El guión es más o menos conocido. Acorrolado por denuncias de corrupción, el gobernante busca el apoyo de las Fuerzas Armadas, invoca la existencia de una «amenaza a la democracia», cierra el Parlamento libre, promete que va a llamar a elecciones y a cambiar la Constitución, y luego arma un modelo en el que la prensa y los partidos políticos quedan a merced de autoridades electorales y judiciales afín al nuveo régimen.
La historia del último medio siglo de América Latina está plagada de casos que se ajustan más o menos a este modelo. Lo que cambian son los abordajes periodiísticos, que difieren según la posición política de ese gobernante corrupto: si es afín a la izquierda, entonces lo que hace es «defenderse de los embates de la ultraderecha», y establecer un «gobierno de emergencia» para «restaurar la democracia». Si, en cambio, el protagonista es alguien contrario a esas posiciones, entonces estamos en presencia de «golpe de Estado» y de «dictadura», sin apelar a eufemismos.
La histórica jornada vivida ayer miércoles 7 de diciembre en Perú refleja casi a la perfección el libreto descrito. Luego de probarse ante la justicia la existencia de actos de corrupción que involucraban al presidente Pedro Castillo y a su familia, según el clásico modelo de adjudicar obras públicas a dedo, en acuerdo con empresarios corruptos, a cambio de coimas, el Congreso había reunido los votos necesarios para proceder a la destitución de Castillo por la causal de «incapacidad moral», prevista en la Constitución para casos como el que lo involucraba.
Alertado sobre la inminencia de ese desenlace, que hasta ayer había logrado sortear a través de complicadas operaciones políticas que consistían por lo general en cambios de ministros e incluso de la figura superior del Primer Ministro, Castillo decidió adelantarse a esa decisión, decretando el cierre del Parlamento, la declaración del Estado de Sitio (figura similar a las Medidas Prontas de Seguridad, de la Constitución uruguaya) , y anunciando cambios en la estructura de la Fiscalía y el Poder Judicial.
Un golpe de Estado clásico.
Pero nada funcionó de acuerdo a lo esperado. Las mandos de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, en un comunicado conjunto, se declararon al margen del conflicto, y aseguraron que «cualquier acto contrario al orden constitucional establecido, constituye una infracción a la Constitución y genera el no acatamiento por parte de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional del Perú».
La aventura golpista había concluido casi antes de comenzar.
El episodio refleja a las claras la madurez de las instituciones castrenses peruanas, que habían sido puntales de la dictadura de Fujimori, y, por tanto, cómplices cuando no autores de los delitos de todo orden cometidos en ese país cuando no regía el Estado de Derecho y la división de poderes.
Los sueños de la izquierda peruana de poner a los militares a su servicio, para proteger un gobierno acusado de corrupción, acabaron rápidamente. Se trata de una lección que, con el paso de los días y las semanas, repercutirá con fuerza también fuera del Perú.