desbordes del Ejecutivo y de los incumplimientos eventuales de la Justicia, o de defensa de ésta, en un lastimoso espectáculo de varieté politiquera.
Al bochorno del período pasado, con -entre otros- el representante que asumió con camiseta castrista-guevarista (para terminar siendo un abusador sexual en paños menores) lo de este período supera con creces lo anterior.
Hay, ahora, no solamente un desprecio maniqueo y oportunista de todo lo que signifique formalidad -que un mínimo de republicanismo no podría entenderla como otra cosa que un mínimo de respeto por una investidura que trasciende al individuo, al partido, y por supuesto, a la ideología que el fulano de tal tenga- que atenta contra el más mínimo buen gusto.
Pero, peor que eso, con un diputado que dice permanecer “en el mismo andamio” de donde proviene, para ocupar ese escaño, en donde por 5 años ha de desempeñar “una changa” de Diputado. Un despropósito. Pocas veces escuchada semejante animalada en el, otrora, sacrosanto palacio de las Leyes.
Lo mismo vale para ese otro representante, de cuyo nombre y apellido no quiero ni me interesa acordarme, que aprovechó la jura del cargo para enviar un fraterno saludo al narco-régimen venezolano, encabezado por el prófugo internacional Nicolás Maduro, justo cuando ese régimen mantiene a un ciudadano uruguayo secuestrado y desaparecido. De reclamar por nuestro compatriota, ni una palabra. Vergüenza es poco.
Lo que ambos ejemplos, y podría, abusando del paciente lector, seguir llenando páginas de ejemplos tanto o más vergonzantes, nos muestra es un cambio de paradigma.
Si hasta el período pasado, no haber completado un Ciclo Básico (no es necesario explicar qué significa “básico”, si para polícía de calle, conductor de taxi o dependiente de comercio, mucho más para legislador) no era motivo de vergüenza alguna, ahora pasó a ser motivo de orgullo.
Cambalache
Así es. Estamos ante un cambio cultural mayor que la izquierda ha conseguido imponer, de manera larvada y subrepticia como todo lo suele hacer, que implica la muerte definitiva del valor de todo mérito. Al Profeta de tal iglesia, José Mujica Cordano, todo el crédito que merece.
Este Parlamento, así integrado y así inspirado, tan acorde a lo que conforma el equipo de gobierno serán los primeros cinco años de una democracia que degeneró en una oclocracia y que, cabe esperar de ella, lo que cabe esperar de la idiotez cuando tiene relaciones carnales con el poder.
Nadie como Discépolo pudo decirlo mejor:
“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor
Ignorante, sabio o chorro, pretencioso o estafador
Todo es igual, nada es mejor
¡Lo mismo un burro que un gran profesor!
No hay aplazaos, qué va a haber, ni escalafón
Los inmorales nos han igualao”
¿Verdad que sí?