Escribe Graziano Pascale
Tanto dentro de la propia Coalición, como fuera de ella, el debate sobre el proyecto de reforma jubilatoria -que no es otra cosa que una huida hacia adelante para evitar el colapso total del sistema- está atrapado por las contradicciones propias de un gobierno que se agota, y refleja la imagen de un país anclado en el pasado.
El concepto anterior explica cómo este proyecto de reforma, cuyo debate se postergó dos años por la imprevista irrupción de la pandemia, se ha convertido en una trampa para el gobierno, en el último tramo de su gestión.
Y esto es así porque a medida que se acercan las elecciones, los partidos que integran el gobierno pasan a ser dominados por una lógica diferente a la que rige cuando el gobierno está en la plenitud de su gestión. Así, el énfasis se coloca en aquellos aspectos menos «programáticos» de la labor gubernamental, y que son capaces por sí solos de mostrar la eficacia del gobierno. Un caso claro es el empuje extraordinario que ha recibido la obra pública, pocas veces visto en los últimos 50 años. Del mismo modo, la obra privada, que año a año bate récords de metros cuadrados construídos, será otro caso tangible de los beneficios de un sistema legal que ha priorizado la inversión privada en el sector.
Nada de lo anterior sucede con la reforma jubilatoria. Es más: el proyecto presentado, como no podía ser de otra manera, busca acotar el deterioro que a pasos agigantados provoca en las finanzas públicas un sistema que hace décadas ha dejado de ser autosustentable.
Esta es la verdad. Una verdad incómoda de asumir, y mucho menos de decir desde la tribuna. El planteo opositor, por su parte, es mezquino y oportunista, pero tiene la virtud -a diferencia del debate sobre la LUC- de que los hechos sólo demostrarán que es falaz dentro de 20 años. Es la ecuación política perfecta: el costo de faltar a la verdad y eludir la responsabilidad de Estado se pagará dentro de cuatro elecciones. Hay tiempo para amortizarlo.
Dentro de estas dos miradas, es probable que el oportunismo político gane la partida. Y si es así, el país se podría dar, fuera de las urgencias electorales, un debate más realista y serio.
Persistir en el empeño de aprobar el actual proyecto, cuando la sociedad no parece haber asumido la urgencia y la prioridad de la reforma, puede ser un error por partida doble. Basta dar una mirada a Francia, que literalmente está en llamas por un falla en la lectura de los tiempos políticos que hizo Macron.
Tarde o temprano, la verdad de las finanzas se terminará imponiendo. Y esa verdad está contenida en un concepto fácil de entender: el sistema de repartir entre los jubilados los aportes que hacen los trabajadores activos llegó a su fin. Funcionó al comienzo del sistema, cuando la mayoría aportaba, y la minoría cobraba. Hoy la ecuación se ha invertido, y el sistema sólo puede sostenerse con el apoyo del Tesoro nacional. Es decir que las jubilaciones dependen cada vez en mayor medida de un aumento de la presión impositiva sobre la sociedad. Lo cual, en definitiva, torna menos competitiva la economía, y genera un malestar constante en la población.
Queda ahora la esperanza de que los robots ayuden a pagar las futuras jubilaciones, algo bastante complejo de instrumentar, como es fácil imaginar. O que lleguen al país oleadas de cientos de miles de trabajadores jóvenes -como ocurrió hace más de 100 años- para aumentar la recaudación de los aportes al BPS.
Pero incluso para que esto último suceda, el país debería encarar una reforma a fondo del mercado laboral, que claramente está fuera de la realidad que impone un sistema político en el que la clase sindical ha pasado a ocupar un lugar de decisión.
La idea misma de futuro es lo que está en juego, detrás de los fuegos de artificio del debate político de estos días. Y el futuro es la razón de ser de una nación, que difícilmente podrá seguir siendo protagonista de la historia si no asume que hay temas que suponen una construcción colectiva. El de la seguridad social es uno de ellos, a condición de que los actores políticos tengan la inteligencia común de lograr fugarse de la cárcel del pasado.