
Escribe Gerardo Sotelo
Ahora que algunos actores políticos se están ocupando de los medios públicos y los valores que sus prácticas ponen en juego, es una buena oportunidad para reflexionar sobre estos temas, evitando cualquier chicana política o personalización.
Estamos ante cuestiones fundamentales en toda sociedad democrática, como la implementación de políticas estatales y el uso del dinero y el espacio público. No del gobierno nacional o departamental y sus simpatizantes sino de toda la comunidad, tal como consagran la Constitución, las leyes y las mejores prácticas en la materia.
En países de democracia plena, como Uruguay, los medios públicos deben desempeñar un papel fundamental en la promoción de la libertad de expresión y el acceso a información veraz, balanceada y equitativa, así como en la difusión de cultura y arte para toda la ciudadanía. Para lograr estos objetivos, debemos respetar ciertos principios fundamentales que gozan de consenso universal.
El primero y más importante es la independencia editorial y financiera. Los medios públicos deben operar sin injerencias políticas o comerciales, garantizando así la imparcialidad en la cobertura de noticias y evitando cualquier forma de manipulación informativa.
El segundo principio, complementario del anterior, se refiere a la pluralidad y diversidad: deben reflejar la variedad de opiniones, perspectivas y sensibilidades presentes en la sociedad. Promover la diversidad de voces como política activa, fortalece la democracia y enriquece el debate público.
Para que esto sea efectivo, sus periodistas y profesionales deben trabajar con libertad, profesionalismo y ética, incorporando los más altos estándares. La veracidad, imparcialidad y respeto por la privacidad son fundamentales para generar confianza y transmitir los valores democráticos y de tolerancia.
Finalmente, resulta esencial que estos medios sean un servicio público de acceso universal y ofrezcan contenidos de interés general para todas las personas, incluyendo a grupos minoritarios, marginados o alejados de las sedes o redacciones y, en general, de los centros de poder.
Estos son solo los principios fundamentales, pero no los únicos. También es importante considerar la transparencia y rendición de cuentas, la cooperación con la sociedad civil, la independencia regulatoria, la promoción de la participación ciudadana, el fomento de la alfabetización mediática y la adaptación a los cambios tecnológicos para mantener su relevancia en la era digital.
Si hubiera que destacar cuál es el tema fundamental al que se refiere toda la reflexión, legislación y literatura disponibles, es el lugar que ocupa en los contenidos y procedimientos y personal de los medios públicos, la opinión y la perspectiva de los asuntos relevantes que tienen quienes no están en el poder o se encuentran más lejos de la toma de decisiones. Según sea ese lugar, estaremos ante medios dedicados a lo suyo, o bien a menesteres de dudoso espíritu democrático, como el proselitismo, el adoctrinamiento, el desprecio por el otro, el mercantilismo o el despilfarro.
No alcanza con decir “en mi programa habla todo el mundo” o “ideología tienen todos los medios”. Lo primero suena a excusa y es el equivalente al “yo tengo un amigo negro (o judío)”, para esquivar posibles acusaciones de discriminación. Lo segundo es aún peor; es proyectar en los otros el dogmatismo de quienes hacen de cada territorio una trinchera, de cada metro cuadrado compartido, un campo de batalla ideológica, minando la laicidad y neutralidad del espacio público, base fundamental de la convivencia pacífica.
A poco que nos asomamos a estas cuestiones, comprobamos que existe una responsabilidad compartida y acumulada a lo largo de las décadas, repartidas de manera pareja (aunque con características diferentes) entre todos los partidos y gobiernos.
Es significativo que estos principios formen parte de nuestra legislación (fueron incorporados en la Ley 19307 o Ley de Medios, de 2014, y replicados en el proyecto de ley del actual gobierno, a estudio del Parlamento) pero que, para el debate público, político y deontológico, parezcan letra muerta. Contar con un cuerpo normativo divorciado de las prácticas institucionales, la consideración ciudadana y el debate entre los profesionales del periodismo y la comunicación, expresa la verdadera dimensión del problema.
No parece tan importante determinar si estamos cerca o lejos de cumplir con estos principios, como acordar la manera en la que vamos a avanzar en el sentido correcto. Me refiero a establecer políticas y tomar decisiones institucionales que nos permitan caminar hacia este horizonte democratizador y genuinamente inclusivo, más allá de las opiniones que tengamos sobre circunstancias ocasionales.
Deberíamos al menos avanzar en tres cuestiones centrales: 1) asegurar cuanto antes la autonomía de las organizaciones de medios públicos (nacionales o departamentales), alejándolos de la injerencia del poder todo lo que sea posible, para someterlos a la supervisión de órganos de representación popular, 2) implementar políticas proactivas para involucrar todas las opiniones y puntos de vista relevantes sobre los temas de los que nos ocupamos, de forma equitativa y sin trampas, y 3) establecer sistemas de control externo objetivos, no corporativos sino de la sociedad civil.
En vísperas de un año electoral, tomemos estas circunstancias como una oportunidad para reflexionar, mirar hacia el futuro y comportarnos como lo que somos: un país donde impera el Estado de Derecho, la democracia, la inclusión y la diversidad, en todas sus dimensiones y de todas las personas.