«Lo que Borges no imaginó, y no podía hacerlo, es que en el tiempo en que ubica a su personaje, cada no sé, no me acuerdo, yo nunca dije ni hice eso de “Fernandito, el desmemoriado Funes” iba a tener un archivo, en formato de imagen y voz, mostrándole lo contrario. Pobre.»
El hallazgo
Las habituales controversias literarias generadas en torno al dictamen de la Academia Sueca -hay quienes dicen de ella que más bien parece el Oráculo de Estocolmo- sobre a quién se le otorga el millonario Oscar de las letras, que da lugar a largas especulaciones y hasta un sistema de apuestas tan sólo para que al final se lo terminen otorgando a una francesa. Esto parece haber cesado abruptamente este año con el inusitado hallazgo producido en la República Argentina: el descubrimiento de un presunto manuscrito de Jorge Luis Borges totalmente inédito y del que nadie tenía noticia alguna.
Todos los detalles que compartiremos con usted, querido lector, los hemos obtenido, bajo la más estricta promesa de reserva absoluta, de parte de fuentes vinculadas íntimamente con los titulares de los derechos del gran autor argentino que, por no ser francés, nunca obtuvo el sí de la ubicua Academia. Pero eso es harina de otro costillar, como decía mi primo Irineo, que no era Funes precisamente.
Aunque carece de fecha, expertos que han estado estudiándolo, lo sitúan en la misma época del celebérrimo relato original, la historia del fraybentino Irineo Funes, gaucho caído de un caballo y que, como resultado de tan funesta circunstancia -y no es juego de palabras-, adquiere algo así como la versión de la memoria total. Para el joven Funes, desde entonces nada puede caer en el olvido. Ese pasará a ser, un lujo reservado al común de los mortales.
El manuscrito
En el manuscrito ahora hallado, Borges parece plantear una antítesis de su ficción, con un personaje único, de apellido Funesto, llamado Fernando. Éste en un evidente guiño a su famoso predecesor -Fernandito para los íntimos y el autor lo es, obvio- y, cosa rara en Borges que habitó en su particular mundo pasado, lo imagina en una distante segunda década del siglo XXI, el siguiente a la escritura.
De igual manera que su ilustre contracara, Fernandito también es oriental, pero nacido y vivido en la mala copia de Buenos Aires que es Montevideo. De él, poco se sabe, o porque el autor no lo dice o nos lo quiere preservar en ese espacio donde es la imaginación del lector la que escribe los espacios en blanco.
Se nos dice sí, que desde muy pequeño Fernandito tendió al inmovilismo y la quietud como expresión de su carácter, o falta de él. Se dice que su madre, de quien el autor nos guarda de detalles, procuraba mantener el secreto sobre el extraño comportamiento de su hijo.
Si bien fue un niño muy, pero que muy llorón hasta bien avanzada su niñez, adolescencia y más allá, con respecto a la expresión oral más bien se le conocieron mal y tarde algunas expresiones balbuceantes que su atribulada madre, por proximidad lógica, lograba traducir al lenguaje de un montevideano común, es decir, esas cincuenta y pocas palabras utilizadas para mostrar que son como son.
Viuda desde joven, sin otra familia que su hijo, la madre solamente se confesaba con el bolichero de la esquina, quien dicho sea de paso le paraba la olla cuando los cuartos andaban escasos y Fernandito no paraba de llorar. Sí, se decía que no solamente la olla, pero ya sabemos cómo son los rumores de esquina. Más vale dejarlos caer en el olvido.
Una vida para el olvido
Y hablando de olvido, lo más trascendente y que hace al relato, de una originalidad tan borgeana. A diferencia de su antítesis Irineo, Fernandito no se cayó de un caballo -que nunca había visto, y mucho menos montado- sino de la propia cuna, en la que permaneció sin solución de continuidad hasta por lo menos los seis años.
Producto de esa infortunada caída -algunos de cuyos detalles nos resistimos a no compartirlos con usted querido lector, rogándole la mayor discreción- en la que su tierna cabecita fue a dar contra el canto de la bacinilla esmaltada que solía acompañar sus noches, Fernandito dejó de recordar. Todo, por completo. Su nombre, si había comido o no, el nombre de esa señora que entraba y salía de su cuarto, y por no recordar, ni siquiera recordaba cómo se llamaba ese lugar donde miraba hacia arriba, el techo. Terrible.
Aprovechando que justo por esas épocas, en los albores del nuevo siglo, la Banda Oriental estrenaba su primer sistema de salud pública, la madre recorrió con él cuanto médico le recomendaron.
Luego de meses y meses de largas esperas, se le hicieron estudios y más estudios, nunca se pudo pasar de un diagnóstico un poco vago, una variante rara de amnesia producto de un trauma, de carácter permanente, pero selectivo. Había cosas que Fernandito sí recordaba. Por ejemplo, los números. Había memorizado del uno al diez, y en un alarde de contracción en el estudio que enorgullecía a su madre, llegaba a contar hasta cincuenta casi sin interrupciones.
No sin dificultades, dada su condición, también había aprendido a escribir y leer. Lo básico, decía la madre, pero él se arregla. Ahí como lo ve, es capaz de leerle los letreros en la calle, diferencia los colores de las luces en los semáforos, y hasta se sabe los números de los ómnibus que le llevan a la Escuela.
Ascendiendo
Pasado el tiempo, con Fernandito ya crecido, en una época donde los árboles se pintaban de blanco hasta un metro y se había puesto de moda el uniforme militar hasta para las oficinas, una tarjeta personal del médico, dada a su madre para el amigo de un hermano de un militar que conocía al coronel que mandaba en una Oficina pública, le consiguió un puesto de ascensorista, tarea para la cual en seguida mostró excepcionales virtudes. Su dominio de los números del uno al once, tanto ascendente como descendente, así como su proverbial mutismo y una media sonrisa que algunos identificaban con un atisbo de simpatía reprimida, le hacían ideal para el cargo.
Por supuesto que, habiendo vivido de la cuna al comedor toda su vida, no había ni la más mínima sospecha sobre su condición política, palabra que a Fernandito le sonaba bastante extraña sin que lograra nunca darle sentido alguno. O sea, para los parámetros de la época, un ciudadano “Clase A” cantado.
En ese mundo carente de recuerdos, donde cada día comenzaba con su salida de la cuna y terminaba con él aterrizando en ella nuevamente, nuestro Funesto montevideano había desarrollado una especie de batería de armas con las que moverse en ese mundo que le resultaba siempre ajeno. Una de ellas, era no hablar si no era estrictamente necesario, lo que le evitaba que los demás se dieran cuenta que no tenía nada para decir. La otra era decir que sí, si lo que le decían sonaba a pregunta.
En todo caso, ya sabía que si debía retroceder podría argumentar que no recordaba haber dicho sí y hasta asegurar que en realidad habría dicho no.
La carrera olvidada
Así fue como, un día se encontró sentado en una sala con otros empleados de la Oficina, en lo que ellos llamaban una “asamblea” y donde luego de arduas discusiones sin ponerse de acuerdo para nombrar al delegado, a alguien se le ocurrió que el candidato ideal que no molestaba a nadie era Fernandito. Y cuando le preguntaron, el dijo que sí.
En adelante, todo fue tan sencillo como el sí inicial. Bastaba estar allí, callar, ensayar una media sonrisa con cara de archisabido, y esperar a que el resto desertara por cansancio.
Borges distópico
En esta suerte de distopía que Borges imaginó para un contrario del Funes original, ubicado en un futuro lejano, el autor se imaginaba a su protagonista desarrollando una fulgurante carrera política a partir de las virtudes más valoradas en esa actividad, a saber, la ausencia total de ideas, una retórica hueca de contenido aprendida durante miles de horas de “asambleas” conformada por no más de las mismas cincuenta palabras colocadas de distinta manera según la ocasión. Y estar allí, siempre estar.
Así fue, nos cuenta Borges, que imagina a la Banda Oriental de la segunda década del Siglo XXI, gobernada por un ilustre descendiente de los cajetillas de Carrasco y bajo la amenaza de una pandemia como la descrita por Daniel Defoe en su “Diario del año de la Peste” en versión futurista, que en medio del desconcierto y la anarquía reinante, alguien le preguntó si “él no querría ser candidato a presidente de la oposición”, y creyendo que le preguntaban si podía quedarse media hora más, dijo sí.
Así fue como Borges, desaforado en su imaginación, les legó a los orientales del Siglo XXI un presidente de la oposición balbuceante, con una sonrisa sardónica que oculta su vacío mental y el perenne enojo que le produce no saber dónde, para qué y por qué está donde está, qué le están preguntando como si él, ya jubilado de su especialidad de ir de Planta Baja hasta el piso 11 y volver, debiera saber todo de todo.
No sé, yo no dije eso, nunca
Ya lo sabemos. Los autores suelen ser padres desalmados y pérfidos de sus hijos literarios y Borges no podía ser la excepción. Así como en su momento condenó al joven Irineo a recordar todo de todo durante todo el tiempo, en este escrito que esperamos con ansias nos regala un personaje tan fascinante como aquél, así sea por su imposible cóctel de ignorancia y soberbia, que le lleva a ignorar lo hecho y dicho apenas un tiempo atrás.
Lo que Borges no imaginó, y no podía hacerlo, es que en el tiempo en que ubica a su personaje, cada no sé, no me acuerdo, yo nunca dije ni hice eso de “Fernandito, el desmemoriado Funes” iba a tener un archivo, en formato de imagen y voz, mostrándole lo contrario. Pobre.