
Por Jorge Martínez Jorge
Mis últimas veinticuatro horas en este valle de lágrimas, han sido un verdadero calvario.
Desde que el presidente tiró el Águila encima de la mesa, confieso que me he sentido como perro en cancha de bochas. En el Sorocabana del Siglo XXI que es Twitter hasta mis amigos andan agarrándose de los pelos “que si fundimos el águila, que qué mamarracho, que la paloma se equivocaba”, y así.
Hasta nuestra casa @contraviento.uy se ha enzarzado en una discusión como no se escuchaba desde que alguien, a falta de águila nazi, tiró sobre la mesa común una pizza con ananá, y como si fuera poco, para echar más leña al fuego, se vino con una pastafrola de dulce de leche que abrió una grieta más grande que la de Lanata.
Para los que nos gusta la historia, pensamos que así empezó el cisma que dividió a los colorados en torno al Colegiado, o por no ir tan lejos en el tiempo, el que provocó la entrada de Tabaré con los tupamaros bajo el brazo al frenteamplio. Así que nada de despreciar estos vientos si no queremos nadar en lodos más tarde.
Tres millones de especialistas han aparecido, en disciplinas tan disímiles -o complementarias- como la historia, arquitectura, sociología, psicología de masas, y hasta mitología, cada uno con su opinión. Siendo importantes todas las disciplinas del conocimiento, en el asunto que les ocupa -y a mí me desconcierta- es precisamente la última, la menos frecuentada la que tendría más para decir: la mitología.
Porque lo que el presidente tiró sobre la mesa no fue el Águila del Graf Spee. Lo que puso delante de los tres millones fue un símbolo, representación de un mito: la de que el águila, ése águila, representa el horror del nazismo. Joseph Campbell, que de esto sabía un rato, se preguntaba ¿cuál es el significado de un árbol? ¿Y el de una mariposa? Las cosas, como los mitos, sencillamente son.
Los hechos provocados por los nazis son la Soah, la Solución final, los campos de exterminio, pero ellos por sí mismos no nos dicen todo, y no representan todo. Por eso precisamos del mito. Necesitamos del águila que se convierte en símbolo del horror.
Pero entonces, escuchando y leyendo a unos y otros, parezco el perrito del parabrisas: sí, ah sí, tiene razón, pero a ver, éste que opina lo contrario también tiene razón, y otro también algo debe tener.
Así las cosas, es que entro en crisis. ¿Cómo es que no tengo opinión? ¿Ninguna?
Inadmisible. Intolerable. Políticamente incorrecto.
La sociedad hoy día nos manda tener opinión. Cualquiera, a condición no ofenda los mandatos de la corrección política. Opinión sobre todo, aún si el tema resulta intrascendente. Especialmente si lo es.
Lo que para otros ciudadanos pueda no serlo, para el escriba, parte de un medio periodístico que recoge precisamente eso, opiniones, mi falta se convierte en motivo suficiente para terminar en el diván. Otra vez.
Ante tal disyuntiva, he resuelto tener una opinión.
La del título. Ni águila, ni paloma. Me explico.
Como no logro ponerme de acuerdo ni con tirios ni troyanos, sugiero explorar el camino del medio, y de paso salir de la crítica o el aplauso, al camino de la proposición. Como en el 68, la imaginación al poder.
Concretamente, desde esta modesta tribuna, proponemos al presidente tan cascoteado, que recule en chancletas, pero apenas un poco, porque lo que proponemos es fundir el águila, pero preservando la cabeza.
Siendo esta la parte más representativa, podría colocarse en lugar adecuado en un Museo de visita restringida para evitar cualquier uso político, o incluso llevársela a Anchorena como trofeo de caza.
Con el cuerpo, debidamente fundido, sugerimos encargarle a Atchugarry la realización de un monumento. Algo que, partiendo de la guerra, la muerte y el dolor, consagre la vida y la libertad, el arrojo y la decisión que marcaron el nacimiento de otro mito, la garra charrúa.
Para evitar caer en lugares comunes y trillados, proponemos homenajear a un deporte poco visible, pero que representa esos valores: el surf. Un país que es mitad tierra y mitad mar debe homenajear a esos arrojados orientales que se atreven a subirse a las olas más temibles.
Si nuestra propuesta no se considera viable, podemos hacer lo que en otras oportunidades nos ha dado magníficos resultados, aplicando al águila el mismo destino que los camiones lavadores de Daniel Martinez, el Horno de Sendic o los Pilotes de Cosse.
Arrumbada en algún ignoto depósito, no pasará más de un mes para que nos olvidemos de ella y podamos volver a temas más divertidos. Como el agua.