
Graziano Pascale
El terreno más cómodo para la izquierda ha sido siempre el futuro. Desde la época en la que pregonaba, al estilo de las sectas religiosas que van puerta a puerta, un futuro luminoso de justicia y armonía, bajo el nombre de «socialismo», hasta la actualidad, en la que se presenta como el guardián de todos los derechos, incluso de los inexistentes, toda su estrategia apuntaba a controlar el futuro.
Tiene sentido para una corriente política que hizo su debut ya avanzado el siglo XX, especialmente en un país pequeño y de historia breve como el Uruguay.
La historia es un lugar inhóspito para la izquierda, y eso explica su dificultad para crecer. Sin raíces en el pasado, dominado primero por las gestas de la independencia, y luego por las luchas entre blancos y colorados durante el período de la consolidación del nuevo Estado, la izquierda no encontró ventanas de oportunidades para instalar su relato en nuestra historia.
Desafiando esas dificultades, la prédica marxista logró abrirse paso lentamente en sectores intelectuales de la sociedad, y en la estructura de los incipientes sindicatos, integrados -por obvias razones- exclusivamente por blancos y colorados. Pero no dejaba de ser, a pesar de ello -o quizás como consecuencia de ello- un sector «extraño» en la vida política del país. Su lento avance en Montevideo, cuna del sindicalismo y de la vida universitaria, y su casi nula presencia en el interior, se explican por ese motivo.
El desgaste de los partidos fundacionales, ya sea por las prácticas clientelísticas como por el abandono del mundo sindical y universitario, fue preparando el camino para el avance sostenido de la izquierda. Debe agregarse también como un factor que contribuyó en ese proceso, la neutralización en los ambientes intelectuales del pensamiento de raíz católica, que por razones que exceden el tema central de esta columna, quedó reducido a un ámbito muy estrecho, hasta transformar a la Iglesia Católica en una especie de Ong de ayuda social, sin presencia significativa en los ambientes fermentales donde se discuten ideas y enfoques de la vida en sociedad.
Pero todo se aceleró con la caída de la Unión Soviética. Esta afirmación puede sonar contraintuitiva, pero a poco que se analice, se advertirá que encierra una gran verdad.
Veamos. El sistema comunista, signo de la victoria de las ideas de Marx y Lenin, era un mundo opresivo, sin libertad de expresión, sin partidos políticos, con excepción del Partido Comunista, sin libertad religiosa, sin elecciones libres y sin la separación de poderes que asegura la vigencia del Estado de Derecho. Nada más opuesto a la cultura política del Uruguay.
No es casual que el colapso de la Unión Soviética de 1989 haya coincidido con la primera gran victoria política de la izquierda: la conquista de la Intendencia de Montevideo. Había caído la gran barrera de contención. Con el fin de la «amenaza del oso ruso», el Frente Amplio, una creación de ingeniería electoral que tarde o temprano iba a ser una de las dos fuerzas hegemónicas, tenía el camino abierto hacia la conquista del gobierno nacional.
Pero aún quedaba por conquistar el pasado. Y de eso trata el actual gobierno del presidente Orsi. Basta leer con atención sus dos discursos del 1o de marzo para advertirlo con claridad.
La pública felicidad
«No tengo más enemigos que los que se oponen a la pública felicidad», es una frase que suele atribuirse a José Artigas, y aunque no es posible hallar una fuente documental que la contenga, su uso y difusión ya forma parte del patrimonio intelectual legado por el Jefe de los Orientales.
No es casual que el concepto de la pública felicidad se haya incorporado al discurso oficial del nuevo gobierno, aunque en ocasiones con aplicación equívoca, como fue el caso del subsecretario de Salud Pública, Leonel Briozzo, autor del ya célebre exabrupto del aborto como factor que trajo «felicidad pública» a la sociedad.
Es claro y obvio el intento de «artiguizar» la gestión del actual gobierno, que no es otra cosa que el intento de conquistar el pasado, ese territorio todavía hostil. En la misma línea va la reivindicación de los partidos políticos como eje central de la democracia, ese sistema de gobierno que hasta no hace mucho era descalificado como «democracia burguesa», en oposición a la «democracia avanzada» que estaba representada por el Partido Comunista.
Pero hay más. El presidente Orsi anunció un ambicioso programa de cinco años, que comenzará este 2025 para recordar el bicentenario de la Declaratoria de la Independencia, y culminará en el 2030 con el Bicentenario de la Jura de la Constitución.
Ante la gravedad de los problemas que el país tiene por delante, el planteo de esta columna puede parecer menor. Pero adquiere importancia mayor cuando se advierte que quien controla el pasado, controla el futuro.
El «partido único» está golpeando con energía en la puerta de nuestra historia.