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Contraviento

Sombrío, demasiado sombrío

30 marzo, 2023

por Jorge Martínez Jorge

 

El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo. (Friedich Nietzsche)

 

Con el devenir del tiempo, uno se da cuenta que hay columnas que casi se escriben solas, que los dedos bailan sobre el teclado y las palabras fluyen como manantial sereno entre las rocas. Sabe también que hay otras que, aún antes de acometerlas, entre tribulaciones y dudas, propias de quien sabe de antemano, será una voz destemplada en medio de un coro pacientemente disciplinado, cada palabra pesa lo suyo.

Intentaré escribir una de estas últimas, que caerá en los ojos de una sociedad pacata, demasiado acostumbrada ya al sonido monocorde de la corrección política, como una disonancia destinada a provocar, aunque sea un pequeño escozor, en medio de tanta autocomplacencia.

En un proceso social y cultural que ya lleva décadas, el Occidente judeocristiano, liberal y heredero de la Ilustración, se ha visto crecientemente permeado por un fenómeno que insidiosamente, se ha ido instalando como la verdad única -que cambia a fuerza de marchas en cada empuje del correspondiente “colectivo”- que convierte deseos en derechos, y los derechos devienen en obligaciones, a la par que la libertad muere junto con el individuo colectivizado.

Sociedad y Nación

Toda sociedad, afincada sobre un territorio común que constituirá la nación, funciona sobre la base de consensos, mínimos comunes denominadores que dicen relación con los valores compartidos, consagrados luego en Constituciones y Leyes, y más generalmente en usos y costumbres.

En nuestro caso, desde la consolidación de este territorio que habitamos como Nación independiente, esos mínimos consensos lo fueron respecto de la soberanía, la libertad individual, el respeto a los derechos del ciudadano, el sistema de gobierno democrático representativo, la separación de poderes -en especial el Judicial respecto del poder político- y un sistema penal que aseguraba la presunción de inocencia.

Como los pilotes sobre los cuales se edifica una casa lacustre, ninguno de estos principios por sí solo asegura la sostenibilidad del edificio republicano, basado en garantías, pero la falta de uno o más de ellos, si no de inmediato, a largo plazo hará que todo se venga abajo.

Eso es lo que sucede, por ejemplo, con la -casi- sagrada presunción de inocencia, sin la cual todos los ciudadanos nos convertimos en personas en régimen de libertad condicional. Ese principio, heredado del derecho romano, buscaba asegurar el que nadie fuera condenado por la mera sospecha, prefiriendo la impunidad de un culpable a la condena de un inocente. Pero no sólo es eso. Es también, que la justicia no trastoque sus tiempos y procesos, poniendo la condena delante de la investigación, acusación y juzgamiento.

A este principio, indemne en Uruguay durante casi dos siglos, junto con la sacrosanta separación de poderes, se los cargó el poder político -casi sin excepciones, hay que reconocerlo- cometiendo el mayor “garanticidio” del que se tenga memoria. Colocándole al Poder Judicial un “muro de Berlín” llamado Fiscalía General que administra quién y cuándo pasa, si pasa, y qué peaje paga, se cargaron a Montesquieu, nada menos. Y a Ulpiano -el romano, no el motochorro tupamaro- lo tiraron a los perros con leyes basadas en el perverso concepto de la “discriminación positiva”, una contradictio in limine flagrantemente inconstitucional que nos convierte a todos en potenciales delincuentes per se.

Condena judicial y condena social

Como sucedería con esa hipotética casa a la que se le han quitado dos de sus pilotes, a partir de ese hecho comenzó a resquebrajarse amenazando con irse al agua.

Si bien podemos constatar con cada vez mayor asiduidad los efectos perversos de resoluciones judiciales que destrozan vidas y reputaciones y a la postre resultan ser producto de falsas denuncias o burdas mentiras, a las que las leyes otorgan el carácter de verdad prima facie, es en el campo social donde se desarrolla una auténtica caza de brujas.

Instalado el reinado de las “redes morales” -que al decir de Umberto Eco le ha prestado voz pública a cuanto idiota opinaba en privado, acodado en el mostrador del bar, vino mediante- todo se ha convertido en objeto de sumario juzgamiento. No sólo nos creemos con derecho, sino con la obligación, de opinar, de todo y todo el tiempo. Bien. De eso trata la libertad.

El problema es que no se queda en la mera opinión, suerte de encuesta permanente con los likes como la verdad homologada, sino que con igual libertad-autoridad-obligación el ciudadano no hesita colocarse una imaginaria toga y peluca para convertirse en juez, o cuando menos en jurado de un juicio sumario permanente que solo cambia de acusado.

Emitido el sumario veredicto virtual, el condenado se verá sometido a su inmediata cancelación”, equivalente a la hoguera purificadora medieval tras el correspondiente Auto de Fe. Listo. Caso cerrado. Que pase el que sigue.

Condena política y política condenatoria

Tiempos hubo en los que, en la que la política como herramienta de gestión de la res pública tenía límites morales y códigos éticos, el honor era un intangible a defender, y cuando para ello se agotaban los estrados de la discusión pública, quedaba el campo del honor donde reclamar reparación de la ofensa infligida.

Tiempos bárbaros que la civilización ha superado, se me dirá. Puede ser. Sin embargo, la mera posibilidad de ser enfrentado a dirimir ofensas mediante las armas operaba como un disuasorio no menor a la hora de medir palabras y acusaciones.

Es que, a diferencia del ámbito privado, la persona pública tiene enfrente una condena suplementaria a la penal o social: la política. Condena que podría -y quizás debería- llevarle al descrédito, y con ello la renuncia y la eventual condena mayor, la de las urnas.

Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre la condena política y una política condenatoria donde hechos privados, que en ese ámbito no merecerían más que un eventual reproche moral y social, se los convierte en públicos con el sólo propósito de conseguir la condena mayor, la virtual muerte civil y política del acusado.

Moral pública, entre el liberalismo antisistema y el neopuritanismo.

Cuando la ética de la responsabilidad es sustituida por la de la oportunidad, cuando el deber ser cae bajo los relativismos, cuando la moral se transforma en doble moral y todo medio se vale para conseguir un fin, las sociedades están frente a un problema mayúsculo. Así estamos.

Desde hace ya bastante tiempo, pero notoriamente agudizado desde que las urnas les propinaron un castigo a los propietarios de la superioridad moral en política, la lógica de acción política se ha desplazado del hemiciclo legislativo y los editoriales periodísticos, al barro de la Granja de los cerdos orwellianos. Todo vale. Desde un test de alcoholemia no hecho a la edición de vídeos con propósitos incriminatorios, desde la mentira lisa y llana como sistema hasta el terrorismo sanitario o económico, toda monedita sirve para montar una operación destinada a obtener o recuperar el poder, según sea el caso.

Todo esto se da en una sociedad que se mueve como un péndulo entre la “agenda de derechos”, la normalización de conductas otrora censurables y censuradas, la infantilización del sexo, la banalización de las drogas, el paradigma de que todo lo puedo hacer, con la contracara manifestada en la censura -generalmente selectiva- de conductas que solamente podrían ser recriminadas en los victorianos tiempos del puritanismo más recalcitrante.

Tal conducta en los individuos se llama hipocresía y si se vuelve un patrón socialmente aceptado -digo una cosa y hago la otra, lo que está bien para “a” está mal para “b” por el sólo hecho que “a” es “a” y no es “b”- estamos ante una sociedad hipócrita.

Una sociedad que finge cualidades, sentimientos y virtudes que NO tiene. Es más, de las que carece en absoluto.

Cuando eso sucede, estamos ante una sociedad enferma. O por lo menos decadente, que para el caso es lo mismo.

Para terminar

Como el atento lector habrá advertido desde el principio, a lo largo de estas más de mil trescientas palabras, no he estado hablando de otra cosa que del escándalo entre g.r.d.s p.t.s de ayer y antier, pero que es solamente un barro más, dentro del estercolero en que han convertido a la política uruguaya, personajes cuya catadura debería haberles confinado a vivir en su pocilga.

Si no lo he hecho, es por un intento de no ensuciar el calzado, y temeroso que como les ha sucedido a tantos, termine como Peppa Pig, disfrutando los charcos de lodo.

Volviendo a la cita de Nietzsche, todo esto se reduce a la permanente lucha del hombre (y la mujer, obvio) para no ser absorbido, anulado, perseguido y cancelado, por la tribu.

Si no somos conscientes de ello, el futuro que nos aguarda será sombrío, terriblemente sombrío.