
Venezuela en su laberinto (IV)
«El poder es como un violín: se toma con la izquierda y se toca con la derecha», Giovannino Guareschi (Don Camilo y su pequeño mundo).
Esta columna, motivada por las explosivas declaraciones del recién entrenado Canciller Mario Lubetkin, el conejo globalista sacado de la galera de los OOII, “des-reconociendo” a Edmundo González como legítimo presidente electo de Venezuela, al tiempo que tampoco reconoce legitimidad democrática al “presidente en funciones” Nicolás Maduro, puede considerarse una inesperada adenda a nuestra última columna de la serie “Venezuela en su laberinto” (https://contraviento.uy/2024/09/05/venezuela-en-su-laberinto-iii-un-tirano-en-guerra/).
Si este pronunciamiento, que suena extemporáneo por donde se lo mire, es un escándalo, no lo es menos que esa misma cancillería -que parece hacer mudado su sede a Itamaratí- haya anunciado el retiro del apoyo al candidato paraguayo para presidir la OEA -cosa que Orsi había prometido al presidente Peña, quien debió recordar a Talleyrand, eximio nadador de aguas turbulentas, a quien se le asigna la máxima de que “en política, la lealtad es una cuestión de fechas», para sumarse al candidato impulsado por Brasil, propuesto por Surinam.
Triple salto mortal, sin red, en un solo acto: un récord difícil de igualar. Sin apurar conclusiones, el importado Canciller parece haber aprendido la máxima “mujiquista” de “como te digo una cosa, te digo la otra” a la que le agregó un giro de su propia cosecha, el de “sino todo lo contrario”.
El necesario contexto histórico
Los problemas del Frente Amplio con el Chavismo, con Chávez, y luego con Maduro, no nacen con el recién llegado Lubetkin, sino que se remontan tan lejos como el 8 de marzo de 2000, cuando Hugo Chávez pisó Montevideo por primera vez y recibió las llaves de la ciudad de manos de Mariano Arana, Tabaré Vázquez —entonces líder de la coalición y a un lustro todavía de alcanzar el poder— miraba con recelo al venezolano. Su pasado golpista, cristalizado en el fallido golpe de 1992, chocaba con la tradición democrática de un hombre que, todavía, pugnaba por mostrarse apegado a las instituciones.
Aquel día, mientras la Intendencia celebraba al ‘Comandante’, Vázquez guardaba distancia, encarnando una izquierda que aún dudaba entre abrazar la épica bolivariana o mantenerse en la prudencia republicana.
Mientras vivió Chávez, con sus altibajos y mientras fluían los petrodólares y circulaban valijas desde el Caribe al sur, lo que el periodista Martín Natalevich llamó la “petrodiplomacia” discurrió dentro de carriles más o menos institucionales, por lo menos si uno estaba dispuesto a no mirar demasiado bajo las alfombras chavistas.
La cuestión comenzó a complicarse cuando Chávez enfermó de su cáncer y se puso, sanitaria como políticamente antes, en manos de Fidel Castro. El Rey cubano lo secuestró, lo trató, lo mejoró en la medida que el petróleo venezolano se convertía en preciosa materia de exportación cubana y, cuando fue necesario, hasta lo curó para que el Comandante, rebosante de hormonas, en las últimas, ganara casi que por inercia sus últimas elecciones.
A Comandante muerto, dictador puesto (por la Habana)
Tras ello, otra vez en La Habana, la Sede del Gobierno venezolano se trasladó a Cuba, por el tiempo necesario para que el Vicepresidente Maduro, nombrado poco antes por Chávez con el fervoroso apoyo de Fidel, cumpliera el tiempo mínimo en el cargo, necesario para suceder al Comandante Eterno. Recién entonces, Fidel aceptó el certificado médico dando por muerto a su querido hijo putativo para que fuera glorificado en Caracas, mientras su ahora otro hijo putativo, Nicolás Maduro Moros empuñaba la espada de Bolívar.
Obligado por la venerada Constitución chavista, Maduro debió, por vez primera, someterse a las urnas para validar su mandato, enfrentando al candidato único de la MUD (Mesa de la Unidad Democrática) que, puesto en campaña convocaba multitudes, en tanto al sucesor no parecían bastarle las tropas rentadas por los múltiples planes sociales y las constantes apelaciones al legado del “Galáctico”, no parecían serle suficientes.
Sin embargo, esa noche, con bocas de urna que daban ganador al candidato opositor Henrique Capriles Radonsky, se puso en marcha el sistema electoral de resultado garantizado. Tras un larguísimo apagón, rumores de saqueos, ingentes cantidades de Fuerzas de choque -donde no faltaban los cubanos- las urnas dieron un sorpresivo vuelco, la luego legendaria Tibisay Lucena descendió de su Olimpo en el TSE y proclamó una tendencia irreversible a favor del candidato oficialista Maduro Moros. En simultáneo, Capriles daba una conferencia de prensa que, vista una y otra vez, no podía tratarse de otra cosa que de un acto de rendición.
La larga década infame de una «democracia demasiado diferente»
Luego de una década larga de fraudes y atropellos varios, que el lector conoce de memoria, el régimen -constituido progresivamente más en un Cartel (narcotráfico, petróleo, armas, diamantes) que gobierno- se ha refugiado en la represión y el chantaje, por lo que poco agrega volver a esa historia.
Sin embargo, con una emigración que expulsó en las últimas dos décadas alrededor de un 40% de su población -en lo que constituye el peor fenómeno de migración forzada en lo que va del siglo- y enfrentado a un nuevo proceso electoral -fraudulento, pero electoral al fin- el chavismo solo contaba, a lo sumo, con el núcleo duro de no más del 30% por lo que la necesidad de fraude tomaba proporciones nunca vistas.
A pesar de todas las maniobras ensayadas desde los “Acuerdos de Barbados” hasta julio de 2024, desde la proscripción de la líder indiscutida de la oposición María Corina Machado, la inhabilitación de una candidata de alternativa, la presión por un hálito de apariencia democrática exigía seguir adelante.
Ante lo inevitable el régimen se preparó y expulsó a todos aquellos observadores electorales extranjeros que no le fueren probadamente fieles, permitiendo apenas al Centro Carter la observación porque la negativa a éstos ya habría constituido un escándalo que ni Biden habría tolerado. El resto, pa’ fuera pues. Solo quedaron allí los socios, entre ellos los delegados del Frente Amplio de Uruguay.
La persecución de los candidatos en una campaña casi clandestina y con rasgos de guerrilla, prohibición de volar, persecución contra civiles que proporcionaran alojamiento o comida a “los terroristas de la derecha” como no cesó de llamarles, pudieron impedir que el 28 de julio la gente saliera masivamente a votar y le propinara una paliza galáctica.
El fraude como prueba de resiliencia
«El despotismo no necesita de instituciones para existir; le basta con la fuerza y la pasividad de los hombres.» Alexis de Tocqueville (La democracia en América)
Lo que la columna ha venido sosteniendo es que, los operativos desatados desde la famosa Conferencia de Prensa de María Corina Machado y Edmundo González, donde cual conejo de la galera, se sacaron a la luz y al mundo los resultados reales de por lo menos el 70% de los circuitos y quedaba demostrado palmariamente la paliza electoral convirtiendo a González en virtual presidente electo, tuvieron como fin resistir a cualquier precio.
Con una troika ad-hoc liderada por Lula y secundada por Petro en Colombia y (todavía) AMLO en México, cuyo operador en el terreno sería el (ex)Celso Amorín, todas las acciones que aparentaban buscar una salida “democrática” no procuraban otra cosa que ganar tiempo.
Consumado y demostrado el fraude, se recurriría a una vaga promesa de presentar las verdaderas actas (sugiriendo que las presentadas por la derecha eran falsas) que daría tiempo al régimen para que González y Machado se desgastaran en acciones de gran repercusión mediática, pero que no modificaban en nada la realidad interna de un régimen sólidamente encolumnado tras las armas de Cabello y Padrino López, y las operaciones de los servicios cubanos.
Con el cambio de mando en Uruguay, el violín cambió de manos, y a pesar de que el saldo de brutal represión se mantiene incambiado (incluyendo el secuestro y desaparición de un ciudadano uruguayo entre otras lindezas) Nicolás Maduro se aferró al poder sostenido por la fuerza bruta y complicidades varias, el resto del mundo —o, por lo menos, buena parte de él— decide afinar el instrumento con una partitura de silencios cómplices.
El último en sumarse a este concierto fúnebre es Uruguay, donde el canciller Mario Lubetkin, apenas asumido el gobierno de Yamandú Orsi, anunció una postura tan insólita como reveladora: no reconoce a Edmundo González como presidente electo ni a Maduro como presidente legítimo. Un país sin cabeza, una democracia en el limbo, una anomalía que no es casualidad, sino el eslabón final de una cadena que es la que venimos denunciando desde hace meses.
El catastrófico epílogo de una tragedia inacabada
“El poder no es un medio, es un fin. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer la dictadura.» George Orwell
Maduro sigue en Miraflores, la represión aplasta las protestas, y el éxodo venezolano no cesa. El camino quedó expedito, como advertí entonces, para que otros en la región —Brasil, con elecciones sospechosas en su pasado reciente; Colombia, tentada por el mesianismo de Petro; México, con su deriva autoritaria— ensayen lo que Timothy Snyder llama la «política de la eternidad»: un poder que no necesita sino sólo aparentar legitimidad, apoyado en la fuerza de las armas, la brutal censura y la inacción del mundo.
Los giros del Canciller Lubetkin, el hombre que vino de Itamaratí
El giro uruguayo no es un accidente. Es la síntesis de un largo tira y afloje al interior del Frente Amplio y su satélite, el Pit-Cnt, que se saldó con la visita exprés de Lula a la asunción de Orsi el 1 de marzo de 2025. En esa cumbre con Petro y Boric, Brasilia marcó la cancha: Uruguay debía alinearse con el Foro de São Paulo, relanzado como ariete contra una democracia liberal que agoniza en todo Occidente.
Lubetkin, con su «ni González ni Maduro», no solo abandona a los venezolanos que votaron por un cambio; también entrega un cheque en blanco a quienes ven en el fraude una receta replicable. Si el descomunal robo electoral de Caracas pasaba, como pasó, el filtro de los hechos, lo que muere no es solo Venezuela: es el concepto mismo de la democracia republicana, esa que Montesquieu soñó con poderes equilibrados y Rousseau con la voluntad popular. En su lugar, las elecciones se reducirán a un trámite cosmético, un ritual para ratificar al partido único o hegemónico, al estilo del viejo PRI mexicano o, quién sabe, de un Frente Amplio que empieza a insinuar eternidad en Uruguay. Perspectiva particularmente ominosa pensando en un 2029 que abre más interrogantes que certezas.
Esta anomalía no es un desliz diplomático. Es una declaración de principios —o de su ausencia—. Mientras Maduro afila las armas y González languidece en el exilio, el silencio de Montevideo suena a epitafio. Como escribió Orwell, «en tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario». Pero aquí no hay revolución: solo un laberinto donde la democracia se pierde, y el violín del poder sigue sonando desafinado.
En “La fiesta del Chivo”, su novela sobre la dictadura de Leónidas Trujillo, Vargas Llosa escribió que «la democracia es frágil, y basta un hombre con suficiente cinismo y poder para convertirla en una caricatura”.
Cínicos es lo que sobran en la Hispanoamérica. Y en Uruguay, desde el 1º de marzo, además gobiernan.