Por Graziano Pascale
La noticia ganó los titulares de la prensa porque conjuga dos ingredientes que, si por separado ya concitan la atención, juntos son imbatibles: el asesinato de un recién nacido y la transexualidad.
Mientras los medios de comunicación -sin excepción- identificaban a la madre como «hombre trans», las redes sociales ardían en críticas a ese manejo noticioso, mediante el cual el lenguaje termina tergiversando la realidad y la biología.
El epílogo estuvo a la altura de todo el entuerto, porque el «hombre» terminó recluído en una cárcel de mujeres.
Detrás de la sordidez del crimen, y de las tristes peripecias vitales de la mujer que acabó con la vida de su hijo recién nacido, se esconde una larga batalla por el control del lenguaje.
Hace una década, en la edición en papel de Contraviento, escribí un extenso artículo al respecto, cuya transcripción parcial ayudará a entender qué hay detrás de todo este enredo lingüistico.
LA BATALLA DE LAS PALABRAS (título original)
George Orwell, el genial escritor britànico, autor, entre otros libros, de 1984 y Rebelión en la granja, que pusieron al desnudo con singular valentìa los efectos letales de la tiranía stlainista, tuvo una intuición que encandila por su simplicidad: lo que diferencia al totalitarismo del resto de las variedades de dictaduras conocidas en el siglo XX es su capacidad de crear lenguaje e imponerlo.
Si, en definitiva, los individuos no somos más que lo que las palabras hacen de nosotros, como sostiene el ensayista español Gabril Albiac, entonces el control de las palabras y su significado deriva indefectiblemente en el control de los hombres y de la sociedad. Mandar sobre la gramática, en última instancia, es mandar sobre las conciencias. ¡Genial! Nada más simple ni más aterrador.
Orwell -escritor que curiosamente casi no figura en los planes estatales de enseñanza de la literatura, en una clara demostración de lo profético de su obra- retrata a fines de los años cuarenta el monstruo stalinista en su novela 1984. El eje de esa pesadilla es la «neolengua«, y su inevitable efecto, que es el «doblepensar«, lo que cristaliza en hacer decir a las palabras lo opuesto a su verdadero significado.
«La intención de la neolengua no era sólo proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Partido, sino también impositbilitar otras formas de pensamiento. Lo que se pretendía era que, una vez la neolengua adoptada definitivamente y olvidada la vieja lengua, cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de sus principios, fuera literalmente impensable», dice Orwell en la parte final de 1984.
Una visión similar dentro del nazismo la había tenido Víctor Klemperer, quien en 1947 publica su texto La lengua del Tercer Imperio, en el que analiza la forja de un habla que abrió el camino hacia la nazificación de la sociedad. «Ninguno era nazi», dice Klemperer sobre sus colegas profesores universitarios que se iban doblegando frente a Hitler, «pero todos estaban intoxicados». Ese veneno era la lengua, de la cual no hay forma de escapar.
El cerno de la neolengua orwelliana es su efecto generador del doblepensar, que conduce inexorablemente a hacer decir a las palabras exactamente su opuesto. Orwell nos da ejemplos de esas fórmulas que encandilan por su efectividad, como si fueran slogans publicitarios: «la ignorancia es la fuerza», «la guerra es la paz», «la libertad es la esclavitud» (NdeR: hoy sería «la mujer es el hombre»).
Para ganar esa batalla de las palabras no es necesario contar con tanques, metralletas, bombas, espoletas, fusiles de asalto o granadas de fragmentación. Esos arsenales han caído en desuso, como lo demuestra con elocuencia la frialdad popular ante el inverosímil hallazgo hace un año del frondoso armamento en la casa del contador Feldman, y la desopilante sentencia judicial que archiva el expediente. Dicho sea de paso, causa estupor que juez, fiscal y peritos hayan podido determinar con exactitud que el contador Feldman usaba bufanda aún en pleno verano, y no hayan podido desentrañar la madeja financiera, la red de contactos urdida por Feldman a lo largo de décadas, y otros puntos oscuros que están detrás del acopio de armas con un poder de fuego capaz de lo impensable.
Volviendo a la moderna batalla de las palabras, los únicos escuadrones que se necesitan para ganarla son los compuestos por quienes ejercer su control, las administran, las resignifican y las patrullan, dando vida a una neolengua criolla, en la que, para citar un solo ejemplo que brilla con luz propia, quitar la vida al ser que todavía está en el vientre materno se llama oficialmente «salud reproductiva».
El cerno de la neolengua orwelliana es su efecto generador del doblepensar, que conduce inexorablemente a hacer decir a las palabras exactamente su opuesto.
Como toda lengua que se precie de tal, la neolengua criolla ha generado una suerte de lunfardo o dialecto, versión orillera de la misma, que a través de ingeniosos modismos la expande fuera de los círculos cerrados de los iniciados, en una versión caricaturesca que deja al descubierto su lado ridículo. Hay gente, por ejemplo, que se divierte inventando masculinos y femeninos en palabras que carecen de género, siguiendo esa tendencia inaugurada por el ex presidente Vázquez al hablar a los «uruguayos y uruguayas», lo que de paso decretó la defunción de la vieja regla gramatical que dictaba que cuando en un sujeto plural hay vocablos femeninos y masculinos se utiliza exclusivamente el masculino. Así, por ejemplo, en lugar de «hombres», habría «hombras y hombros»; en lugar de «presidentes», «presidentas» y «presidentos»; en lugar de «sastres», «sastros» y «sastras».
El lado serio de la cuestión radica en que esa neolengua ha avanzado no solamente sobre el uso de las palabras -matrimonio, para asombro que no cesa, ahora define indistintamente la unión de un hombre y una mujer, de un hombre con un hombre, y de una mujer con una mujer, como si puerta, por ejemplo, designara indistintamente una puerta, una ventana y una banderola- sino también sobre las ideas.
Contra la naturaleza
Esta batalla de las palabras, en realidad, es una batalla contra la naturaleza, y por lo tanto está condenada, como todo lo que se intenta contra la naturaleza, al más estrepitoso y absoluto fracaso. Pero no se puede pasar por alto que el daño emergente del tozudo empeño puede ser muy grande.
Las palabras traducen en signos y en sonidos, conocimientos e ideas que se han venido acumulando a través de los tiempos como si fueran capas geológicas sobre la memoria de la humanidad, y es impensable admitir que ello pueda modificarse por decretos oficiales. Ni la esclavitud es la libertad, ni la guerra es la paz, ni la salud reproductiva es el aborto.
Pero los tiempos de la naturaleza no son los tiempos del ser humano. Mientras existan vestigios de la lengua -la verdadera y única- que aún no hayan sido anulados por la neolengua, es un deber de cualquier persona decente hacer uso de ella. Los riesgos que se corren son infinitamente más pequeños que aquellos que se agazapan detrás de la indiferencia o la complicidad.
El destino de la neolengua es avanzar inexorablemente sobre cada palabra, sobre cada idea, hasta que no quede nada auténtico de ellas. Porque -conviene no olvidarlo en estos tiempos de memorias frágiles, de miradas distraídas, de actitudes pusilánimes- quien controla la gramática termina controlando las conciencias. La libertad, única condición que da sentido a la vida humana, tiene entonces como último bastión a defender, la palabra.