por Jorge Martinez Jorge
«Un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada a este mundo» Albert Camus
In memorian KENZABURO OÉ (Japón 1935-2023)
‘¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! ¡Oponed vuestras frentes a los ignorantes mercenarios!
Pues tenemos mercenarios en el campamento, en la corte y en la universidad:
los cuales, si pudieran, rebajarían lo mental para siempre y prolongarían la guerra corpórea’. Kenzaburo Oé
Una tarde literaria y un (in)oportuno invitado
Casi con el Idus de Marzo mismo, en lo que parece un guiño literario más, se nos fue Kenzaburo Oé y como un gesto no menor, habría sido en el día que los romanos dedicaban al dios Marte, dios de la guerra -que Oé odió- pero también del hierro, la fuerza, como las de las convicciones que cultivó y mantuvo a lo largo de su extensa vida.
El lunes al atardecer, en la aldea que es Maldonado, concurrí a una jornada de lecturas literarias (denominadas 8×8, porque 8 autores leen durante 8 minutos) principalmente porque allí participaba mi hija Ana Claudia con fragmentos de sus dos novelas premiadas.
Allí, en un patio intimista bajo palio de dos magníficos tilos de anchas hojas, nos congregamos una veintena de personas, se supone amantes de las letras, mayoría familiares de los lectores como suele suceder con nuestra literatura de cabotaje.
Con la consigna “El poder de la poesía”, aunque reuniera poesía y narrativa, el evento sería abierto por una profesora de Literatura, quien para la ocasión eligió -por sus gustos personales, supongo- un largo poema de Neruda dedicado a la Guerra Civil española. Ese ese poema en que Neftalí Ricardo Reyes Basoalto reescribe el clásico infantil “Caperucita Roja y el Lobo feroz” en clave inocentes republicanos exterminados por las hordas fascistas.
Terminada su lectura, luego de los aplausos de rigor, el micrófono quedó abierto para comentarios del público.
Fue entonces que recordé que al otro lado del mundo había fallecido Kenzaburo Oé. Pensé que, siendo la figura literaria que era resultaría extraño no dedicarle una sola palabra, y que, a pesar de las distancias entre el japonés y el chileno, había un desgraciado hecho que, como se verá, les unía, y a la vez, les separaba con una profunda grieta, un verdadero abismo.
Mientras, en el lejano Japón, de un cerezo caía una flor
Nacido en 1935 en la lejana isla de Shikoku, con solo nueve años el pequeño Kenzaburo quedaría huérfano de padre al morir éste en la Guerra del Pacífico. A partir de entonces, será su abuela quien asumirá un papel central en la educación del niño, tercero de cinco hijos, en una familia tradicional japonesa donde ella desempeñaba el papel de encargada de preservar la tradición oral japonesa. Su influencia, sería decisiva en la temprana vocación del niño Oé en su afición por las letras.
En Tokio, a donde viaja por primera vez con 19 años para ingresar en la Universidad, estudia Letras Francesas siendo alumno de Kazuo Watanabe. Se casa en 1960, cuando ya había publicado sus primeros trabajos, lo que le había valido el Premio Akutawa para jóvenes promesas literarias.
El escritor, el hombre, y su tragedia
Para 1963, cuando ya había viajado a Francia, donde había conocido a Sartre y tenía una carrera y una vida por delante, es que le sobreviene la tragedia familiar: la llegada de su primer hijo, Hikari -traducido como “luz”, significativamente- nacido con una severa discapacidad producto de una hidrocefalia, que además se verá luego acompañada de un diagnóstico de autismo.
Es que, como lo relatara Oé en su novela “Una cuestión personal”, aquél hecho sería su propia explosión nuclear, un parteaguas para el que un joven de apenas veintiocho años no estaba preparado.
Lo que vendría sería la larga lucha de Oé consigo mismo, el pasaje por todos los estados de ánimos posibles, las peores ideas imaginables, el descenso a los infiernos del alcohol, el abandono y hasta las ideas, filicidas en algún caso, suicidas en otros.
En esa novela publicada en 1964, a la que luego seguirían “Dinos cómo sobrevivir a la locura” y “El grito silencioso” relata esa terrible experiencia, el exorcismo de sus demonios, y el largo y doloroso camino de aceptación y construcción de un amor filial que le acompañará toda su vida y le dará a Hikari la oportunidad de desarrollar su propia vida y un talento musical para la composición que de otro modo jamás habría conocido.
La suya fue una verdadera lucha a vida o muerte entre el bien y el mal que todos llevamos dentro, pero que la ética y moral propias de su educación, terminaron decidiendo por el camino correcto, no sólo para su hijo que dependía de él y era culpable de nada, sino para él mismo. Su carrera literaria, explosiva a partir de 1964 y con esta experiencia personal como eje, es lo que le llevaría a obtener treinta años después el Nobel de Literatura por el conjunto de su obra.
Hijo de su tiempo y circunstancias, Oé fue un intransigente defensor de las causas de paz y contrario al desarrollo nuclear, que sostuvo hasta su propia muerte.
La belleza y profundidad de su obra, su compromiso ético y moral con la vida y el respeto a los valores del individuo, serían harto suficientes para hacerle merecedor de mucho más que esta columna y todos los homenajes, que seguramente le serán dados, por sí solo y sin necesidad de apelar a ninguna otra cosa.
La otra cara de la humanidad
Si le he dado vela en este funeral al chileno Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, alias Neruda, dios no menor de la imaginería de la izquierda latinoamericana y de la progresía biempensante europea, es porque él también tuvo una hija, primera y única, casi con la misma edad, en 1934 y a los treinta años, dos antes de estallar la Guerra Civil.
Malva Marina, nace en el Madrid donde su padre es Cónsul General de Chile -en su calidad de miembro del Comité Central del Partido Comunista de Chile- con una brutal hidrocefalia, que pone en serio riesgo la posibilidad de sobrevida.
El rechazo de Reyes Basoalto a su hija demora lo que le cuesta aceptar su infortunio. A partir de entonces ella será “una vampiresa de 3 kilos”, una “especie de punto y coma”, un “ser perfectamente ridículo”.
El estallido de la Guerra Civil menos de dos años después, la huida -propia de estos especímenes- hacia Montecarlo, le dan al rey de las parrandas, la coartada perfecta para abandonar a su “querida Maruca” a la buena de dios, para nunca más volver.
No iba a ser ese pequeño monstruo el que iba a impedir que Neruda, el poeta bendecido urbi et orbi, disfrutara de su condición divina de pope comunista, caviar y champagne, y cama promiscua como las de los poderosos que se sienten tales.
Las peripecias de esta infamia han sido muy bien relatadas por la escritora Hagar Peeters en su novela “Malva” de Ed. Rey Naranjo.
Pero la disociación entre la calidad literaria -que no nos sentimos calificados para cuestionar, aún cuando sus versos despidan olor a sangre- y la del ruin ser que fue Neruda, tendría todavía décadas para manifestarse con total impudicia.
Desde su auto confesa violación a una criada en Sri-Lanka, hasta su “poema de la maldad” como lo calificara Fernando Mires, por la “Oda a Stalin” dedicada a la muerte del genocida, escrita desde su casona en Isla Negra, una de las 3 grandes propiedades que poseyó el comunista Reyes. No fue la única maldad a la que rindió pleitesía, por cierto. Fulgencio Batista (sí, ¡Batista!) y Fidel Castro fueron también destinatarios de sus patéticos panegíricos.
Todas estas ruindades son nada comparadas con la muerte, a los 8 años, de esa Malva Marina que no pudo nunca florecer, sola y abandonada a la suerte de una madre que corrió igual suerte.
Una mirada, otra mirada, aquí luego del tiempo
En una entrevista al diario “La Tercera” el notable escritor argentino César Aira, autor del libro “Diccionario de autores latinoamericanos” dedica un capítulo al chileno, en el que afirma que “el cinismo de Neruda le permitió vivir sin sentir miserias ni dolores, aunque se los infligiera a otros. Creo que era muy propio de aquellos izquierdistas de antes, tan infatuados con su postura de Amigos del Pueblo que se lo podían permitir todo, desde el adulterio hasta el champagne”.
Aquí, es cuando uno debería ponerse de pie y aplaudir a César Aira por tan magistral descripción en tan sólo un párrafo, con el que debemos coincidir hasta en las comas.
En cambio, en este particular homenaje a Kenzaburo Oé que pretende ser esta columna, en la que como en esas salas de espejos donde el reflejado, delgado, se ve obeso o siendo alto se ve pequeño, sin que las calidades literarias sean puestas en cuestión -habida cuenta que eso es materia del lector-, la figura del Oé consagrado a su hijo y la del chileno inmoral puestas frente a frente, la de aquél adquiere la estatura de un gigante enfrentado a un minúsculo ser informe, “un vampiro de muchos kilos”, una “especie de punto y aparte”, un “ser perfectamente despreciable”.
Al final de esa entrevista, Aira dice algo más: “de cualquier modo, la calidad literaria corre por un canal distinto al de la moralidad”.
No, César. No.
Una y otra son una misma, porque si bien un monstruo puede “escribir los versos más bellos una noche” no dejará por ello de ser un monstruo, y en cambio, toda bella literatura reluce con el brillo del oro auténtico si detrás de ella reposa la figura de un ser humano merecedor de ser llamado tal.
De Oé, su obra y su vida, seguirán viviendo en nosotros.
Requiescat in pace, Kenzaburo.