
Graziano Pascale
«La historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa» (Karl Marx. El 18 Brumario de Luis Bonaparte»)
Ponerle nuevo nombre a las cosas es el signo clásico de los que se sienten llamados a refundar la historia. Puede parecer un juego tonto y hasta banal, pero hunde sus raíces en cuestiones muy serías, lo cual le confiere una respetabilidad que este columnista se apresura a reconocer.
En efecto: ponerle nombre a las cosas es reflejo del poder divino. «Dios llamó a la luz «día» y a la oscuridad «noche». Y pasó la tarde y llegó la mañana, así se cumplió el primer día.», se lee en capítulo 1 versículo 5 del libro del Génesis.
Dios creó a las cosas a través de la palabra, y ese soplo inicial es el que trata de imitar quien a través de la palabra inventa cosas nuevas, a pesar de que ya existan. Es el poder supremo, frente al cual es imposible e inútil resistirse. La tentación no ya de reinventar el mundo pero si de amoldarlo a los propios designios, comenzando por el nombre de las cosas ya conocidas, ha sido desde siempre el móvil inspirador de los regímenes y los gobernantes de corte totalitario, en una constante que la historia se encarga de mostrar una y otra vez.
La cita de Karl Marx que encabeza esta columna nos lo recuerda por partida doble, tanto desde el título del libro citado como desde el ya clásico concepto que su obra inmortalizó. La Revolución Francesa, en su afán refundador, no sólo hizo pasar por la guillotina a los máximos representantes del poder y de la sociedad de la época, sino también al calendario gregoriano, que, sin embargo corrió mejor suerte que Luis XVI, María Antonieta, Maximilien Robespierre, Georges Danton, Antoine Lavoisier y Camille Desmoulins, para citar a algunos de los más connotadas víctimas del Reinado del Terror (1793-1794).
El calendario gregoriano, a diferencia de los citados personajes, volvió a la vida luego de haber estado sepultado en el cementerio de la historia entre 1792 y 1806, cuando Napoleón abolió el Calendario Revolucionario, inaugurado el 22 de setiembre de 1792, el primer día de la República, y primer día del mes de Vendémiaire, el año I de la breve era del calendario depuesto.
El 18 de Brumario del año VIII de la Revolución (9 de noviembre de 1799 en el calendario gregoriano) Napoleón Bonaparte dio el golpe de Estado que puso fin al Directorio, que había gobernado Francia desde 1795, y estableció el Consulado, sistema que inauguró Napoleón como Primer Cónsul. La revolución se había transformado en dictadura, como ocurrió en innumerables ocasiones en la historia, de lo cual América Latina tiene sobrados ejemplos.
El 2 de diciembre de 1851, medio siglo después de aquellos hechos, Luis Napoleón Bonaparte (Napoleón III), sobrino del legendario vencedor de Marengo y Austerlitz, disolvió la Asamblea Nacional de la Segunda República Francesa, dando pie a un régimen autoritario que al año siguiente lo llevaría a proclamarse Emperador.
Marx traza un paralelismo entre los golpes del tío y del sobrino, para enfatizar que la repetición de la historia ocurre la primera vez como «tragedia» y la segunda como «farsa», es decir, una imitación en clave de caricatura, como a su juicio fue el golpe de Luis Napoleón.
La repetición de la historia uruguaya
También en Uruguay las tragedias contenidas en los hechos más significativos de nuestra historia se han transformado en farsa cuando se intentó su repetición. Los ejemplos abundan, y esta columna no se propone hacer un lista detallada de los mismos, sino centrarse en uno que está golpeando los cimientos del Estado de Derecho bajo el pretexto de la lucha contra «la corrupción», ese flagelo que ha diezmado las economías de nuestros países, enriqueciendo a la clase política al desviar recursos del Estado en su propio beneficio.
El golpe de Estado de 1973, que significó en los hechos la irrupción del estamento militar en la conducción política del país, tuvo dos elementos que alimentaron su caldo de cultivo: la violencia de las organizaciones terroristas por un lado, y el descrédito de la clase política por el otro. Los dos factores eran necesarios para crear las condiciones que hicieran «aceptable» o al menos «justificable» por parte de la opinión pública un régimen dictatorial.
Los líderes militares de entonces se aliaron a los jefes de la subversión, a los que convirtieron en colaboradores a través de oscuros pactos en los cuarteles, para desacreditar a la clase política, paso necesario para «vender» a la sociedad las supuestas bondades de un régimen que «terminara con la corrupción».
Sin la persecución judicial contra Jorge Batlle, al que pusieron en prisión, y contra Wilson Ferreira Aldunate, al que en secreto en 1972 sometieron a la justicia militar para investigarlo por supuestos delitos contra «la seguridad del Estado», como se prueba en mi libro «La cacería de Wilson», los militares no hubieran tenido éxito en su ataque contra las instituciones democráticas.
Medio siglo después, el aparato judicial (esta vez no la justicia militar sino un equipo de fiscales con cintillo político) vuelve a poner en escena una situación que en apariencia se le asemeja. El pretexto: decisiones administrativas que sólo constituyen delito cuando sus autores no pertenecen al Frente Amplio.
Las Fuerzas Armadas ya no son un factor de poder, no están detrás de estos movimientos, y nadie en el país teme que la democracia corra peligro por un desborde de su accionar. Pero la extinción del principio de inocencia, que a diario vemos en las mismas redes que buscan ser silenciadas con el pretexto de las «fake news», y la filtración de investigaciones que por ley deben ser reservadas para no vulnerar las garantías constitucionales que requiere un juicio justo, conforman un estado de situación que evoca en clave de farsa la tragedia de hace medio siglo, cuando también se invocó la defensa de la democracia para destruirla, culpando a las víctimas.
La similitud no se agota allí: incluye también el necesario transcurso de 50 años, el mismo lapso que medió entre el 18 Brumario de Napoleón y el golpe de su sobrino devenido Emperador, para que el antídoto del recuerdo histórico sea inútil para las generaciones que no vivieron «la tragedia», y hoy se suman alegremente a la farsa.