Por Jorge Martínez Jorge
“El poder más peligroso es el de aquél que manda, pero no gobierna” George Orwell
El mes de enero de 1933, ha quedado en la Historia como ese breve período de tiempo en el que la Alemania de la República de Weimar, terminó rindiendo armas a un Nacionalsocialismo liderado por Hitler que, paradójicamente, estaba en su peor momento.
En ese instante bisagra, donde el entonces Canciller Schleicher cae víctima de las intrigas de su antecesor -y delfín político, otra paradoja- Von Papen, se necesitó que quien todavía detentaba el poder, el nonagenario presidente Mariscal de Campo Paul Von Hindenburg, inclinara la balanza quitándole la cancillería a aquél, y dejándola en manos de Hitler y Von Papen.
Creyó que, haciéndolo, delegaba el Gobierno, más no el Poder. Craso error, Mariscal. Las consecuencias huelga enumerarlas.
Vaya esto como introducción para lo que pretende ser un somero análisis de la diferencia entre Gobierno y Poder en la situación actual en nuestro país, aspectos de decisiva importancia en la suerte de una Sociedad, que pueden coincidir en un mismo cargo, persona, entidad o institución, o no, detentando el Gobierno uno y el Poder otro u otros.
Vayamos al Uruguay de los últimos cincuenta años.
En el Uruguay: Gobierno y Poder expresado en instituciones
En una sociedad regida por un Estado de Derecho, expresado en un Carta Magna como contrato fundamental, el poder político lo ejercen las personas elegidas por el cuerpo electoral para ocupar el Gobierno.
El Poder ha sido dividido en cuatro poderes independientes entre sí, cada uno con un cometido esencial.
El Ejecutivo gobierna y ejecuta, además de co-legislar.
El Legislativo legisla y, sobre todo, controla ejerciendo ese poder ex post respecto del Ejecutivo.
El Judicial, en cambio, siendo un poder no electo por el cuerpo electoral, sino por los otros poderes bajo mandato constitucional, arbitra entre ambos y eventualmente, fija límites. Caso más usual, el de las acciones inconstitucionales.
Y, por último, el Poder Electoral, integrado por acuerdo de partidos, que garantiza -o debe hacerlo- nada menos que la expresión de la voluntad popular.
Bien, hasta ahí el marco teórico institucional: Gobierno y Poder expresado en instituciones.
Sin embargo, ya aquí surge un rasgo distintivo fundamental. Mientras el gobierno -con la lógica participación de la oposición en el ámbito legislativo- se ejerce en su totalidad por quien ha resultado electo para ello, el Poder -de derecho en algún caso, de facto en los más- se reparte entre el Poder Político y los distintos estamentos y organizaciones de la sociedad y del propio Estado.
Los del Estado son bien conocidos y previstos en la propia Constitución, tanto en lo que hace a la labor ejecutiva (Entes y Empresas) como de control, caso Tribunal de Cuentas. Hasta aquí, cada uno en su rol y medida asignada, ejercen Gobierno y Poder.
En lo fundamental, referente al Gobierno, las cosas se mantienen -con los ajustes propios del devenir de los hechos- desde, por lo menos, la promulgación de la última reforma constitucional importante, la de 1967, ello a pesar del interregno de ausencia de legitimidad democrática.
El reparto del Poder
Los de la Sociedad Civil, en cambio, son un terreno bastante más difuso.
Antes de internarnos en los intersticios de la realidad nacional en la materia, conviene volver atrás en la historia, a rescatar por lo menos tres hechos que, desde el modesto punto de vista del escriba, constituyen hitos que marcan el devenir de las luchas por el poder de los últimos sesenta años, como mínimo, en todo lo que podríamos denominar “Occidente”.
Sucintamente, el primer tsunami lo constituye la llamada “Revolución Rusa”, en donde por primera vez se ensaya un modelo colectivista, con el poder -todo, pero absolutamente todo- concentrado en un Partido único y en su caso, de su Líder Supremo. Todo dentro del Partido, nada fuera de él. Gobierno y Poder fundidos en un solo “ogro totalitario” capaz de disponer de personas y haciendas a su libre arbitrio.
Un lustro apenas después, la “Marcha sobre Roma” marcó el ascenso de otro totalitarismo, el Fascismo, igual en muchos aspectos al bolchevique pero radicalmente diferente en otros, en tanto marcó la irrupción del concepto del Corporativismo -sobre todo en el área económica- inserto en el poder político. Gobierno y Poder mezclados, con el mismo resultado: la abolición del ciudadano individual y sus derechos personales.
El tercer hecho, que nos afecta directamente a nosotros y a nuestro vecindario suramericano, dice relación con una especie de subproducto del fascismo italiano, que significó la irrupción de lo que podríamos denominar “neo-populismo”, cuya expresión arquetípica la constituirá el Peronismo argentino, como inspirador de los que le sucederían décadas después, caso del cacareado “Socialismo del Siglo XXI” del Coronel paracaidista Hugo Chávez.
Una breve digresión: digo “neopopulismo” porque tampoco es que Perón haya inventado nada. Hay que remontarse al año 130 a.C. para encontrar en la República de Roma a Tiberio Graco, haciéndose elegir Tribuno de la Plebe gracias a la promesa de tierras para los esclavos. Miren si serán viejos los Grabois de la vida.
Una relación conflictiva
Para entender la conflictiva relación de pareja entre Gobierno y Poder, es menester ahora traer a colación otro aspecto no menor, sobre todo si ello desemboca en nuestra realidad siempre ideologizada: la presencia de la ideología como parte de la identificación con unas y otras posturas respecto del poder, fundamentalmente.
Si vamos a analizar esa relación aplicada a nuestra realidad, el factor populismo es un elemento insoslayable, por eso la insistencia en él como el combustible que explica buena parte de las relaciones de poder actuales.
Si bien tradicionalmente tendió a identificarse al populismo con la derecha, quizás como reflejo de lo que sucedía con el corporativismo madre que significó el fascismo italiano al que el relato predominante asignó tal ubicación en el espectro ideológico -cuando en realidad provenía del socialismo- desde la superación de los regímenes militares de los setenta, mayormente ha sido cooptado por la izquierda.
Ello, porque fue la izquierda -dejando de lado la “pureza ideológica”- la que entendió primero que nadie que de nada valía hacerse del Gobierno si en simultáneo, o previamente, no se hacía del Poder. De allí nace un concepto clave que hasta hoy nuestra clase política no parece haber entendido, o por lo menos buena parte de ella, o cuando menos no entendido del todo.
Se trata del concepto de “construir poder” del que reiteradamente escuchamos hablar a dirigentes de izquierda, tal vez porque ello constituye el centro mismo de su trabajo político.
Desde la restauración democrática escuchamos una vez y otra insistir con ese concepto, fundamentalmente a figuras del MLN Tupamaros, en boca de Julio Marenales y Lucía Topolansky, por citar solamente dos de los más conspicuos profetas de la “construcción de poder”. Parece lógico proviniendo de un movimiento que había apostado por las armas para “construir poder”, había fracasado con total éxito, y por tanto tenía claro que, si aceptaba las reglas de la “democracia burguesa” tan detestada para acceder al Gobierno, era sólo eso y debían ir por lo que realmente importaba: el poder.
El poder que durante décadas el Partido Comunista -y en menor medida el Socialista- había ido construyendo en torno al sindicalismo, y a partir del resurgimiento del gramcismo, a través de las “organizaciones sociales”, de la Educación convertida en almácigo de futuros fieles de la religión secular que el marxismo es, y “colectivos” multiplicados como hongos tras la lluvia en las últimas dos décadas.
Sin el gobierno, el forcejeo corporativo
Todo esto que hemos ido viendo entre Gobierno y Poder, viene a cuento porque no otra cosa subyace al debate político -convertido en forcejeo corporativo- desde Marzo de 2020, al inicio mismo de un Gobierno enemigo de clase, que había desplazado del mismo a la izquierda -con su tesoro de sueldos, viáticos, licitaciones, obras y un rico etcétera-, sin percatarse la cándida derecha, tanto que ni siquiera se anima a identificarse como tal, que a lo que había accedido era al Gobierno, no así al Poder. O por lo menos, no al necesario para gobernar.
Porque tras cinco décadas de “construcción de poder” el Estado todo, sus Empresas y Entes, sus organismos y hasta un para-Estado creado a tales efectos, ha sido copado y cooptado por los talibanes de la fe, dejándole creer a los cándidos gobernantes que gobiernan, hasta que deciden hacerles saber que no, que tienen el Gobierno, pero no el Poder, y que pueden “poner el palo en la rueda” tanto como se les cante, hasta que consigan volver al Gobierno, y allí, al Poder en concubinato con él.
Por si todo esto fuera poco, la izquierda se ha munido de un aliado de temer: son los monopolistas de la relación con el gobierno global de la ONU y sus oenegés. Son ellos y ellas, y no esas antiguallas que son las que determinan qué porción de soberanía nos queda y puede ser utilizada.
Esto es lo que subyace -o sobrevuela- de manera ostensible en torno al Proyecto de Tenencia Compartida y a la Reglamentación de la actividad sindical, donde lo que se puede o no se puede ni debe, lo dictan desde Bruselas. O Davos. Tal vez también Pekín.
Pero sobre soberanías y democracias, hablaremos en una próxima nota.
Así está nuestro pequeño mundo.